ARGENTINITOS SABEN QUÉ?...
DIOS NO ES
ARGENTINO
El papa Francisco en una reunión en el Vaticano el 19 de diciembre de 2017
Credit
Pool photo por Max Rossi
BARCELONA, España — Son expertos en cielos.
Así que habría que
ver si, para el dogma cristiano, el cielo de un país es ese país.
Si así fuera,
el papa Jorge Bergoglio ha vuelto por fin al suyo; lo hizo, si acaso, de una
forma etérea, fugitiva: lo sobrevoló en su avión papal en viaje hacia Chile y
Perú.
Si no, si el cielo no cuenta, en unos días cumplirá sus cinco años como
papa sin ir a la Argentina.
En ese lapso viajó a todos los países sudamericanos
menos Uruguay, Venezuela, las Guyanas y el suyo.
Hace casi cinco años, cuando la noticia de su elección
sorprendió al mundo, publiqué aquí mismo una columna que decía
que me preocupaba que Habemus
papam se hubiera vuelto una frase argentina: tenemos un papa.
“Para una sociedad que empezó a jugar al tenis porque Guillermo Vilas ganó
Roland Garros, que empezó a mirar básquet cuando Manu Ginobili irrumpió en la
NBA, que siempre dudó del verdadero valor de Borges porque nunca le dieron un
Nobel y que ahora se entusiasma con las monarquías porque una argentina reina
en Holanda, el hecho de que ‘uno de nosotros’ se vaya a sentar en el trono de
Pedro puede tener un gran efecto multiplicador sobre el peso del catolicismo en
nuestras vidas: temo que nos volvamos más papistas que el papa”.
Tuve razón y
estaba equivocado.
Es difícil medirlo, pero parece claro que el nivel de
religiosidad pampeana no ha cambiado mucho en este lustro.
La Argentina es un
país bastante pagano; fue, por ejemplo, uno de los primeros del mundo en
aceptar los matrimonios igualitarios, en abierta pelea con el dogma de la
Iglesia encabezada entonces por el cardenal Bergoglio, que llegó a escribir que
esa ley era una “movida del demonio” y que combatirla era
“una guerra de Dios”.
Lo que sí cambió fue el peso de la institución y su cabeza: si
la Iglesia católica siempre tuvo una influencia desproporcionada en la vida
pública argentina, ahora Bergoglio se ha transformado en su polo decisivo.
Todas sus corrientes lo buscan para que las legitime y ha habido incluso
episodios picarescos de políticos que, so pretexto de visita pía, tratan de
robarle una foto para usarla en sus campañas.
También por eso no ha vuelto a su
país: allí cada uno de sus movimientos se lee con tanta atención, con tantas
vueltas, con tantos sentidos, que su visita sería un parto.
Sus alianzas, además, son confusas.
Cuando era arzobispo de
Buenos Aires estaba tan peleado con el gobierno kirchnerista que
Cristina Fernández sacó de su jurisdicción ciertos actos religiosos oficiales
para no tener que compartirlos con él; cuando lo paparon se reconciliaron y,
desde entonces, se han visto varias veces.
En cambio no trató bien al presidente Macri en su visita y no
parece tener diálogo con él.
Ahora, curiosamente, las clases medias
antiperonistas que lo apoyaban —porque son la clientela natural de su iglesia y
porque se peleaba con el kirchnerismo— le critican esas políticas.
Bergoglio
está sufriendo los límites del populismo: por más que lo intentes, es difícil
quedar bien con Dios y con el diablo.
Pero lo sigue intentando.
Sus primeros años fueron extraordinarios:
con su sonrisa tímida y sus palabras precisas y sus gestos de humildad
consiguió recuperar el prestigio de una organización que lo tenía por los
suelos, convertir lo que se veía como un nido de pedófilos y especuladores en
una institución cuya opinión debe ser escuchada en los foros del mundo.
