22 jul 2017

- 11 - MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA















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El primer pecado al que están expuestas todas las revoluciones triunfantes es el de la soberbia.

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Algunos han tratado de resistirlo, casi nunca con éxito, pero evidenciado por lo menos en algún momento de su trayectoria cierta conciencia de problema.

Otras se han abandonado se han abandonado a ella voluptuosamente y sin reservas.

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La revolución cubana figura, por antonomasia, entre estas últimas.

La soberbia revolucionaria se desarrolla en dos momentos críticos.

El primero es el de la autoglorificación, que produce en la revolución una versión deformada de su propia génesis histórica a fuerza de depurarla de los componentes impuros, cuestionables o poco decorosos que todo proceso revolucionario incluye.

El segundo es el de la postulación de la propia imagen, ya mistificada y adulterada por la autoglorificación, como modelo universal.

A Lenin se le pueden objetar mucha cosas, pero no la de haber caído en esta vanidad.

Él tuvo conciencia conciencia en su momento del peligro que podía representar para la suerte de otros procesos revolucionarios la adopción universal de modelo ruso.

De hecho, sus últimos años lo muestran cas obseso por prevenir a los comunistas europeos contra la tentación de ver en la toma insurreccional del Palacio de Invierno – producto de excepcionales e irrepetibles circunstancias históricas – un camino obligado e insoslayable.

El castrismo no nació dotado de esta sabiduría, y una vez tomado el poder, se dedicó a reelaborar su trayectoria hacia el en una grandilocuente reconstrucción histórica que marginó del proceso todo factor extraño a la épica guerrillera, y cuyo resultado fue el de impedir una conciencia objetiva de los hechos que condujeron al derrocamiento de Batista.

Para cualquier adolescente cubano de nuestros días, cuyo conocimiento de la revolución que lo ha formado no tiene otra fuente que la incontrastada historiografía oficial, puede resultar increíble el dato de que, en Argentina de los últimos años ’50, la primera propuesta de enviar armas a esos valientes jóvenes que se batían en la Sierra Maestra contra la dictadura de Batista no provino de grupo alguno que pudiera calificarse de revolucionario izquierdista o siquiera popular, sino del almirante Isaac Rojas, un conservador considerado arquetípico del “gorilismo”.

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La de Rojas, por otra parte, no fue una iniciativa individual aislada y excéntrica, sino una actitud representativa del estado de ánimo con la lucha de Castro y sus guerrilleros contra el régimen de Batista era seguido, con matices en más  matices en menos, por todo el orden constituido del hemisferio, incluido el Departamento de Estado norteamericano.

La historia de aquellos días no registra un solo paso efectivo de los Estados Unidos encaminado a frenar, entorpecer o impedir la marcha de Castro hacia La Habana.

No entraron en escena los marines, como habrían de hacerlo pocos años después en la República Dominicana, ni hubo intervenciones indirectas, como la de 1954 en Guatemala.

Fueron muchas, en cambio, la señales de la benevolencia con que la administración de Dwigth Eisenhower encaraba el apoyo abierto ofrecido a los revolucionarios cubanos por gobiernos amigos o tolerados como el venezolano Betancourt o el costarricense de Figueres.

La naciente revolución cubana, lejos de ser visualizada en eso días como incubadora de un rabioso estado socialista, parecía inscrita más bien en la moderada estrategia de la Legión del Caribe, un movimiento que muchos consideraban inspirado secretamente por Washington y que agrupaba a las fuerzas democráticas en lucha contra las dictaduras del área.

Es notoria la trayectoria pendular que ha seguido siempre la política hemisférica de los Estados Unidos.

Desde los años ’30 por lo menos, la defensa de los intereses norteamericanos en la región se ha venido cifrando alternadamente en la instalación de regímenes dictatoriales y en la promoción de controlables alternativas democráticas a las dictaduras cuando estas se desgastaran.

La Legión del Caribe, aun al margen del acierto o del error de las especulaciones que le atribuían una relación vicaria con el Departamento de Estado, calzó de hecho en este segundo momento de la política hemisférica estadounidense.

Y la insurrección castrista surgida en el marco de la Legión, con el aval de prestigiosos líderes legionarios como Bentancourt y Figueres, se vio amparada por una clara apuesta de Washington a la posibilidad de ver convertido a Fidel Castro, con semejantes apoyos y acompañamientos, en un Bentancourt cubano.

