27 jul 2017

- 16 - MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA














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Bajo el régimen surgido del alzamiento militar que derrocó a Perón en setiembre de 1955, el desmantelamiento del Estado Peronista trajo como lógica implicación no sólo la aniquilación del Partido Peronista sino también el colapso de su identidad política, por lo menos en lo que respecta al papel que le había tocado desempeñar durante los nueve años precedentes.

E importante precisar aquí que el Partido Peronista murió, no exactamente por vías de su proscripción – medida a la que han sobrevivido clandestinamente otras fuerzas políticas sin sufrir problemas de identidad – sino por la destrucción de un determinado tipo de Estado con el que había mantenido una relación de consustancialidad.

Tratándose de un peculiar partido cuya naturaleza radicaba en su articulación con el Estado peronista, la desaparición de este Estado no pudo menos que implicar la desaparición del partido que en él encontraba su identidad y consistencia.

Presumir que el Partido Peronista – ese Partido Peronista – pudiera sobrevivir en la clandestinidad era tan absurdo como asignar posibilidades de supervivencia clandestina a un ministro o a una dirección de aduanas.

Pero al margen de la suerte corrida por el partido, el peronismo perduraba con explosiva vitalidad como sentimiento popular, buscando tesoneramente por su propio impulso de base formas de expresión, agregación y organización política – legal o clandestina – bajo el nuevo orden de cosas implantado por la Revolución Libertadora.

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Libre ya del enchalecamiento paraestatal que había para él el Partido Peronista, este peronismo popular amenazaba ahora con revivir el basismo laborista y aquel protagonismo de masas de 17 de octubre, perspectiva temida por Perón no menos que por los militares que lo habían derrocado.

En este marco se inicia la mistificación del “movimiento” y su sofisticada reelaboración conceptual como instancia superior de conducción estratégica en relación con la cual las expresiones políticas de base quedan reducidas a meras piezas tácticas.

El movimiento, es esta variante bizantina que es típica de la etapa posterior al golpe de 1955, emerge de hecho para reemplazar la demolido Estado peronista como factor de verticalización.

Esta es la clave del “movimientismo” peronista, fenómeno ausente o sólo larvado en el período 1946-1955, pero que luego asciende a primer plano para llenar el espacio dejado vacente por el Estado peronista en un esquema autoritario de conducción política.

Perón como sujeto en el exilio de una incontrastada voluntad política cuyo cuerpo místico es el movimiento, rescata para sí de este modo el papel regimentador que había desempeñado antes como jefe y encarnación del Estado-peronista, reabsorbiendo la iniciativa que bajo la Revolución Libertadora corría el peligro de ser recuperada por la masa peronista.

Las premisas básicamente fascistas que habían originado en Perón su peculiar concepción del Estado lo llevan en el exilio a elaborar el nuevo papel del movimiento, bajo cuya tutela podrá incluso renacer en su momento el Partido peronista con la misma naturaleza vicaria y táctica que lo caracterizó en el período
1946-1955, exhibiendo apariencias de una democracia interna autodeterminante que sólo disimulaban su pasiva ejecución a un centro de digitación externo.

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La necesidad de elaborar en estos términos el concepto de “movimiento” respondió también en gran medida a una importante peculiaridad que presentaba el peronismo en 1955, y que, en el marco de un proyecto político básicamente fascista, resultaba bastante llamativo: el peso arrollador de su componente obrero, ¿Cómo se explicaba esta situación?

Perón fue quizá el primer fascista “clásico” – por no decir el único- de la América latina.

Es decir, fue el primero en tomar nota de que el fascismo europeo era esencialmente un gran movimiento de masas, con una vasta base de consenso popular, lograda a través de política sociales concesivas.

En la Italia, esta particularidad pudo confundir incluso a un hombre de clara mentalidad socialista, como Bernard Shaw, quien tuvo sus momentos de debilidad por Mussolini, atribuyéndole el mérito de estar desarrollando “más socialismo práctico que el de muchos socialistas teóricos”.

En la Argentina, Lisandro de la Torre cayó en una apreciación similar de la obra mussoliniana, deplorando el hecho de que las corrientes fascistas locales de los años ’30 sólo adoptaran los aspectos represivos de su modelo italiano, dejando de lado sus contenidos sociales.

Manuel Gálvez, en su biografía de Hipólito Yrigoyen, formuló una crítica parecida.

Perón fue en su país el primero en recoger como línea de acción práctica esta concepción integral del fascismo, en su vertiente autoritaria y social.

Las masas populares, potencialmente peligrosas para el ordenamiento social existente, debían ser contenidas y controladas en resguardo de ese ordenamiento, pero en función de políticas concesivas que aseguraran su consenso.

Tal, en esencia, el esquema básico del proyecto que intento hacer valer Perón ante el empresariado argentino en la Bolsa de Comercio.

Los empresarios tenían que resignarse  a optar entre perder algo y perderlo todo.

Pero ocurre que un proyecto este sólo puede ganar apoyo patronal si se lo plantea ante una clase empresarial aterrorizada por evidencias visibles y palpables de una situación prerrevolucionaria en desarrollo.

Se ha dicho que un fascista no es más que un liberal asustado, y esta definición cuadraba cabalmente al empresariado italiano que escuchó, aceptó y financió el proyecto de Mussolini en los años que siguieron a la primera guerra mundial.

Acababa de triunfar la Revolución Rusa, que irradiaba hacia el resto del mundo oleadas de entusiasmo revolucionario, fortalecida además por la crisis económica de posguerra.

Italia se veía sacudida por huelgas y ocupaciones de fábricas en un proceso de agitación que por momentos parecía cobrar contorno insurreccionales, mientras el gobierno de Nitti alarmaba a los empresario evidenciando mayor propensión a negociar con los líderes obreros que a reprimirlos.

El Partido Socialista, además, se adjudicó en las elecciones parlamentarias de 1919 un éxito que lo mostraba aparentemente encaminado a convertirse en la mayor fuerza política del país.

En este cuadro, se enfrentaba el empresariado italiano con la evidencia de que su propio control del poder era cada vez menos compatible con ese sistema demoliberal que abría espacios al crecimiento del socialismo y a la acción sindical, lanzó Mussolini su propuesta política.

Se trataba de un proyecto todavía confuso, pero que encerraba para los sobresaltados empresarios italianos de la primera posguerra un preciso mensaje.

Había surgido en el país un grupo de hombres decididos a contrarrestar las aparentes vacilaciones de gobierno con un programa de acción directa, violenta e inmediata contra la dirigencia de izquierda, como primer paso hacia la instauración de un régimen  autoritario y de orden.

Era un programa costoso, que sobre la marcha demostraría serlo cada vez más, pero la apremiada burguesía italiana no vaciló en aceptarlo y respaldarlo como única alternativa aparente a su propia desaparición bajo la marea bolchevique.

Los empresarios italianos no dieron este paso porque les gustara darlo.

La idea de que el fascismo es una vocación natural e innata de la burguesía constituye otro de los dislates en que suele caer la extrema izquierda.

Nadie contrata un guardaespaldas porque le agrade la compañía de tales individuos, notoriamente caros, ordinarios y exigentes, a los que sólo se recurre bajo impulsos del terror.

No era éste el estado de ánimo con que escucharon a Perón los empresarios argentinos en 1944.

La Argentina era un país de industrialización incipiente, con una clase obrera poco numerosa, ganada por la izquierda sólo en algunos estratos minoritarios y engrosada ahora con un proletariado de extracción rural que carecía de conciencia política y de experiencia sindical.

Las manifestaciones de intranquilidad social conocidas hasta entonces nunca habían revestido una peligrosidad que rebasara las previsiones del orden vigente.

Por otra parte, la amenaza moscovita que había presentado perfiles aterradores ante los empresarios italianos de 1919 aparecía diluida ahora en la imagen apacible de un Stalin redefinido como aliado y buen amigo en la lucha común contra el Eje por las potencias occidentales de cuya cultura era tributario el empresariado argentino.

Sobre semejante trasfondo, los cuadros apocalípticos que describía Perón en sus vaticinios acerca de la posguerra no podían menos que presentar un aire irreal y divagatorio ante aquellos hombres de negocios reunidos en la Bolsa de Comercio, muchos de los cuales solían prodigar aplauso a Stalin cuando lo veían sonreír con fraterna bonhomía al lado de Roosevelt y Churchill en el noticiero Movietone.

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Las ideas del coronel, en suma, no se abrieron camino en ese mundo empresario todavía seguro de sí mismo.

O, en todo caso, se abrieron un camino muy estrecho, con adeptos ganados entre los escasos exponentes del nuevo empresariado de asalto que venía engordando con la forzada sustitución de importaciones impuestas por la guerra.

Perón, en otras palabras, ganó un apoyo más vergonzante que expresivo en ciertas franjas empresarias marginales a la poderosa burguesía tradicional, y a todas luces insuficientes para marcar el tono de repuesta que habría de encontrar el ascendente líder populista en las clases dominantes.

Los equivalentes argentinos del coloso industrial que era en la Italia de 1919 el grupo Ansaldo, primera fuente de respaldo empresario a Mussolini, se hallaban asociados a la Sociedad Rural y la Unión Industrial, cuya reacción a la propuesta de Perón resultó de un muy distinto tenor.

En contraste con el desesperado “sí” que recibió Mussolini de los empresarios italianos un cuarto de siglo antes, Perón recibió del empresariado tradicional argentino un “no” que habría de alcanzar extremos de ferocidad cuando el proyecto del coronel comenzara a cobrar dimensiones prácticas en términos de mejoras salariales, aguinaldo y vacaciones pagas.

Frente al “no” de empresariado argentino, la respuesta obrera a las propuestas de Perón fe un estrepitoso “si”, motivado en parte por las prácticas concesivas que los hombres de negocios habían repudiado y adicionalmente estimulado, además, por este rechazo patronal.

Y así, el proyecto que Perón lanzó sobre la escena argentina en 1944, aun compartiendo los objetivos básicos de que presentó Mussolini en la Italia de la primera posguerra, terminando por cosechar un espectro de respuestas sociales muy distinto del que obtuvo en su momento el Duce.

Todo proyecto humano sufre cambios en su contenido cuando se inserta en el devenir histórico.

El marxismo, por ejemplo, empezó por ser una idea en la cabeza de Carlos Marx y como tal no era todavía un hecho histórico.

Pero cuando Marx lo lanzó y le dio una inserción en la historia; cuando la idea fue ganando adhesiones, creando nuevas forma de conciencia colectiva y gravitando a través de ella sobre la vida política y social en términos de movimientos, partidos, acciones sindicales, revoluciones fue sufriendo al mismo tiempo un proceso de transformación.

Ingresado al flujo histórico, fue perdiendo componentes de su versión original y cobrando componentes nuevos, inicialmente imprevistos.

Su inserción en la historia lo llevó a recoger de ella sus contenidos finales, reivindicando para la historia la creatividad de su propio curso.

Este proceso fue particularmente rico en sorpresas para el proyecto de Perón.

Las particulares condiciones que presentaba la Argentina de 1944 embarcaron al fascismo básico del coronel en un curso de inserción histórica que habría de desencajarlo de su molde originario al exponerlo a un repertorio de respuestas sociales que no calzaban en el proyecto.

El fascismo histórico no es sólo un proyecto, sino un compuesto de proyecto y respuestas.

De estas últimas ha de extraer finalmente su historicidad.

Mussolini, con el apoyo empresario y una considerable base de masas, consiguió enchalecar a Italia durante décadas en un sistema forzado de conciliación de clases que de algún modo daba consistencia objetiva a su proyecto inicial.

En el caso de Perón, respuestas antagónicas de parte del gran empresariado y de la masa convirtieron irónicamente un mismo proyecto de conciliación de clases en detonante de la mayor guerra de clases jamás librada hasta entonces en la Argentina.

El fascismo siendo esencialmente un proyecto de contención de la masa, necesita tener fuera de ella su propio sujeto.

