24 jul 2017

- 13 - MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA













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Identificada la “derecha” en el grandote, en el grupo maquiavélico o en la clase dominante, parecería lógico identificar a la “izquierda” en el esclavo o en la clase dominada.

Pero eso no sería correcto. “Derecha” e “izquierda” son términos que denominan políticas, y toda política encierra una voluntad activa, una individualización de objetivos y de medios para alcanzarlos.

Pero en todas las situaciones descritas hasta ahora, sólo la “derecha” aparece presentada como sujeto de una política, de una acción.

En el otro extremo de la relación, sólo se ha descripto un estado de pasividad, de claudicación física en los primero cuatro esclavos del grandote, de alienación en la clase dominada.

Ni aquellos primeros cuatro esclavos ni la clase dominada son, a esta altura de la descripción, sujetos de una política propia sino objetos pasivos de una política ajena.

En esa prehistoria de la dominación que es el mundo del grandote y sus primeros cuatro esclavos, la izquierda entraría a escena si estos últimos se concertaran para maquinar algún recurso que les permitiera contrarrestar o superar la fuerza física de amo.

Una conspiración que los llevara a unir sus cuatro estructuras musculares para doblegar la musculatura de amo sería ya, embrionariamente, una política de izquierda.

La esclavitud y la libertad son aquí puros estados de fuerza.

Ser esclavo significa ser menos fuerte que el amo; liberarse significa llegar a tener más fuerza que amo.

Se trata de una relación entre musculaturas.

En el mundo ya más complejo de la falsa universalidad, la objetiva relación de fuerza en términos puramente musculares es favorable al sometido.

Es precisamente este desequilibrio lo que obliga a la “derecha” a generar la falsa universalidad, cuyo destino es el suplir la validez perdida de los bíceps como factor de dominio.

Y este salto de calidad entre los dos niveles del sojuzgamiento origina un correlativo salto de calidad en los contenidos de la liberación.

El sometido deberá liberarse ahora, no ya de una mera supremacía física ajena, sino de un estado de alienación, de una mentira.

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Desarrollada la falsa universalidad, la “izquierda” entra en escena cuando alguien advierte, desde el seno de la clase dominada, la naturaleza real de la relación establecida con ella por la clase dominante.

La “izquierda” es, en este sentido, descubrimiento de la realidad, toma de conciencia, lucidez.

El contenido de su acción, su política, es siempre y por definición algo que se hace con la verdad, a partir de la verdad  en función de ella: conocerla, profundizarla, difundirla, abrirle los ojos a la gente.

La verdad es, efectivamente, revolucionaria.

En su esfuerzo por dejar la realidad a la vista removiendo las capas de falsa universalidad que la recubren en toda relación de dominio, la “izquierda” va planteando a la “derecha” sucesivas necesidades de readecuación.

Acosada por la verdad en brotadura, la “derecha” se ve precisada a renovar constantemente sus fórmulas de autodefinición para cerrar las brechas que van quedando abiertas a la visión de su propia realidad.

La falsa universalidad tiene que cumplir siempre y necesariamente con el requisito clave del que extrae de la mentira todo su sentido y su utilidad: el de poder llegar como una “verdad” a la conciencia de su destinatario.

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La mentira, para ser efectiva como tal, tiene que ser creíble, verosímil, parecida a la verdad.

Es decir, parecida a la izquierda.

Y cuando la verdad de la “izquierda” cobra cierto grado de vigencia y de asentamiento en una comunidad, la falsa universalidad de la “derecha” se ve en la necesidad de absorberla, asimilarla, incorporarla de alguna manera a sus propias fórmulas de autodefinición para asegurarse la credibilidad de la que depende su valor instrumental como factor de dominio.

Asentada socialmente una verdad de la “izquierda”, la “derecha” cumple a su respecto un acto de apropiación, que forzosamente tiene que ser, al mismo tiempo, un acto de vaciamiento.

Lo que la “derecha” asimila de la verdad es su formulación, su lenguaje, sus palabras.

Así como la naturaleza de la distinción entre las esclavas de ojos azules y las de ojos negros impone a los grupos una comunidad de lenguaje, la “derecha” se ve forzada por su propia naturaleza a decir “azul” toda vez que la izquierda dice ”azul”.

La falsa universalidad de la “derecha” se va enriqueciendo de esta manera con un lenguaje progresivamente expropiado a la “izquierda”, y ésta se ve forzada, en consecuencia, a preservar el contenido diferenciado de su mensaje profundizando cada vez más su enunciación, añadiéndole sucesivas precisiones, aclaraciones y explicaciones que también son deglutidas a la larga por la falsa universalidad en una operación que impone a la “izquierda” esfuerzos ulteriores de profundización.

Esta dialéctica del lenguaje es, en verdad, una de las dimensiones esenciales de la lucha de clases. (*)

Rolando García (**), en un discurso que pronunció el 24 de junio de 1963 en la Universidad del Litoral para conmemorar el 45° aniversario de la Reforma Universitaria, aludió de alguna manera a esta dialéctica, aunque incurriendo en una caracterización de la “derecha” que preludiaba ya el maniqueísmo extremista de sus opciones políticas posteriores.

“Tiempos difíciles éstos para no perder el rumbo”, dijo, “Tiempos en que Washington habla de reforma agraria, y el Vaticano de tolerancia ideológica; en que la Democracia Cristiana de Venezuela escribe en las paredes: “Los obrero al poder”… Nos ha dejado sin slogans, sin lemas, sin gritos de guerra. Nos han corrompido el lenguaje, nos han mezclado las palabras… Ya no podemos reclamar a voz en cuello ‘reforma agraria’, sin entrar en largas explicaciones y diferenciarnos cuidadosamente de Betancourt. Ya no podemos  proclamar que luchamos por un mundo ‘libre’, sin antes limpiar el vocablo de las connotaciones espurias que adquirió asociando a ‘empresas’, o a ‘prensa’, o a ‘enseñanza’. Ya no podemos hablar de ‘desarrollo’ sin deslindar posiciones con Frondizi y con Kennedy”.

Quizá valga la pena anotar aquí que García, en su búsqueda de ejemplos aptos para ilustrar el despojo del lenguaje izquierdista por parte de la derecha, se inclinó por localizar a ésta en el área política liberal, dejando traslucir el trasfondo ideológico que años después habría de llevarlo a encontrar un liderazgo revolucionario en el antiliberalismo de Perón y tomar ubicación en el escaparate de la intelectualidad montonera.

Su esfuerzo por focalizar en el “progresismo” liberal el enmascaramiento izquierdista de la derecha lo induce a omitir los casos más palmarios y escandalosos de esta apropiación lexicográfica que se localizan en el fascismo.

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El concepto mussoliniano de “Nación proletaria”, la jerigonza antiplutocrática y anticapitalista de los camisas negras y la asunción hitlerista del fascismo en términos de un socialismo nacional no figuran entre los casos que García consideraba dignos de mención.

Sobre estos casos, en cambio, focalizó su atención Elio Vittorini, al trazar en 1946 una distinción entre fascismo-sustantivo y fascismo-adjetivo, dos expresiones con las que intentaba diferenciar la naturaleza implícita del fascismo y el testimonio exterior que éste daba de sí en un envoltorio de palabras, lemas y conceptos de extracción izquierdista.

Dirigiéndose en la inmediata posguerra a los millares de jóvenes que habían sido fascistas y que ahora se avergonzaban de haberlo sido a la luz del horror desentraño por la guerra como la naturaleza real del fascismo, Vittorini recordó haber sido en los años ’30, él también, un militante de la juventud fascista.

Aquellos jóvenes, decía Vitorini, “eran generosos; no eran reaccionarios: no estaban en favor de Donegani, Agnelli, etc., sino en contra de Donegani, Agnelli, etc.; abogaban por un progreso, por una ‘mejor justicia social’, por eliminación del  latifundio y la socialización de las grandes empresas. 

El fascismo les dijo ser precisamente esto: progreso, justicia social, eliminación del latifundio… se presentó ante ellos como anti-Donegani,  nadie les dijo que era en cambio, el expediente extremo de los Donegani”.

Recuerdo que un intelectual montonero me dijo cierta vez: “Los alemanes, en el fondo, no se equivocaron cuando votaron por Hitler, ya que Hitler agitaba verdaderas banderas populares”.
Claro que las agitaba.

Las esclavas de ojos negros dicen siempre que los tienen azules.

Si no equivocarse en política significara atender a las banderas, nadie se equivocaría jamás.

La credibilidad en una política no radica en su formulación, sino en color que tienen los ojos de quien la formula.

De ahí que cuanto estoy diciendo aquí acerca de los montoneros sea más oftalmología que una polémica con sus dichos.

Un intento de saldar cuentas no con sus palabras, sino con los ojos que parpadeaban tras ellas.

Que no siempre eran ojos montoneros. Dos de estos ojos fueron los de Perón.

(*)Debo aclarar a esta altura que el nexo esencial señalado aquí entre izquierda y verdad en el plano lógico ofrece no pocos motivos de perplejidad tan pronto como uno desciende a examinar las relaciones entre ambos términos en el plano histórico.

Si la cultura política  de “izquierda” encierra en su propia definición lógica una irrenunciable necesidad de verdad, de alcanzar, ampliar, profundizar y difundir el conocimiento de la verdad, ¿cómo se explica, por ejemplo, la censura de prensa bajo un gobierno de izquierda? Si en el orden lógico la verdad es revolucionaria y la revolución encuentra en la verdad su propia naturaleza, ¿por qué en el acontecer histórico concreto las revoluciones se han materializado siempre cerrando el acceso a la verdad?

Si se tratara de un caso aislado, una peculiaridad de tal o cual revolución concreta no justificaría un sobresalto teórico como el que aquí estoy exteriorizando.

Pero se trata, en cambio, de un fenómeno general, sin siquiera un simulacro de excepción, que se ha venido reiterando sin variantes en todos los procesos revolucionarios.

Todas las políticas revolucionarias en el campo de la información – que es el mecanismo a través del cual se pone la verdad a alcance de la gente – han coincidido monótonamente y sin fisura en una invariable necesidad de desnaturalizarla.

La información bajo regímenes revolucionario, no es una vía de acceso a la verdad sino un instrumento de motivación.

Tanto en la Unión Soviética como en Cuba, en China como en Albania, informar significa no ya servir al inalienable derecho de la gente de conocer la verdad, sino de condicionar a la gente a desarrollar determinados comportamientos.

Los hechos son mostrados, ocultados, dosificados, tergiversados, afeados o embellecidos de acuerdo al tipo de conducta que se desea generar en la gente mediante la información acerca de ellos.

Informar revolucionariamente, en suma, termina por ser una operación manipuladora que establece entre el proveedor y el receptor de la información una relación de sujeto a objeto que es propia de las políticas de derecha.

¿Qué significa todo esto? ¿Significa que son erróneas en el plano teórico-lógico las definiciones ofrecidas aquí de la izquierda y la derecha? ¿O significa que en plano histórico la discriminación real entre derechas e izquierdas no pasa por donde viene pasando convencionalmente desde hace generaciones?

Responder a estas preguntas requeriría otras cien páginas de reflexiones, que dejo para otra oportunidad. Pero no podía explayarme honestamente en idílicas consideraciones sobre la izquierda-verdad sin siquiera dejar planteado el problema.

(**)Rolando García, decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de Buenos Aires durante el período de autonomía universitaria que se extendió entre 1956 y 1966, fue unos de los principales orientadores de la izquierda reformista en la vida académica argentina de esa década.

Tas el golpe militar de 1966 se acercó al peronismo, encabezó por encargo de Perón un equipo técnico de planificación y, por último, ingresó en el Movimiento Peronista Montonero.

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Durante los años de mi adolescencia, que coincidieron con los de la segunda guerra mundial y la inmediata posguerra, me convertí en un simpatizante del entonces coronel Perón algún tiempo antes que la mayoría de los argentinos se enterara de su existencia.

Esta simpatía pionera, sin embargo no me acredita para reivindicar títulos de primacía entre los hombres de izquierda que más tarde habrían de atribuir contenidos revolucionarios al peronismo y disputare el mérito de haber sido el primero en descubrirlos.

Todo lo contrario. Mi interés adolescente en Perón se debió simplemente a un complejo de circunstancias familiares sociales  ambientales que habían hecho de mí un empedernido, obsesivo y fanático fascista.

A la edad de 15 años, mientras se sucedían la batalla de Stalingrado, el colapso de las fuerzas ítalogermanas en Africa y el golpe del 4 de junio de 1943 en la Argentina, yo tenía a la cabecera de mi cama, en lugar del Cristo que presidía la de mis amigos, un retrato de Mussolini: aquel perfil clásico e imponente de la mandíbula tensa, el mentón agresivo y la mirada centelleante a la sombra del casco negro.