La propia configuración interna del movimiento que sirvió de base al triunfo castrista refleja ese enfoque internacional del proceso cubano, con hombres como Miró Cardona y Prío Socarrás, entre los aliados de la guerrilla, mientras que el Partido Socialista Popular (comunista) se disociaba de lo que a su entender constituía una aventura “putchista” escenificada en la Sierra.

Sobre este telón de fondos, que incluía consentidos campos de entrenamiento en México, consentidos centros de reclutamiento en los Estado Unidos, el activo apoyo de Venezuela y una favorable campaña continental de prensa encabezada por el caluroso procastrismo de New York Times, es más que legítimo preguntar si el ascenso de castro al poder fue realmente una victoria exclusiva de la guerrilla.

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Castro, en rigor, llegó victoriosamente a La Habana con todo el establishment del hemisferio convertido en su retaguardia logística.

Y cuando se es catapultado hacia el poder a partir de tan colosal base de apoyo, el detalle de la caligrafía operativa elegida para materializar la toma del poder sea la guerrilla no puede considerarse el componente central del cuadro.

No es posible cuantificar porcentualmente el peso específico de cada uno de los factores que confluyeron en el triunfo de la revolución cubana y sería arbitrario en consecuencia, asignar a la guerrilla el 15, el 20 o es 25 por ciento del total.

Pero con ese total a la vista, la acción guerrillera queda inevitablemente reducida a la dimensión de un factor secundario en el contexto del proceso revolucionario cubano frente  a la magnitud de los apoyos internos e internacionales que pavimentaron el camino del castrismo al poder, incluida la autoinhibición de la formidable capacidad represiva que pudieron desplegar – y que no desplegaron – los Estados Unidos.

Tras la toma del poder, sin embargo, la soberbia revolucionaria impuso su lógica en la formación de la autoconciencia castrista, rescatando sólo aquel componente menor del proceso para convertirlo en factor único y autosuficiente del triunfo revolucionario, borrando de la historia todo aquel poderosísimo y decisivo conjunto de factores extraños a la guerrilla.

Un fenómeno histórico terriblemente complejo, en el que una vasta alianza interna se articuló con un excepcional esquema de respaldo, avales y permisividades internacionales, fue reducido simplísticamente en su posterior reconstrucción oficial a una pura operación militar, a una heroica  todopoderosa gesta guerrillera que absorbía en sí misma todas la potencialidades, todas las causas eficientes, todos los agentes motores, aportados en realidad por los otros componentes ignorados de proceso.

Semejante falsificación de la propia historia sólo fue posible a precio de insuflar en el concepto de acción revolucionaria un monstruoso voluntarismo.

Al quedar excluidas de la autoconciencia castrista todas aquellas definitorias realidades extraguerrilleras que llevaban inscritas las condiciones y posibilidades objetivas de la revolución, ese universo de condiciones y posibilidades fue subrepticiamente trasplantado del mundo exterior a la subjetividad del combatiente revolucionario, a la voluntad omnímoda del guerrillero.

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El voluntarismo castrista destiló de esa manera una ideología aberrante que prescindía de lo externo, de lo dado, en una suerte de inmanentismo revolucionario que hacía de la revolución un producto de la propia y voluntariosa subjetividad.

Entre la guerrilla y sus metas sólo mediaba la portentosa voluntad guerrillera de alcanzarlas, sin abrir crédito a la existencia de mediciones externas, objetivas históricas.

La revolución, como hazaña de la voluntad revolucionaria, aparece como generando sus propias posibilidades en vez de recogerlas del mundo exterior.

En este sentido la revolución se vive a sí misma como acto puro, y como tal ahistórico.

Dotado de una factibilidad inmanente y no tributaria de contexto histórico alguno, la revolución termina por ser posible siempre y en cualquier parte, a condición de que haya voluntad revolucionaria capaz de desearla.

Es posible en la Cuba de Batista y en la Venezuela de Bentancourt, en la Bolivia de Barrientos y en la Argentina de Illia, bajo el régimen militar brasileño o en la “Suiza de Sudamérica.

Si un intento revolucionario se frustraba en cualquiera de estos escenarios, el fracaso era atribuible, no al peso de condiciones históricas determinadas, sino a fallas internas del combatiente revolucionario, a un déficit de combatividad, de heroísmo, de convicción.

No era un problema de condiciones objetivas adversas sino de insuficiencias en la construcción de la personalidad revolucionaria.

Adscritas las posibilidades y condiciones de la revolución a la voluntad del guerrillero, el ejercicio de esta voluntad no podía menos de atribuirse a individualidades colosales.

El desenfrenado sobredimensionamiento de la guerrilla como factor de la revolución llevaba forzosamente implícita la promoción del guerrillero a una naturaleza sobrehumana y selecta, discriminada de la humanidad corriente y moliente, la humanidad de la muchedumbre.

El Héroe, el gran Combatiente – Ernesto “Che” Guevara – es el personaje que sobrelleva los principales acentos de la mitología revolucionaria cubana y cubanista, una mitología que subraya con mayor originalidad y convicción el arquetipo del “Comandante” que el papel de la muchedumbre, pese a la abrumadora presencia de masas en tomo del castrismo tras la toma del poder.

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Mientras las referencias del folklore castrista a la masa son adaptaciones casi administrativas de la retórica masista del comunismo clásico, sus énfasis más genuinos caen, por ejemplo, sobre los doce sobrevivientes del legendario desembarco rescatado por la historiografía oficial como punto de partida de la gesta revolucionaria cubana.

¡Qué imagen peligrosa la de esos doce héroes, ese puñado de individualidades formidables que habría de cambiar la historia de Latinoamérica. (*)

El órgano oficial del partido Comunista Cubano lleva un nombre que no incurre en la temática de L’Unita italiano o de L’Humanité francés, denominaciones alusivas a multitudes.

Fue bautizado Granma, en recuerdo y exaltación de aquel vientre mitológico que parió sobre las playas de Cuba a esos doce semidioses.

La voluntad revolucionaria es como la fe cristiana que permite mover montañas a quien la tiene.

Los titulares de esa fe, capaces de subvertir la leyes físicas en la proeza del milagro, son también unas pocas individualidades superiores, figuras de santoral.

Los titulares de la voluntad revolucionaria comparten de alguna manera esta naturaleza sobrenatural, que les consiente desarrollar acciones no dependientes de condiciones objetivas, actos tan subversivos de la legalidad histórica como puede serlo la fe de la legalidad física.

Hay aquí, como entre el santo y la multitud que lo venera, una dicotomía entre el combatiente revolucionario y el hombre común.

La acción, entendida como una relación dialéctica entre un sujeto que la desarrolla y un mundo objetivo que la posibilita, sólo existe en el nivel del hombre común, condenado a elegir entre posibilidades dadas, entre posibilidades delineadas por un mundo que lo rebasa.

La acción revolucionaria, libre de estas dependencias, es absoluta e indiferente como tal a la solidez de lo externo.

El guerrillero, sujeto al inmanentismo revolucionario produce revoluciones como el santo produce milagros, en un quehacer vedado a la multitud.

Lenin advertía contra esa vanidosa anteposición de la subjetividad revolucionaria al consciente y exigente mundo de los hechos, pasados y presentes, que la condicionan.

“Lo hechos son testarudos”, decía.

Para el voluntarismo revolucionario castrista, la única testarudez que vale es la del guerrillero.

(*)En 1967, Castro describió su propia revolución como “la Revolución nacida de la nada” en lo  que puede considerarse una buena definición del inmanentismo revolucionario. La cita completa es la siguiente: “La revolución que ha nacido de la nada, la revolución que ha nacido de un minúsculo grupo de hombres que ha vivido durante años en la sierra, es una revolución que tiene derecho propio a la existencia”. Es posible que la cita no reproduzca con exactitud los términos de la declaración original, pues se trata de una retraducción al español de una versión italiana. (Fidel Castro, “Per i comunista dell’America latina o la Rivoluzione a la fine”. Feltrinelli, Milan, 1967, p.72.)

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La revolución cubana, ya deformada, estilizada y descontextualizada de su historia real por obra de la soberbia revolucionaria fue proyectada luego como modelo sobre el resto de Latinoamérica.

Con lo que el castrismo cometió dos pecados en uno: el querer exportar la revolución cubana, y el de querer exportar, a título de “revolución cubana” una cosa que nunca había ocurrido en Cuba.

“La Revolución Cubana ha demostrado que la guerrilla puede destruir un poderoso ejército profesional. ¡Si lo pudimos hacerlo nosotros, también ustedes pueden hacerlo!

¿Quién no recuerda este cliché argumental mil veces reiterado en discursos y declamaciones castristas a lo largo de los años ’60?

Tal fue el mensaje específico del castrismo a la América Latina, la fórmula del llamamiento cubano a la insurrección continental.

Toda una generación fue convocada a luchar y morir en la instrumentación de un modelo operativo que era una lisa y llana falsedad.

Si el llamamiento hubiera sido una exhortación a hacer lo que la revolución cubana realmente demostró que podía hacerse, habría encerrado una serie de recomendaciones bastantes más complejas, de alcances bastantes más restringidos y de un tono bastantes más modestos.

Habiendo sido, por lo pronto, un mensaje menos universal, con el elenco de sus destinatarios limitado a quienes estuvieran padeciendo dictaduras similares a la de Batista.

Habría incluido, además, entre otras recomendaciones, la de limitar el objetivo perseguido a la restauración del pluralismo democrático, la de promover una alianza entre todos los sectores susceptibles de coincidir en una acción conjunta para alcanzar la meta, la de convencer a Washington de que esta acción no apuntaba a lesionar intereses norteamericanos básicos, la de conseguir – bajo la así asegurada benevolencia estadounidense – el respaldo activo de los más poderosos gobiernos del hemisferio, la de combatir siempre con el escapulario en la mano y la de persignarse con horror toda vez que se recibía una acusación de complicidad con el comunismo.

Pero la lógica de la soberbia revolucionaria no podía incluir semejantes recomendaciones en la promoción latinoamericana de modelo castrista, sin reconocer el papel de poderosos factores ajenos a la guerrilla en la historia real de la revolución cubana.

Una admisión de este tipo restaría grandiosidad a la guerrilla, cuestionaría la omnipotencia de la voluntad guerrillera, dejaría en descubierto el hecho de que sólo una parcela secundaria de la revolución cubana había pasado por la Sierra Maestra, mientras el resto del proceso que acabaría con Batista pasaba por manejos de cancillería, disponibilidades empresarias y avales de moderadas fuerzas políticas tradicionales.

La promoción de la revolución cubana como modelo universal tuvo que sujetarse entonces a la necesidad de preservar su imagen contra todas esas impurezas – iconográficamente irreproducibles – de la vida real.

Y en esta tarea de autopreservación mitológica, el modelo que se lanzó sobre el continente fue el de la violencia omnipotente, el de los “diez, cien, mil Vietnam”, el de una guerra mesiánica e imposible, en la que fueron asumidos como enemigos aquellos a quienes el castrismo de la Sierra había tenido a su lado como condescendientes aliados y proveedores de municiones.

Millares, digo millares de jóvenes latinoamericanos fueron arrojados a la muerte durante los últimos veinte años al servicio de esta monumental distorsión, como un tributo pagado en sangre al narcisismo revolucionario de La Habana.

Con este rito sacrificial empalma la religión montonera del heroísmo, de la violencia sacramentalizada, de la muerte purificadora, ingredientes de un elitismo militar convertido en fuente de una conducción política estratificante. (*)

Se está ingresando aquí en un campo de interrogantes terribles para una cultura de izquierda como la que me llevó a mí a engrosar en los años ’60 las falanges latinoamericanas de adoradores y divulgadores de la Cuba revolucionaria.

¿Es posible que las inclinaciones predisposiciones y prácticas identificadas aquí como fascistoides en su variante montonera sean rastreables hasta la propia revolución cubana?

La pregunta, de cualquier manera, abre quizás caminos inesperados hacia una explicación del para muchos enigmático ensamblamiento que se operó en la ascendencia cultural de Montoneros entre cubanismo y el otro gran componente de humus histórico en el que germinaron los escuadrones de Mario Firmenich: el peronismo.

(*)Sería injusto, una vez localizadas las matrices e inspiraciones guevaristas de montonerismo, no subrayar también las grandes diferencias que, sobre todo en el campo ético, mediaban entre la guerrilla del “Che” y el terrorismo de firmenich.

La figura moral de Guevara, al margen de cuanto pueda haber de censurable en sus convicciones estratégicas  en su reducción militarista de las luchas políticas, se define a través de episodios como el del ataque ordenado en Bolivia por el “Che” contra un par de camiones el ejército y suspendido a último momento al descubrirse que dormían algunos militares dentro de los vehículos.

Hay un abismo moral entre esta actitud caballeresca y el canallesco debate desarrollado en el seno de la conducción montonera al proyectarse el atentado de 1979 contra el entonces secretario de Planeamiento Guillermo W. Klein, quien habría sobrevivido por milagro junto con su familia a las cargas de dinamita que prácticamente demolieron su residencia.

Un documento interno elaborado por el grupo semidisidente conocido como el de “los tenientes” menciona este debate como uno de los fundamentos de la propia disidencia entre limitar el atentado al funcionario o matar también a sus hijos, todos ellos niños muy pequeños.

El documento atribuye a Firmenich la posición infanticida, mientras deja constancia de la posición disidente fundada en la argumentación igualmente abominable de que la matanza de lo niños “nos puede aislar de las masas”.

Había en los primeros años del guerrillerismo latinoamericano que siguió a la revolución cubana un “estilo Guevara” que excluía el crimen político, el secuestro extorsivo (+), el asalto, el asalto de bancos, el bandolerismo revestido de fines revolucionarios.

Muerto el “Che”, en 1967, también murió con él esta guerrilla impoluta y romántica.

La lucha armada ultraizquierdista se desplazó rápidamente hacia las metodologías mafiosas y el terrorismo de la guerrilla urbana teorizada por Marighela.

Los montoneros fueron quizás la variante más arquetípica y sangrienta de este nuevo estilo.

Entre las grandes responsabilidades de Cuba en el drama latinoamericano de las últimas décadas figura la de haber asistido impasible y sin el menor pestañeo crítico a este tránsito entre ambas modalidades de la lucha armada, asegurando a los killers de Firmenich el mismo respaldo que dio antes a las aventuras salgarianas de Guevara.

(+)Un aporte desde el blog a lo planteado por el autor. Tal fue el caso del secuestro de Fangio en Cuba durante la dictadura de Batista. Conforme al testimonio del “Chueco” Fangio durante el tiempo que duró su cautiverio nació una cordial relación que continuó a posterior del triunfo revolucionario.

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En una etapa más avanzada de mi niñez, superada y olvidada ya la obsesión por la botella-duende, viví un periodo de apasionamiento casi igual de obsesivo por las adivinanzas.

Mis mayores simpatías quedaban reservadas para quienes contarme alguna; mi primera meta ante cualquier revista que caía en mis manos era la página de charadas.

Creo que las adivinanzas constituyen, para cualquier niño que caiga como caí yo bajo su encanto, una amble vía de acceso a la edad de la razón, al reconocimiento de que existe, fuera de nosotros, un mundo sólido, resistente a nuestros caprichos, sujeto a leyes extrañas a nuestro arbitrio.

En la arbitrariedad reside quizás la fascinación del ludismo mágico propio de la primera infancia, una edad en la que el mundo se nos ofrece sin identidad propia, sumiso a las identidades que, jugando con él, nos dignamos dispensarle.

La escoba que en mundo de los adultos es irreductiblemente una escoba, adquiere en el mundo de los niños una suerte de ductilidad ontológica que le permite sobrellevar sucesiva e impredictiblemente la naturaleza de un sable, de un proyectil o de un caballito.

Ese mundo maleable y complaciente carece de un ser que se nos imponga.

Nos sobreviene desprovisto de durezas y de lógicas independientes de nosotros que conviertan en algo previsible el futuro de cada cosa.

De adultos, en cambio, quedamos en merced de un mundo que nos dicta casi coactivamente nuestro comportamiento con las cosas, creando a nuestro alrededor un monótono sistema de destinos y previsibilidades.

La escoba nos destina, sin alternativas, a barrer con ella, como la silla nos destina a sentarnos y el lápiz a escribir.

Cada cosa nos supone una lógica propia a partir de la cual todo es previsible.

¿Pero puede alguien prever lo que va hacer un niño con una escoba?

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El ser de la escoba – su ser lanza, proyectil, caballito o hasta escoba – ni es algo que el niño recibe ya hecho de ella como una pauta de conductas predeterminadas, sino algo que el niño comete con ella.

La conducta del adulto es una consecuencia del ser; la del niño es su condición.

Pasar de esta vida libre y arbitraria que retoza en la imprevisibilidad a una vida de conductas previstas y predeterminadas por lógicas externas es siempre un tránsito difícil y penoso.

Pero si en este pasaje tropezamos con una adivinanza, estamos salvados, transponemos el umbral entre la magia y la razón, casi sin darnos cuenta.

Porque el encanto de la adivinanza radica en que su desenlace es a la vez impredecible y racional, sorprendente y lógico.

Por su intermedio, la razón ingresa en nuestras vidas como un momento inesperado de la magia.

Casi todas las adivinanzas, con todo, nos introducen en lógicas ramplonas, en la mera racionalidad de lo cotidiano.

La razón que nos descubren sus desenlaces nos fascina por el trámite sorpresivo de su exordio, y no por su contenido.

“Hay una cosa que es  a la vez dos cosas. ¿Sabes cuál es?”, me preguntó en cierta ocasión mi tío.

El problema me dio vueltas un rato en la cabeza sin embocar con una solución. “¡Un par de zapatos!”, reveló mi tío. ¡Ah claro!

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Todo el encanto reside en este descubrimiento, en lo que Koehler llamaba la “Ah experience”, pero no en la cosa descubierta, la sencilla logicidad ya sabida del uno y el dos fundidos en el par.

Pero hay adivinanzas excepcionales, que nos abisman sobre una racionalidad más profunda, fascinante ella misma más allá de la fascinación de descubrirla.

Una racionalidad cargada de mensajes y claves de otras racionalidades que la razón de todos los días ignora.

Hay una adivinanza de este segundo género que me cautivó cuando la escuche por primera vez – a los 10 o 12 años de edad – y que me sigue cautivando aun hoy al ofrecerme en su desenlace la sensación de haber descubierto una clave de la historia humana.

La adivinanza tiene por protagonista a un explorador inglés que se pierde en una jungla.

El hombre pasa días y días deambulando sin rumbo entre árboles y bejucos, hasta que de pronto, cuando ya está perdiendo la esperanza de encontrar una salida, se ve rodeado por una docena de belicosos nativos, armados de lanzas y escudos.

Capturado por estos guerreros de aspecto temible e intenciones indescifrables, el explorador es conducido hasta una aldea en cuyo centro se yergue lo que la adivinanza describe, con la cándida incongruencia de estas historias, como un fabuloso palacio.

El cautivo y sus captores entran en el edificio, recorren largos y alfombrados corredores y trasponen macizas puertas franqueadas por otros guerreros de custodia, hasta que los recibe, finalmente, sentado en su trono, el anciano rey de la tribu.

El monarca saluda afablemente al prisionero en sorpresivo inglés y le comunica apesadumbrado que las severas leyes de su reino prevén lamentablemente la pena de muerte por decapitación para todo extranjero que pise el territorio del país.

Pero se trata también de una legislación prudente y generosa, que concede al intruso la posibilidad de salvar su vida si acierta con la solución de una adivinanza.

“Tengo cinco esclavas, tres de ellas con ojos azules y dos con ojos negros”, dice el rey, “Estas mujeres tienen una particularidad: las de los ojos azules siempre dicen la verdad; las de  ojos negros siempre mienten. Dentro de unos instantes, las cinco comparecerán en fila ante nosotros, todas ellas encapuchadas, y usted podrá formularles sólo tres preguntas. No tres a cada una de ellas sino tres en total. Si con ellas logra descubrir el color de los ojos de las cinco, quedará en libertad y convertido en huésped de mi reino”.

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El rey golpea las manos y las cinco esclavas encapuchadas ingresan en la sala de trono guiadas por un guardían.

El explorador, tras unos momentos de reflexión, pregunta a la primera: “Qué color de ojos tienes”.

La mujer contesta en el dialecto de su tribu, ininteligible para el prisionero.

El inglés protesta, se declara lesionado en su derecho a su fair play y exige que le traduzcan la respuesta.

El anciano rey le explica que las severas leyes de su reino no consienten agregar aclaraciones a una respuesta ya formuladas.

“Usted ya gastó una pregunta”, dice. “La única concesión que le pudo hacer ahora es la de ordenar a las esclavas que contesten en inglés a las otras dos”

El explorador pregunta entonces a la segunda esclava: “Qué color de ojos dijo tener tu compañera” y la mujer contesta: “Negros”.

El cautivo dirige luego la única pregunta que le queda a la tercera encapuchado (sic) de la fila: “¿De qué color son los ojos de la esclava que acaba de contestarme?”. La respuesta: “Azules”.

El explorador medita unos instantes y dice finalmente al rey: “Tengo la solución: la primera esclava tiene ojos azules; la segunda y la tercera negros y las otras dos azules”.

Removidas las capuchas, se comprueba que el explorador ha acertado.

Y mientras comienzan los festejos para agasajar el flamante huésped del reino, el viejo monarca pregunta al inglés: “¿Adivinó usted por azar o siguió algún razonamiento lógica para dar con la solución?”.

“Fue una deducción lógica”, explica el inglés. “Aunque no entendí a la primera esclava yo sabía de antemano lo que iba a contestarme. Forzosamente debía decirme que tenía los ojos azules, sea porque los tenía efectivamente de ese color, en cuyo caso me diría la verdad, sea porque los tenía negros, en cuyo caso no podía menos de (sic) mentirme diciendo que los tenía azules. Esto me permitió saber que la segunda esclava era de ojos negros, pues era obvio que mentía al afirmar que la primera había dicho tener los ojos de ese color. Del mismo modo deduje que también la tercera tenía los ojos negros porque había atribuido falsamente a la segunda ojos azules. Localizadas así las dos esclavas de ojnos negros, estaba claro que las otras tres los tenían azules.

El viejo rey felicitó a su huésped, y comenzó la fiesta.

Lo apasionante de esta adivinanza es la nueva luz que arroja su desenlace sobre la verdad en lo que está tiene, no ya de acto cognoscitivo, sino de momento de comunicación entre los hombres.

De alguna manera, el relato deja descifrada una de la historia humana en la medida en que ésta es, casi íntegramente, historia de aquella intercomunicación.

Todo el razonamiento del explorador inglés brota de la sencilla pero a la vez sorprendente evidencia de que los dos grupos de esclavas, siendo representativos de principio antagónicos – la Verdad y la Mentira, el Bien y el Mal -, y precisamente por serlo, tienen que decir siempre y necesariamente las mismas cosas.

El antagonismo de los valores conduce, con incontenible fuerza lógica, a una identidad de lenguaje. ¿No es apasionante está comprobación?

Cuando leí por primera vez “El Aleph”, de Borges, cuyo protagonista logra tener acceso al único punto del Universo en que todo el Universo se refleja, asocié este prodigio con la adivinanza de las esclavas en una divagación quizás un poco delirante, pero no tanto, que me llevaba a ver en la hazaña lógica del explorador inglés un punto de la historia humana que encerraba la verdad de toda ella.

Retomando ahora ese vuelo de asociaciones divagatorias, advierto que la adivinanza de las esclavas me remite a Gramsci y al lema que Gramsci eligió para la revista Ordine Nuovo: “La Verdad es Revolucionaria”.

De Marx en adelante, la creencia en este supuesto ha sido siempre consustancial con la izquierda, así como lo ha sido la inferencia lógica que lleva a postular, junto a ese nexo de consanguinidad entre la Revolución y la Verdad, un simétrico nexo de consanguinidad entre la Reacción y la Mentira.

¿Pero qué ocurre si, a la luz del lema gramsciano, las esclavas de ojos azules resultan asimiladas a la izquierda y las de ojos negros a la derecha?

Ocurre que la misma lógica empleada por el explorador inglés para resolver la adivinanza aparece embarcando a estas dos grandes opciones políticas en unapeculiarísima dialéctica que tiende a fundar sobre el antagonismo existente entre ambas un universo de palabras compartidas.

A partir de las implicaciones que extrae de la adivinanza de las esclavas el lema de Gramsci, me veo remitido ahora, en una tercera escala de este vuelo divagatorio, a “La historia de la guita”, un divertido shwo musical de Enrique Silberstein, que alternando actuaciones escénicas con proyecciones de dibujos humorísticos pretendía mostrar la historia humana en una teatralización del materialismo histórico marxista.

Varios dibujos de Oski proyectados en rápida sucesión sobre el fondo del escenario marcaban el punto de partida de esta historia, explicaba en off por una característica voz de comentarista deportiva que parecía relatar un partido de fútbol.

El primer dibujo mostraba aun sonriente hombre de las cavernas que se encaminaba de regreso a su cueva con un gran jabalí al hombro satisfecho de lo que parecía haber sido una fructífera jornada de caza.

El dibujo siguiente presentaba a un segundo hombre de las cavernas, muchos más alto y fornido que el primero. Llevaba en la mano un par de escuálidas aves que explicaban su rostro malhumorado. Como cazador, había tenido bastante menos suerte que su pequeño congénere.

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Continuando la secuencia de dibujos, los dos hombres se encuentran.

El más pequeño y afortunado mira con una sombra de aprensión al grandote, mientras éste observa con ojos codiciosos la apetitosa presa de su prójimo. De pronto el rostro del grandote se ilumina: se le ocurrido una idea.

El pequeño lo advierte, y s aprensión se convierte en horror.