El de Mussolini lo tuvo, encarnado en aquella aprensiva burguesía italiana de la primera posguerra.

El de Perón, en cambio, emprende su proceso de inserción histórica sin encontrar este sujeto en el grueso del empresariado argentino.

Absurda y paradójicamente, Perón apareció proyectando frenos para la clase obrera a partir de una política que no acertaba a encontrar otro que la propia clase obrera, como quien tratara de contener un río mediante diques que flotaran sobre sus aguas.

La caída del régimen peronista en 1955 cierra de algún modo el ciclo de malentendido y abre curso a una nueva etapa en la que Perón, sin renunciar a su proyecto original, intentara instrumentar a partir de la lección aprendida de aquel primer colapso: un empresariado sereno y seguro de su propia suerte es un empresariado con el que no se puede contar.

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Durante el período 1946-1955, Perón se vio precisado a cubrir con formaciones suplentes el  papel desertado por la gran burguesía argentina.

Tal necesidad explica en gran medida el sobredimensionado papel asignado al Ejército como contrapeso del movimiento obrero.

La conciliación de clases, impuesta por Mussolini en la Italia fascista con la participación consensual y activa del empresariado, pasó a expresarse en su versión argentina como una “alianza militar sindical”, con lo militares convertidos en un sosía regiminoso de aquella alta burguesía recalcitrante y autoexcluida del régimen.

Era inevitable que esta asociación sólo durara lo que duró la prosperidad de posguerra, que permitió asegurar un consenso obrero no demasiado exigente a partir de un asistencialismo estatal no asumido como alternativa a cualquier reforma de fondo.

El debate sobre las circunstancias económicas que envolvieron el desarrollo del peronismo ha sido siempre un componente esencial en las discusiones en torno de la medida en que podía asignarse inspiraciones fascistas al proyecto y a la política de Perón.

La “izquierda nacional”, por ejemplo, ha consagrado no pocos esfuerzos teóricos al rechazo de todo análisis que atribuyera caracteres fascistas al régimen encabezado por Perón entre 1946 y 1955.

Una de las tesis más usada en respaldo de este afán es la de considerar al fascismo como un fenómeno típico del capitalismo avanzado.

Como movimiento de masa inscrito en los mecanismos de la economía capitalista, según este enfoque, el fascismo sólo sería posible en sociedades desarrolladas y de vocación imperial que pudiera financiar concesiones a sus propias clases obreras con recurso extraídos colonialmente de otros pueblos.

El fascismo europeo se habría asentado de esta manera sobre la posibilidad de compensar con plusvalías de ultramar una reducción de las plusvalías recabadas del proletariado metropolitano, generando así las condiciones necesarias para ganar consenso popular en favor de la colaboración de clases en el orden interno de las naciones dominantes.

Esta tesis es bastante cuestionable, al margen de las dudas que puedan suscitarse a propósito de la medida en que sea correcto considerar “avanzado” el estadio alcanzado por el capitalismo en Italia de la primera posguerra.

La objeción fundamental, y obvia, es esta: si las burguesías de los países que han llegado a tal estadio están efectivamente en condiciones de aplacar la intranquilidad obrera en el ámbito doméstico buscando fuentes de plusvalía en el exterior, no se comprende para qué podrían necesitar el fascismo, fenómeno que casi siempre ha entrado en escena como recuro extremo ante situaciones incontrolables de tensión social.

Una democracia como la que se desarrolló en los Estados Unidos bajo el New Deal de Roosevelt, consolidado en el marco de un welfare state de inspiración keynesiana, sería un destino mucho más lógico y previsible que el fascismo para una sociedad capitalista que esté en condiciones de resolver sus propios problemas sociales básicos con la succión de recursos externos.

Con todo, se puede acreditar un acierto parcial a la tesis de la “izquierda nacional” en la consideración de un fascismo integral al estilo europeo, con márgenes que le permitan adquirir consensos de masa mediante el asistencialismo de Estado, es bastante imprevisible en un país dependiente que, además de no contar con fuentes externa de plusvalía, sufre un constante drenaje de su propia riqueza en favor de las potencias dominantes.

Políticas y prácticas económicas impuestas desde el exterior trazan en la nación que las aplica las vías de este drenaje, ahogando toda posibilidad de desarrollo industrial autónomo, bloqueando la adquisición de tecnología, privilegiando capitales que vienen de afuera y que hacen fluir sus ganancias, manteniendo atada la economía del país a fortunas de producción primaria que abren curso a una ulterior evasión de riqueza a través del deterioro de los términos del intercambio.

Es indudable que un cuadro como éste, signado por la imposibilidad de acumular recursos, no abre muchos espacios para un fascismo asistencial de tipo europeo.

De este cuadro parecería deducirse que una política social concesiva , como la desarrollada por Perón durante el período 1946-1955, siendo teóricamente inexplicable en la dependiente Argentina de los años ’40 como producto de una estrategia fascista orientada a preservar el orden económico preexistente, sólo puede explicarse atribuyendo al peronismo componentes revolucionarios capaces de subvertir ese orden.

En una deducción de este tipo se asienta la tesis de la “izquierda nacional”.

Invalida esta deducción, sin embargo la situación anormal generada por la segunda guerra mundial, que abrió un paréntesis de varios años en la historia de la Argentina como país periférico y económicamente tributario de las grandes metrópolis industriales.

Durante ese singularísimo lapso, que abarca los años de la guerra y por lo menos el primer bienio de la posguerra, los mecanismos económicos de la dependencia quedaron en suspenso o funcionaron inclusive al revés,  ofreciendo a la Argentina un acceso tan excepcional como precario a los deleites y privilegios de las naciones dominantes.

Las potencias centrales vieron devastada por la guerra su actividad agropecuaria al tiempo que su aparato industrial abandonaba la línea de producción que les eran habituales para volcarse a la fabricación de pertrechos bélicos.

De este modo, y en el marco de una economía de guerra extendida a prácticamente a todo el mundo, cesó la oferta de los bienes manufacturados que tradicionalmente importaba la Argentina, mientras crecía, en cambio, la demanda mundial de carne y el trigo procedentes del granero rioplatense.

Inhibida de importar y fortalecida en su papel de exportador, la Argentina quedó embarcada en un acelerado proceso de sustitución de importaciones, al tiempo que encontraba para su propia producción agropecuaria un anhelante mercado internacional que le permitía fijar precios a su arbitrio.

En otras palabras, el flujo de divisas hacia afuera quedaba bloqueado mientras el proceso inverso se veía poderosamente engrosado, con lo que el deterioro de los términos del intercambio estaba funcionando, de alguna manera, al revés.

Esta Argentina, que engordaba con el hambre de Europa en una rara inversión del proceso normal, pudo disfrutar excepcionalmente de una economía de acumulación que la convertiría, si bien fugazmente, en un país “europeo”.

Es decir, un país dotado de la condiciones que la “izquierda nacional” visualizaba como habilitantes de un fascismo asistencial propio del capitalismo avanzado.

La alianza militar-sindical, fundada en la posibilidad de ganar consenso de masa a partir de una política de preservación del orden existente, germinó y prosperó en esta irregularidad histórica.

Pero al iniciarse la década de los años ’50, la anomalía estaba agotada.

Superados los efectos más distorsionantes de la guerra, los países centrales habían recuperado sus funciones de países centrales y los periféricos las suyas de periféricos.

Para la Argentina la aventura de la acumulación había llegado a su fin y el mero asistencialismo de Estado se hacía ya impracticable como fuente de consenso.

Para el peronismo, que había extraído su naturaleza de aquella anomalía histórica, se acercaba la hora de una opción que podía despedazar su identidad: había que elegir entre seguir custodiando la continuidad del ordenamiento económico-social existente a precio de perder el consenso de masa, o bien preservar ese consenso a precio de quebrar aquella continuidad impulsando reformas para las que no había cabida imaginable en el esquema de la alianza militar-sindical.

De uno u otro modo, esta alianza estaba condenada a la extinción.

En el frente militar – que ya entrevía claramente la necesidad de encarar a breve plazo un endurecimiento que llenara con la policía los huecos abierto por el asistencialismo en repliegue – se generalizó además la convicción de que el reemplazo de una política por otra no debía operarse como un cambio interno del régimen peronista.

El régimen peronista debía desaparecer.

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Aunque unidos en tal convicción, sin embargo, los militares argentinos estaban divididos en cuanto a sus fundamentos.

Y a partir de esta división se desarrollaron las dos grandes corrientes castrenses que habrían de rivalizar durante dos décadas tras la caída de Perón en el intento de marcar el rumbo de la vida política argentina.

El sector militar “liberal”, visceral e irracionalmente antiperonista, atribuía a Perón y a sus seguidores una suerte de perversidad intrínseca que planteaba a las Fuerzas Armadas la obligación moral de descartar un futuro aval castrense a cualquier solución política e institucional que los incluyera.

El sector militar “nacionalista”, encarnado en el general Lonardi y su entourage, cuyas raíces se hundían en la vieja alianza eclesiástico-militar que en 1945 había apoyado el proyecto de Perón como fórmula adecuada de contención de masas, conservaba aún aquella visión apreciativa del papel que atribuían al peronismo, per consideraba imposible ya que éste siguiera desempeñándose desde el poder.

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Al resurgir en el país las condiciones de normalidad económica que habrían de devolver a las comisarías el papel temporalmente desempeñado por el asistencialismo en la tarea de bloquear las presione sociales, los “nacionalistas” temían que una eventual asunción de la nueva política por parte del propio peronismo encerrara el peligro de desperonizar a la masa, dejándola nuevamente en disponibilidad para las conducciones de izquierda a las que había sido arrebatada en 1945.

Liberales y nacionalistas coincidían así en buscar el derrocamiento del peronismo; los primeros, para poner fin a lo que consideraban sus innatas perversiones; los segundos, para preservar lo que consideraban sus innatas virtudes.

Es probable que el propio Perón compartiera este último punto de vista.

La resignación con que se dejó acompañar por Mario Amadeo (*) hasta la cañonera paraguaya que lo llevaría al exilio acaso reflejara el asentimiento de ambos a este penoso recodo que imponía la historia al derrotero del peronismo para salvar la naturaleza originaria del movimiento.

El intento de dejar espacios abiertos para que el peronismo pudiera desarrollar desde la “oposición” el papel de regimentador de masas que ya no podía cumplir desde el poder resultó visible durante la efímera etapa lonardista de la Revolución Libertadora.

El esfuerzo por expulsar al peronismo de todos los niveles del poder coincidió con el intento de preservar el status del sindicalismo peronista, en una doble acción de apariencias contradictorias que el “liberalismo” militar consideraba escandalosamente reiterativo de la demagogia que se intentaba extirpar.

Con el posterior desmantelamiento de los sindicatos peronistas, tras la caída de Lonardi (**) y la consiguiente clausura de todo espacio legal para el movimiento, los militares “liberales” sólo consiguieron, en el fondo y a su pesar, perfeccionar los mecanismos de preservación ensayado por los “nacionalistas” en relación con el peronismo.

La persecución y la clandestinidad tuvieron a su respecto un efecto más tonificante y revitalizador que el papel de “oposición de su majestad” ideado por el equipo lonardista.

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(*)Mario Amadeo, nacionalista de derecha, ocupó la cartera de Relaciones Exteriores durante e fugaz gobierno del general Eduardo Lonardi, surgido de la insurrección militar que en setiembre de 1955 puso fin al régimen de Perón.

Amadeo facilitó la expatriación de Perón, garantizando su incolumidad mediante el gesto de acompañarlo hasta la cañonera que habría de llevarlo al Paraguay y oponiéndose con energía a la presión de sectores navales que exigían un ataque armado a la nave para capturar o matar al presidente depuesto, aun a precio de llegar a una ruptura de relaciones con el país vecino.

(**)Lonardi fue removido del poder el 13 de noviembre de 1955 como resultado de una conjura de palacio promovida por los sectores civiles y militares más antiperonistas, recelosos de la política contemporizadora emprendida bajo su gobierno en relación con el peronismo.

Reemplazó a Lonardi en la presidencia el general Pedro Eugenio Aramburu.


fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 40, 41 y 42 

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Me atrevo a interpelar, por sentirlos muy cercanos, por más que las apariencias parecieran indicar lo contrario; insisto en lo de la cercanía, por que estamos en el mismo bote – que hace agua - , tenemos pesares, angustias y problemas comunes, recién después vienen las diferencias.

La idea es dialogar, hablar de nuestras cosas, hay textos que nos proporcionan la información básica – no única-, solo es una propuesta como para empezar. La continuidad depende de Ustedes, un eventual resultado adicional depende de todos.La idea es hablar desde un “nosotros” y sobre “nuestro futuro” desde la buena fe, los problemas exigen soluciones que requieren racionalidad, honestidad intelectual que jamás puede nacer desde la parcialidad, la mezquindad, la especulación.

Encontraran en “HASTA EL PELO MÁS DELGADO ...”, textos y opiniones sobre una temática variada y sin un orden temporal, es así no por desorganizado, sino por intención – a Ustedes corresponde juzgar el resultado -.Como no he vivido en una capsula, ya peino canas, tengo opiniones y simpatías, pero de ninguna manera significa dogmatismo, parcialidad cerrada.Soy radical (neto sin adiciones de letras ninguna), pero no se preocupen no es contagiosos … creo, solo una opción en el universo de las ideas argentinas. Las referencias al radicalismo están debidamente identificadas, depende de Ustedes si deciden “pizpear” o no.

El acá y ahora, el nosotros y el futuro constituyen la responsabilidad de todos.Hace más de cuatro décadas, en mi lejana secundaria, de una pasadita que nos dieron por Lógica, recuerdo el Principio de Identidad, era más o menos así: “Si 'A' no es 'A', no es 'A' ni es nada”, por esos años me pareció una reverenda huevada, hoy lo tomo con mucho más respeto y consideración. Variaciones de los mismo: no existe un ligero embarazo; no se puede ser buena gente los días pares.

Llegando al Bicentenario – y aunque se me tildé de negativo- siento que como pueblo, desde 1810, hemos estado paveando … a vos ¿qué te parece?. En algún momento perdimos el rumbo y ahí andamos “como pan que no se vende. Cuentan que don Ángel Vicente Peñaloza decía: “Como ei de andar, en Chile y di a pie, cuando hay de que no hay cunque, cuando hay cunque no hay deque”.

De tanto mirarnos el, ombligo y su pelusa, tenemos un cerebro paralitico, cubierto de telarañas y en estado de grave inanición. Padecemos una trágica concurrencia de factores que nos impiden advertir – debidamente -, este, nuestro triste presente y lo que es peor aún, nos va dejando sin futuro.

A los malos, los maulas, los sotretas, los villanos, los mala leche, los h'jo puta, los podemos enfrentar pero … ¿qué hacemos con los indiferentes, con los que solo se meten en sus cosas, y no advierten que el nosotros y el futuro por más que sean plurales son cosas personalisimas? Y luego dicen que quieren a sus hijos y su familia; ¡JA!, ¡doble JA!, ¡triple JA! (il lupo fero).

¡¡EL REY ESTÁ EN PELOTAS!!, dijo el niño de la calle, hijo de padre desconocido y madre ausente, ese niño es mi héroe favorito.

¿QUÉ ES PEOR LA IGNORANCIA O LA INDIFERENCIA?

¡¡NO LO SÉ Y NO ME IMPORTA!!

El impertinente, el preguntón es nuestra esperanza, nuestro “Chapulin Colorado”.

Mis querido “Chichipios” - diría don Tato- no olviden que además de ver el vaso medio vació o medio lleno, hay que saber que contiene – sino que le pregunten a Socrates - ¡Bienvenidos! Adelante. Julio


Mendoza, 11 de noviembre de 2009.