Su
puesta en escena fue impecable: “Hace gestos que no son casuales, no es
espontáneo, es extremadamente calculador. Una de sus imágenes típicas es cuando
sube al avión llevando una maleta negra. La maleta la toma al pie de la
escalera y la entrega en la puerta del avión. La tiene solo para subir la
escalera. Es un papa de una habilidad extraordinaria para manejar el
funcionamiento de los medios”, dijo hace poco a La Tercera Sandro
Magister, vaticanista del semanario L’Espresso.
El 15 de enero de 2018, el papa Francisco llegó al aeropuerto internacional de Santiago en Chile.
Credit
Esteban Felix/Associated Press
Se aprovecha, además, de que son muchos los que quieren creer:
los que le escuchan lo que querrían escuchar.
Lo muestra su frase más citada:
cuando supuestamente dijo que quién era él para juzgar a los homosexuales.
Nadie le contestó que es el jefe de una organización que siempre los consideró
pervertidos enfermos y los condenó a las llamas del infierno.
Pero, además, la
cita era incompleta, amañada. Ese día, en su conferencia de prensa, Bergoglio
puso sus condiciones para ser tolerante: “Si una persona que es gay busca a Dios y tiene buena
voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”.
Según su doctrina, “buscar
a Dios y tener buena voluntad” supone que dicho homosexual renuncie a sus
“impulsos diabólicos”: hacer de su condición un enemigo.
Es comprensible que un
papa peronista intente adaptar lo que dice a lo que cree que otros querrían
escuchar; lo curioso es que tantos intenten adaptar lo que él dice a lo que
ellos querrían.
Son muchos, así, los que no escuchan lo que no querrían.
Como,
por ejemplo, tras el atentado contra Charlie Hebdo,
cuando se dejó llevar y dijo lo que siempre
dijeron sus antecesores: que “en la libertad de expresión hay límites” y que
“mucha gente habla mal de otras religiones, se burla y provoca y entonces
podría ocurrir lo mismo que le pasaría al doctor Gasbarri si llega a decir algo
contra mi madre”.
Bergoglio lo había explicado justo antes: “Si él, un gran
amigo, dice una mala palabra sobre mi madre, puede esperar un puñetazo”.
La paz
también tiene sus límites, venía a decir el jefe de una organización que
legitimó cientos de guerras.
Hablar, aprovechar la desmemoria; Bergoglio es un señor que
entiende la razón demagógica, el arte de decir sin hacer.
Y nadie se lo dice.
Gracias a esa complicidad, por activa y por pasiva, Jorge
Bergoglio puede seguir cumpliendo con su misión, la que el peronismo comparte
con el gatopardismo: cambiar apariencias para que nada cambie.
Bergoglio ya
lleva cinco años manejando la Iglesia de Roma en el mundo y los ejemplos
podrían multiplicarse; tomemos, para seguir el aire de los tiempos, la cuestión
de las mujeres.
Imagínense al director general de un gran banco anunciando que
va a hacer un anuncio decisivo.
Llegado el momento, dice, con esa sencillez que
siempre lo caracterizó, que en esta empresa, donde hasta ahora solo trabajaban
hombres, han entendido que las mujeres existen y van a permitirles empezar a
trabajar: podrán atender los teléfonos, limpiar los baños, con el tiempo, ser
secretarias de algún jefe.
Algo así dijo Bergoglio hace dos años: que le interesaría
estudiar si las mujeres, que no tienen acceso a ningún puesto de
responsabilidad en su organización, pueden llegar a ser diaconisas—el puesto más
bajo de su jerarquía— y muchos lo celebraron como una muestra de su
progresismo.
Aunque aclaró, ese mismo día, que su Iglesia siempre ha dicho que
las mujeres no pueden ser sacerdotes y que “esa puerta está cerrada”.
Hablemos
de discriminaciones.
Por mucho menos cualquier organización o empresa o grupo
sería duramente sancionado por nuestras leyes y nuestras opiniones, pero la Iglesia
de Roma tiene bula para ser la institución más discriminatoria y reaccionaria
sin que se lo reprochen.
Todo gracias a un papa peronista, que no quiere o no
se atreve a volver a su país.
Dios, después, de todo, quizá no sea argentino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario