20 jul 2017

- 9 - MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA






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En 1965, el entonces comandante en jefe del ejército argentino, general Juan Carlos Onganía, pronunció en la academia militar de West Point un discurso que, si no hizo historia, fue por lo menos en su momento la expresión más acabada de lo que se conoce como doctrina de la “seguridad nacional”.

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El discurso se produjo en un contexto histórico cuyos componentes merecen ser señalados.

En la década anterior los estrategas del Pentágonos habían pasado años buscando la solución de un problema cuya enunciación podría ser la siguiente:

-         Los intereses y objetivos de los Estados Unidos y de la Unión Soviética son irreductiblemente antagónicos, y en función de ellos las do superpotencias están sujetas a las invariables leyes históricas que llevan siempre y fatalmente en semejante circunstancias, a una confrontación.

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-         Iniciada la era del equilibrio del terror y ya en plena operatividad la estrategia de la disuasión nuclear, un choque frontal entre ambos países es imposible.

-         ¿Cuál será el nuevo escenario, el nuevo conducto de este choque frontalmente imposible pero históricamente inevitable.

La hipótesis de las guerras convencionales periféricas y por procuración – proxy wars -, planteada en la práctica por el conflicto de Corea, fue analizada y finalmente insuficiente ante la imposibilidad de llevar el enfrentamiento por esa vía a una definición.

Henry Kissinger expuso con brillo y gran poder de convicción
la hipótesis de la guerra nuclear limitada.

A su juicio, precisamente la inevitabilidad de una completa destrucción recíproca en la hipótesis de una guerra nuclear frontal a nivel estratégico abría un margen a la posibilidad de un choque nuclear frontal a nivel táctico, ya que ninguno de los contendientes podía percibir utilidad militar alguna en el rebasamiento de este plano.

También esta hipótesis fue analizada, discutida y, por último, considerada tan insuficiente como la anterior para fundar en ella una estrategia global.

Los oficiales del Pentágono estimaron que en ella era todavía demasiado grande la posibilidad de una escalada como para que cualquiera de las dos superpotencias osara encararlo como un riesgo calculado aceptable.

Entre 1959 y 1960, finalmente, se produjeron dos hechos de enorme importancia que habrían de poner fin a estas vacilaciones estratégicas en e Departamento de Defensa de os Estado Unidos.

a)    El discurso de Nikita Krushov durante la conferencia de los ochenta y un partidos comunistas celebrada en Moscú en diciembre de 1960. Allí el líder soviético dejo fijada como prioridad de la política exterior de su país el pleno apoyo a los movimientos de liberación nacional del tercer Mundo.

b)   La revolución cubana, visualizada con alarma desde el Pentágono como una clamorosa traducción práctica, a pocas millas de las costas estadounidenses, de la estrategia delineada por Krushov.

En la confluencia de ambos acontecimientos creyeron ver los estrategas del Pentágono la primera delimitación de un nuevo y único teatro de operaciones para una confrontación posible entre las dos superpotencias: la “guerra revolucionaria”, con escenario en el tercer Mundo, y sobre todo en el hinterland  latinoamericano de los Estado Unidos.

En respuesta a la guerra revolucionaria, vista como nueva estrategia global del mundo socialista, se desarrolló en el Pentágono la elaboración teórica de una estrategia contrarrevolucionaria como correlativa respuesta global de los Estados Unidos.

De alguna manera, se trataba también de una proxy wars sui generis: los soviéticos delegaban su agresividad en fuerzas subversivas nativas del tercer Mundo – particularmente de América Latina – y los Estados Unidos delegaba su autodefensa en los correspondientes ejércitos nacionales.

Tales ejércitos fueron remodelados desde el Pentágono en función de esta guerra inédita.

Su óptica defensiva fue invertida para ser concentrada, no ya sobre un enemigo externo frente al cual hubiera que planear una defensa de fronteras territoriales, sino sobre un enemigo interno frente al cual debía encararse la defensa de fronteras ideológicas, políticas y culturales.

Un enemigo sinuoso, mimetizado, infiltrado en partidos, sindicatos, universidades, dependencias de la administración pública, diarios, radioemisoras y canales de televisión.

El enemigo se localizaba en el comunismo, pero también en el liberalismo progresista que defendía el derecho de los comunistas a un espacio político, y en liberalismo del centro que se mostraba permisivo con la permisividad del liberalismo progresista.

El enemigo era abierta y subterráneamente, consciente o inconscientemente, en acto o en potencia la civilidad.

En este marco, la defensa nacional empezaba por ser, en el militar, una rigurosa tarea de autodefinición por contraste.

El militar se asumía a sí mismo, no ya como parte funcional de una comunidad nacional homogénea en su naturaleza, sino como titular de una naturaleza distinta y específica, antagónica a la del enemigo declarado, pero también a la debilidad, la blandura, la indisciplina, la inconsciencia y la penetrabilidad que, en distintos niveles y con distintas gradaciones, hacen de toda la amorfa masa civil un enemigo potencial y objetivo.

Definido el enemigo como una ideología, el militar ideologiza su propia naturaleza.

Su misión no se cifra ahora sólo en el manejo de armas sino también en la profesión y la custodia de un ideario, una cultura, una manera de ser.

La defensa nacional – o la seguridad nacional – pasaba a reposar sobre un nuevo concepto militar de nación que la hacía consistir no ya en un territorio patrio sino en un sistema de vida, una cosmovisión, un repertorio de cosas en que creer y de cosas que conservar.

Frente a un enemigo solapado y ubicuo, ostensible sólo a ratos y camuflado la mayor parte del tiempo bajo la más variadas manifestaciones políticas, sindicales, culturales o recreativas de la civilidad, la defensa nacional estriba en vigilar y aplicar correctivos a esa inestable masa civil, fijarle un destino y trazarle un camino franqueado de signos viales de permisos y prohibiciones.

Los militares podían librar guerras convencionales desde posiciones subordinadas al poder civil.

Pero la guerra revolucionaria era por definición una contienda que las fuerzas armadas sólo podían librar desde el poder, con la civilidad subordinadas a ellas.

Este era, en síntesis, el trasfondo de la estrategia expuesta por el general Onganía en su conferencia de West Point.

Como última reserva de la nacionalidad y depositarias del ser nacional, la fuerza armadas están llamadas a ejercer  por naturaleza la conducción estratégica del país, estableciendo para la tarea menor y cotidiana de la conducción táctica un determinado repertorio de fines y delimitando un determinado margen de opciones para alcanzarlos.

Otra noción contenida en la conferencia de Onganía era la de hacer coincidir la diversificación entre conducción estratégica y conducción táctica, con una articulada estratificación entre poder militar y poder civil.

Para la seguridad nacional, la instauración de un poder militar no era menos importante que la necesidad de preservarla  de asegurarle continuidad, ahorrándole el desgaste de un intervención directa en los primeros planos de la conducción táctica o sea, en el gobierno formal de la nación.

Sólo en excepcionales situaciones de emergencia debían avanzar lo militares sobre los resortes del poder formal para desempeñar de un modo abierto y directo las tareas de gobierno.

Fuera de estos paréntesis críticos, las fuerzas armadas debían permanecer replegadas en las alturas de la conducción estratégica, delegando los subalternizados quehaceres tácticos del gobierno en un elenco permitido y pasivo de fuerzas civiles, constreñidas a moverse entre las opciones delimitadas por los militares.(*)

Bajo la vigencia de la guerra revolucionaria, la comunidad nacional quedaba desdoblada así en un sujeto militar y un objeto civil.

La pasividad civil consistía por momentos, en desaparecer del escenario cuando sobrevenían los procesos críticos, y, por momentos, en ocuparlos como mero conjunto de piezas instrumentalizadas desde los mandos castrenses.

A esta altura la comparación es inevitable.

Suprímase de toda la descripción anterior los nombres identificatorios, y no se sabrá si se está describiendo a los militares de la seguridad nacional o a los comandos guerrilleros.

Unos y otros se parecen como dos gotas de agua en los contenidos faraónicos de su autoconciencia y en la misma manera de concebir sus relaciones rectoras, paternales, correctivas y manipuladoras con los hormigueros de la civilidad.

En nada difiere el destino asignado por Onganía a las fuerzas políticas civiles como precarios delegados tácticos de una conducción estratégica militar y el pobre papel del Partido Auténtico con su congreso teleguiado de Córdoba o el frente de masas entregado sin consulta previa a la voracidad de las parapoliciales por la decisión militar montonera de la “autoproscripción”.

Gran parte de la violencia que ensangrienta a la Argentina en los últimos años ’60 y en la década del ’70 fue así una contienda entre dos simétricos totalitarismos militares, que asimilaban toda actividad política a las leyes de la guerra y que mantenían utilitariamente regimentadas a sus respectivas civilidades en el papel de escuderos.

(*)En el contexto de la vida política argentina, agitada por constantes golpes, contragolpes y planteamientos militares, la exposición de Onganía en West Point pretendía fundamentar un riguroso profesionalismo castrense que llevaba implícita una condena a toda invasión militar de competencias que son propias del poder civil.

Ocurría, sin embargo, que esta consigna de prescindencia militar en el orden de las tareas inmediatas de gobierno apuntaba en realidad a precisar la definición del papel central que asignaba Onganía a los militares en la conducción estratégica del país.

Un estudioso francés de la vida militar argentina presento este enfoque de la siguiente manera:

“Se trataba en realidad de un profesionalismo muy atemperado, de un legalismo puramente condicional.
El ‘comandante en jefe’ (no era necesario especificar de quién se hablaba, todo el mundo en la Argentina lo sabía) precisó su pensamiento en un señalado discurso pronunciado en West Point en ocasión de realizarse la 5° Conferencia de Ejércitos Americanos.

Lo que a partir de entonces se llamó la ‘docrina Onganía’ no podía reducirse al simple respeto de la obediencia constitucional.

Desde luego, que las Fuerzas Armadas son al decir del general, ‘apolíticas, obedientes, no deliberantes y subordinadas a la autoridad legítima’, ‘Brazo armado dela Constitución’, no podían sustituir a la voluntad popular.

Pero al incluir entre sus objetivos, en el marco de la división interamericana del trabajo militar y de su proyección ideológica ‘preservar los valores morales y espirituales de la civilización occidental y cristiana’, el comandante en jefe argentino amplía considerablemente su función constitucional.

El apoliticismo de las Fuerzas Armadas implica por consiguiente que no podrían apoyar un gobierno cuya política contradijera sus misiones fundamentales, así definidas.

El discurso de West Point precisa que la obediencia debida cesa absolutamente ‘Si se produce al amparo de ideologías exóticas un desborde de autoridad que signifique la conculcación de los principios básicos del sistema republicano de gobierno o un violento trastrocamiento del equilibrio e independencia de los poderes’.

‘La ciega sumisión al poder establecido’ ya no es admisible en tal caso.!” (Alain Rouquie “Poder militar y sociedad política en Argentina”, Emecé Editores S:A:, 1982, segundo tomo, pag.231.)

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En mayo de 1973, mientras Montoneros y la FAR (*) afloraban por primera vez a la superficie en las tumultuosas manifestaciones callejeras que siguieron al ascenso de Cámpora a la presidencia, un periodista inglés me pidió que lo asesorara en la extenuante tarea de comprender al peronismo.

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“A ver si he entendido bien”, me dijo. “en el espectro político interno del peronismo, Perón vendría a ser el ‘centro’. Luego está la extrema derecha fascista representada por los montoneros, las FAR y la Juventud Peronista…”

Aquí lo interrumpí para explicarle que en esa apreciación se equivocaba.

Le dije que los montoneros y las FAR eran, en todo caso, radicales de izquierda, admiradores de la revolución cubana y el general Giap.

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Le señalé que las FAR estaban integradas incluso por grupos que se habían formado seis  siete años antes para incorporarse a la guerrilla de Ernesto Guevara en Bolivia.

Le explique, finalmente que todos esos sectores agrupados en lo que se conocía entonces como la “Tendencia”, se habían fijado como meta el socialismo, convencidos además de que no había otro camino para alcanzarlo que el de la lucha armada.

La conversación concluyo con mi amigo inglés tan asombrado de descubrir que los montoneros no eran fascistas como yo de encontrar que alguien pudiera creer que lo eran.

Y, sin embargo, reflexionando luego sobre esta charla, llegué a la conclusión de que el malentendido no había sido casual.

Más tarde llegaría incluso a preguntarme en qué medida se había tratado realmente de un malentendido.

De hecho aquella reflexión fue el punto de partida de las meditaciones que aquí estoy tratando de dejar escritas.

Yo podía, por supuesto, describir a los montoneros como “radicales de izquierda” porque conocía su trayectoria, sus documentos, su definición de sí mismos.

Pero traté de imaginar qué criterio de evaluación podía aplicar una persona que ignoraba todo aquel contexto.

Una persona que, como el periodista inglés, no disponía de otro dato para inferir la identidad política de Montoneros que el de aquellas rugientes manifestaciones juveniles en las calles de Buenos Aires.

Mi amigo inglés era un hombre de cierta edad, que había conocido la sombría Europa de preguerra.

Y cualquiera que hubiera visto las adunate fascistas en la Italia de Mussolini no podía menos de encontrar en las marchas montoneras cierta atmósfera común, cierta afinidad en la simbología, los lemas del folklore de o que fue el squadrismo italiano de la primera hora en los violentos días que siguieron a la concentración inaugural de la plaza de San Sepolcro en Milán.

Fascismo - adunate - Cremona - Adunata - Saluto del Duce agli astanti

Recuerdo que yo mismo me vi remitido a inquietantes evocaciones al escuchar en las manifestaciones montoneras estribillos tales como “Con los huesos de Aramburu/ vamo’ a hacer una escalera/ para que baje del cielo/ nuestra Evita montonera”. O bien: “Con el cráneo de Aramburu/ vamo’ a hacer un cenicero/ para que apaguen sus puchos/ los comandos montoneros”.

Treinta años antes, yo había oído algo parecido en boca de los camisas negras: “Con la barba di Ciccotti/ noi faremos spazzolini/ per puliere gli stivali di Benito Mussolini”.

Detrás de todos estos estribillos – los montoneros y los fascistas – uno advierte el mismo esquema mental, la misma asunción de la propia capacidad de matar, herir o humillar como fuente de júbilo y de emociones placenteras.

(*) Las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) se gestaron a fines de la década del ’60 en torno de un núcleo guerrillero de extrema izquierda formado inicialmente para engrosar las fuerzas de Ernesto Guevara en Bolivia, proyecto que se frustró por e temprano colapso de la insurrección guevarista en ese país.

Bajo la orientación de Carlos Olmedo, las FAR hicieron su primera aparición pública en la Argentina a mediados de 1970, ocupando durante algunas horas la localidad de Garín, en la provincia de Buenos Aires.

Asumieron la responsabilidad de esta acción en un comunicado que constituyó al mismo tiempo el documento de presentación de grupo, que todavía no se calificaba a í mismo de peronista.

El grupo asume el peronismo en documentos posteriores, y a tal título opera durante tres años en estrecha alianza con Montoneros, una organización guerrillera de extracción católica que anunció públicamente su propia existencia con el secuestro del general Aramburu, pocas emanas antes de la operación de Garín.

En contraste con la matriz marxista de las FAR, Montoneros extrajo buena parte de su militancia y de sus cuadros directivos de organizaciones políticas ultraderechistas.

En 1973, las FAR y los montoneros concluyeron un pacto de fusión que estipulaba, entre otras cosas, la desaparición de la primera sigla.

Las dos corrientes ahora unificadas sobrellevarían en adelante la denominación de Montoneros.

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Aquel contraste entre lo que mi amigo inglés veía en la objetiva conducta montonera y lo que yo sabía de los testimonios y las definiciones que daban los montoneros de sí mismos me llevan a recordar un curioso experimento llevado a efecto en los años ’60 sobre la base de discordancias similares en algunos sectores del ejército argentino.

Al promediar aquella década se especuló bastante en la Argentina sobre la supuesta existencia de una corriente militar “nasserista”.

Era casi imposible, sin embargo encontrar en esos años algún oficial del ejército que aceptara esa definición.

A un experto en cuestiones militares argentinas se le ocurrió entonces un test destinado a demostrar que la resistencia de mucho oficiales a declararse nasseristas no se debía a que no lo fueran sino que ignoraban el carácter nasserista de sus propias posiciones políticas.


La iniciativa el test partía de la premisa de que uno podía se nasserista sin saberlo.

Ser nasserista significaba en los hechos abogar por determinadas soluciones concretas para problemas concretos.

Y el test, en consecuencia, consistía en presentar a varios oficiales una lista de preguntas orientadas a descubrir, a través de las correspondientes respuestas, la posición de cada uno de ellos ante un repertorio clave de problemas, pero sin explicar en momento alguno el término “nasserismo” ni revelar a lo interrogados la finalidad del cuestionario.

Se les preguntaba, por ejemplo, si estimaban que el Estado debía controlar los resorte básicos de la economía, sin pensaban que el ahorro interno debía desempeñar un papel más importante que el del capital extranjero en la promoción del desarrollo nacional, y cosas por el estilo.

Se sobreentendía, por supuesto, que una determinada manera de responder a tales preguntas componían de hecho el cuadro de un ideario nasserista.

Completado el test, los interrogados cuyas respuestas se ajustaban a ese esquema recibían del experto que había ideado el experimento la revelación de su sorprendente identidad política.

Así, muchos oficiales e descubrieron “nasseristas” con la misma perplejidad con que el burgués gentilhombre de Moliére descubrió un buen día que se había pasado la vida hablando en prosa.

Recordando esa experiencia, me detengo a veces a pensar en el resultado que podrían extraerse de otro test hipotético basado en el mismo supuesto de la distinción entre lo que se es y lo que se cree ser, y cuyo desarrollo podría ser la siguiente:

1.    Enumerar todas las actitudes, inclinaciones, necesidades, prácticas y modalidades operativas que han sido descritas aquí como componentes de la conducta montonera, pero sin mencionar a la organización.

2.    Pedir luego a un observador independiente que, a partir de tales datos, identifique políticamente al sujeto de aquella conducta.

Se le presentaría así al observador la descripción de un comportamiento cuyo componentes serían:

-         Concepción heroica dela historia.
-         Glorificación de la acción directa.
-         Necesidad visceral de la violencia como fuente de autoidentificación.
-         Asunción festiva de la propia violencia a través de un folklore que la exalta como motivo de placer.
-         Militarización del propio estilo de vida.
-         Un hipertrofiado voluntarismo que hace residir la posibilidad de una acción, no en la presencia de determinadas condiciones exteriores, sino en las excepcionales potencialidades de la propia personalidad.
-         Visualización de los grandes cambios históricos como obra de minorías superdotadas.
-         Visión utilitaria de la relación entre esta minoría llamada a ser sujeto de la historia y las masas populares.

¿Qué identidad política puede atribuirse a un grupo que presente tales características?

No me cabe la menor duda de que, si el test en cuestión se hiciera, el observador llamado a pronunciarse no vacilaría en identificar al grupo como “fascista”.

Los montoneros, naturalmente, podrían cuestionar el test argumentando que los datos presentados al observador han sido arbitraria y tendenciosamente seleccionados, con omisión de otros elementos igualmente identificatorios y no tan sospechosos de fascismo, como las declaraciones, las publicaciones y los documentos de la organización.

Y es cierto. En este test imaginario fue efectivamente dejado de lado o relegado a segundo plano todo lo que Montoneros dice de sí mismo, todos los componentes del “montonero para sí”, por las mismas razones que llevaron al otro autor del otro test a no buscar el “para sí” de los militares interrogados la identidad política nasserista que se esperaba encontrar en ellos.

Un “para sí” socialista y revolucionario no es necesariamente indicativo de un “en sí” socialista y revolucionario, ni es necesariamente incompatible con un “en sí” fascista.

Si pudiéramos rastrear e identificar todos los componentes de lo que eran “para sí” los hombres que en 1919 se congregaron en Milán alrededor de Mussolini para fundar los primeros fasci di combattimento, encontraríamos en la mayor parte de ellos actitudes y predisposiciones mentales muy distintas de las que habrían de componer, veinte años después, la imagen final del fascismo.

Encontraríamos inclusive un ideario no demasiado distante de que presentaban en la década de 1970 los montoneros argentinos: aspiraciones de promover grandes reformas sociales y hasta socialistas, teorizaciones sobre la violencia como la vía más apropiada para imponerlas, y asunción de esta voluntad de cambio en el marco de un frenético nacionalismo que lleva a detestar toda versión internacionalista del socialismo como una forma que hoy llamaríamos “cipaya” de subordinación a influencias y modelos foráneos.

Cuando Pietro Nenni, en una fugaz confluencia con la marejada mussoloniana, fundó en 1919 lo fasci di combattimento de Bolonia, no lo hizo impulsado por un conversión subjetiva a la “extrema derecha”.

Millares de hombres como él vivieron confusas y turbulentas experiencias del fascismo naciente como un proceso de unificación de lo que había sido durante la primera guerra mundial la izquierda intervencionista y patriótica, inmune a las apelaciones pacifistas del socialismo internacional; en suma, lo que en ideológico de los montoneros se llamaría hoy una “izquierda nacional”.

Es de una vital importancia rescatar para la conciencia histórica del proceso que vivió Europa entre las dos grandes guerras aquellos elementos de un “para sí” revolucionario que figuraban entre los móviles del fascismo original.

El cine italiano de posguerra, por ejemplo, ha desempeñado a veces un papel algo confucionista en el tratamiento del “veintenio”.

Muchas películas italianas sobre el fascismo, pensadas y realizadas con el propósito de presentar un alegato antifascista más que con la finalidad de precisar la verdad histórica, incurren en el error de homogeneizar la naturaleza del fascismo a lo larg de una trayectoria.

De este modo, las características que exhibía el fascismo en 1940, ya como producto histórico terminado, aparecen retrospectivamente proyectadas sobre los debutantes camisas negras de1919 o 1920, escondiendo o ignorando así cierta fórmulas de autoconciencia revolucionaria, anticapitalista y “antisistema” que presidieron en mucho casos la decisión de ingresar en las filas mussolinianas.

Aún en 1943, cuando Mussolini acababa de fundar en el norte de Italia la República de Saló, había viejos fascistas de la primera hora que vivieron ese acontecimiento como un posible retorno a lo que concebían como las originarias fuentes “antiburguesas” del movimiento.

Recuerdo haber oído cómo uno de ellos, al difundirse la noticia de que Mussolini había ido rescatado de s cautiverio en el Gran Sasso por los comandos de Otto Skorzeny, comento que “ahora el Duce, libre por fin de la traición de la monarquía y de los plutócratas, estará en condiciones de hacer o que debió haber hecho desde el comienzo: la socialización de Italia”.

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Otros fascista, opulentos y no de tan primera hora, escucharon con perplejidad y reprobación el comentario, en el que afloraban, sin embargo, supervivencias de aquellos bolsones ideológicos izquierdizantes que integraban en 1919/20 el mosaico del fascismo urbano, fuentes de pasajeras ilusiones para tantos hombres como Nenni.

Ignorar esos contenidos de “izquierda” en los momentos embrionarios del fascismo lleva a inhibir la capacidad de reconocer e identificar los gérmenes de fascismo que a veces aparecen alojados en ciertas formas de autoconciencia izquierdista.

El fascismo histórico y final fue el desarrollo de dos o tres elementos clave que en el momento de su gestación se hallaban insertados en un contexto ideológico que también incluía, confusamente, motivaciones revolucionarias.

Uno de aquellos elementos, quizá el principal, era la violencia, interiorizada y convertida en estilo.