El grandote se le acerca enarbolando la maza, mientras la voz en off, advierte a los gritos: “¡Están por cambiar las estructuras! ¡Están por cambiar las estructuras!”.

La maza se estrella contra la cabeza del pequeño y el grandote se apodera del jabalí, sobre un fondo sonoro de pitos, petardos y campanas echadas al vuelo.

“¡Han cambiado las estructuras! ¡Han cambiado las estructuras!”, exclama la voz en off, anunciando la Nueva Era.

Lo que comenzaba, en rigor, no era una Era entre tantas, sino el continente de todas ellas, la Historia.



fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA" Capítulos 25,26 y 27



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¡BIENVENIDOS, GRACIAS POR ARRIMARSE!

Me atrevo a interpelar, por sentirlos muy cercanos, por más que las apariencias parecieran indicar lo contrario; insisto en lo de la cercanía, por que estamos en el mismo bote – que hace agua - , tenemos pesares, angustias y problemas comunes, recién después vienen las diferencias.

La idea es dialogar, hablar de nuestras cosas, hay textos que nos proporcionan la información básica – no única-, solo es una propuesta como para empezar. La continuidad depende de Ustedes, un eventual resultado adicional depende de todos.La idea es hablar desde un “nosotros” y sobre “nuestro futuro” desde la buena fe, los problemas exigen soluciones que requieren racionalidad, honestidad intelectual que jamás puede nacer desde la parcialidad, la mezquindad, la especulación.

Encontraran en “HASTA EL PELO MÁS DELGADO ...”, textos y opiniones sobre una temática variada y sin un orden temporal, es así no por desorganizado, sino por intención – a Ustedes corresponde juzgar el resultado -.Como no he vivido en una capsula, ya peino canas, tengo opiniones y simpatías, pero de ninguna manera significa dogmatismo, parcialidad cerrada.Soy radical (neto sin adiciones de letras ninguna), pero no se preocupen no es contagiosos … creo, solo una opción en el universo de las ideas argentinas. Las referencias al radicalismo están debidamente identificadas, depende de Ustedes si deciden “pizpear” o no.

El acá y ahora, el nosotros y el futuro constituyen la responsabilidad de todos.Hace más de cuatro décadas, en mi lejana secundaria, de una pasadita que nos dieron por Lógica, recuerdo el Principio de Identidad, era más o menos así: “Si 'A' no es 'A', no es 'A' ni es nada”, por esos años me pareció una reverenda huevada, hoy lo tomo con mucho más respeto y consideración. Variaciones de los mismo: no existe un ligero embarazo; no se puede ser buena gente los días pares.

Llegando al Bicentenario – y aunque se me tildé de negativo- siento que como pueblo, desde 1810, hemos estado paveando … a vos ¿qué te parece?. En algún momento perdimos el rumbo y ahí andamos “como pan que no se vende. Cuentan que don Ángel Vicente Peñaloza decía: “Como ei de andar, en Chile y di a pie, cuando hay de que no hay cunque, cuando hay cunque no hay deque”.

De tanto mirarnos el, ombligo y su pelusa, tenemos un cerebro paralitico, cubierto de telarañas y en estado de grave inanición. Padecemos una trágica concurrencia de factores que nos impiden advertir – debidamente -, este, nuestro triste presente y lo que es peor aún, nos va dejando sin futuro.

A los malos, los maulas, los sotretas, los villanos, los mala leche, los h'jo puta, los podemos enfrentar pero … ¿qué hacemos con los indiferentes, con los que solo se meten en sus cosas, y no advierten que el nosotros y el futuro por más que sean plurales son cosas personalisimas? Y luego dicen que quieren a sus hijos y su familia; ¡JA!, ¡doble JA!, ¡triple JA! (il lupo fero).

¡¡EL REY ESTÁ EN PELOTAS!!, dijo el niño de la calle, hijo de padre desconocido y madre ausente, ese niño es mi héroe favorito.

¿QUÉ ES PEOR LA IGNORANCIA O LA INDIFERENCIA?

¡¡NO LO SÉ Y NO ME IMPORTA!!

El impertinente, el preguntón es nuestra esperanza, nuestro “Chapulin Colorado”.

Mis querido “Chichipios” - diría don Tato- no olviden que además de ver el vaso medio vació o medio lleno, hay que saber que contiene – sino que le pregunten a Socrates - ¡Bienvenidos! Adelante. Julio


Mendoza, 11 de noviembre de 2009.