Asumida como objeto de culto, con aditamentos militares, simbologías guerreras y urgencias por crear o imaginar circunstancias que justifiquen su ejercicio, la violencia siempre es fascistas, aun cuando la acompañen envoltorios de fraseología revolucionaria.


fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA" Capítulos 19, 20 y 21 


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¡BIENVENIDOS, GRACIAS POR ARRIMARSE!

Me atrevo a interpelar, por sentirlos muy cercanos, por más que las apariencias parecieran indicar lo contrario; insisto en lo de la cercanía, por que estamos en el mismo bote – que hace agua - , tenemos pesares, angustias y problemas comunes, recién después vienen las diferencias.

La idea es dialogar, hablar de nuestras cosas, hay textos que nos proporcionan la información básica – no única-, solo es una propuesta como para empezar. La continuidad depende de Ustedes, un eventual resultado adicional depende de todos.La idea es hablar desde un “nosotros” y sobre “nuestro futuro” desde la buena fe, los problemas exigen soluciones que requieren racionalidad, honestidad intelectual que jamás puede nacer desde la parcialidad, la mezquindad, la especulación.

Encontraran en “HASTA EL PELO MÁS DELGADO ...”, textos y opiniones sobre una temática variada y sin un orden temporal, es así no por desorganizado, sino por intención – a Ustedes corresponde juzgar el resultado -.Como no he vivido en una capsula, ya peino canas, tengo opiniones y simpatías, pero de ninguna manera significa dogmatismo, parcialidad cerrada.Soy radical (neto sin adiciones de letras ninguna), pero no se preocupen no es contagiosos … creo, solo una opción en el universo de las ideas argentinas. Las referencias al radicalismo están debidamente identificadas, depende de Ustedes si deciden “pizpear” o no.

El acá y ahora, el nosotros y el futuro constituyen la responsabilidad de todos.Hace más de cuatro décadas, en mi lejana secundaria, de una pasadita que nos dieron por Lógica, recuerdo el Principio de Identidad, era más o menos así: “Si 'A' no es 'A', no es 'A' ni es nada”, por esos años me pareció una reverenda huevada, hoy lo tomo con mucho más respeto y consideración. Variaciones de los mismo: no existe un ligero embarazo; no se puede ser buena gente los días pares.

Llegando al Bicentenario – y aunque se me tildé de negativo- siento que como pueblo, desde 1810, hemos estado paveando … a vos ¿qué te parece?. En algún momento perdimos el rumbo y ahí andamos “como pan que no se vende. Cuentan que don Ángel Vicente Peñaloza decía: “Como ei de andar, en Chile y di a pie, cuando hay de que no hay cunque, cuando hay cunque no hay deque”.

De tanto mirarnos el, ombligo y su pelusa, tenemos un cerebro paralitico, cubierto de telarañas y en estado de grave inanición. Padecemos una trágica concurrencia de factores que nos impiden advertir – debidamente -, este, nuestro triste presente y lo que es peor aún, nos va dejando sin futuro.

A los malos, los maulas, los sotretas, los villanos, los mala leche, los h'jo puta, los podemos enfrentar pero … ¿qué hacemos con los indiferentes, con los que solo se meten en sus cosas, y no advierten que el nosotros y el futuro por más que sean plurales son cosas personalisimas? Y luego dicen que quieren a sus hijos y su familia; ¡JA!, ¡doble JA!, ¡triple JA! (il lupo fero).

¡¡EL REY ESTÁ EN PELOTAS!!, dijo el niño de la calle, hijo de padre desconocido y madre ausente, ese niño es mi héroe favorito.

¿QUÉ ES PEOR LA IGNORANCIA O LA INDIFERENCIA?

¡¡NO LO SÉ Y NO ME IMPORTA!!

El impertinente, el preguntón es nuestra esperanza, nuestro “Chapulin Colorado”.

Mis querido “Chichipios” - diría don Tato- no olviden que además de ver el vaso medio vació o medio lleno, hay que saber que contiene – sino que le pregunten a Socrates - ¡Bienvenidos! Adelante. Julio


Mendoza, 11 de noviembre de 2009.