Mis últimas palabras antes de acostarme por las noches y las primeras al levantarme por las mañanas eran las del ritual “Saluto al Duce” pronunciadas con la diestra en alto y en posición de firme.

Mi horas de estudio transcurrían envueltas en un vértigo de frases, consignas, pensamientos y lemas mussolininanos – Credere, combatieri; Nudi alla meta; Se avanzo segitemi, se mi fermo, spingetemi, se indietreggio, uccidetemi – esparcidas por la paredes de mi cuarto y bajo el vidrio que cubría mi escritorio.

Armado de un credo que condenaba la comodidad y la “vida en pantuflas” de la burguesía, me flagelaba todas las noches con cinturón de cuero y eludía la molicie del ascensor para llegar a mi departamento del sexto piso.

Me esmeraba en caminar marcialmente, en lucir camisas oscuras, y en librar cada mañana asistido, por la gomina Brancato, una larga batalla por dominar mis remolinos en un peinad que se pareciera al de Galeazzo Ciano.

Como residuo de todo ese delirio, sólo sobrevive hoy mi firma, ampulosa y delatora de lejanos esfuerzos por imitar la de Mussolini.

Criado por unos tíos que se hicieron cargo de mí al divorciarse mis padres en 1939 – se trataba de una tía paterna y su esposo, el ya conocido tío Virginio de las aventura amazónicas – yo vivía además en lo que bien podía considerarse el riñón del entonces numeroso sector fascista de la colonia italiana en Buenos Aires, acaudillado por Adriano Masi.

Delgado, alto, elegantísimo en sus trajes invariablemente azules y cruzados, con sus cabello totalmente blancos echados hacía atrás en un peinado también similar al de Ciano, pero seguramente anterior a la moda de imitarlo, Masi me provocaba sentimientos encontrados, oscilantes entre la admiración por su refinamiento y cierta decepción por su contraste con la acerada dureza que yo imaginaba como obligatoria en un jefe fascista.

Me divertía además su distraidísima esposa, Angelina, condenada a insertar siempre en las conversaciones del prohombre comentaros que jamás atinaban a tener algo que ver con ellas.

Buenos amigos de mis tíos, los Masi solían invitarlos a cenar en ceremoniosas veladas, a veces íntimas y a veces más concurridas, que tenían por escenario su señorial residencia de la avenida Callao, frente a la plaza Rodríguez Peña.

Se trataba, si no me equivoco, del petit hotel que años más tarde habría de convertirse en sede de la embajada siria.

Había algo siniestro en aquellas cenas, que perduran en mi memoria asociadas con las imágenes más estereotipadas de las películas de espionaje.

Al evocarlas recuerdo un vasto y mal iluminado comedor, con indecisos parches de luz sobre un trasfondo rojizo de cortinados y gobelinos inmersos en la penumbra.

Y me veo sentado al lado de mi tía, a un costado de la gran mesa de roble, con  mi tío ubicado solitariamente en frente, Masi en un extremo y Angelina en el otro, atendidos por tres gigantescos y silenciosos mozos alemanes.

En rigor, sólo uno de esto colosos teutones servía la mesa, mientras los otros dos permanecían en pie como estatuarios guardaespaldas, uno de ellos tras la silla Luis XV de Angelina, el otro detrás de Masi.

Más tarde se me dijo que Masi había fijado, como requisito para acceder al privilegio de servirle la mesa, que los aspirantes al cargo fueran alemanes y de una estatura no inferior al metro noventa centímetros, ejemplares decididamente escasos en el mercado laboral argentino y cuyo origen me resultaba francamente misterioso.

Este ambiente, estas circunstancias y este entorno humano componían el singularísimo ángulo de visión desde el cual presencié en Buenos Aires el surgimiento del peronismo.

Recuerdo que ese entorno humano vivió con alarma el golpe militar del 4 de junio, cuyas primeras apariencias sugerían la posibilidad de que su objetivo hubiera sido el de poner fin a la neutralidad mantenida por el gobierno conservador de Ramón Castillo y alinear a la Argentina junto con las potencias aliadas en guerra con el Eje.

A los pocos días del alzamiento militar, sin embargo, aquellos temores se disiparon.

Como explicación de este cambio, uno de los personajes que rendaban por el mundo de los Masi me dijo: “Detrás de todo esto está el coronel Perón un militar inteligentísimo y, además, uno dei nostri”.

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Perón ingresó así en mi vida como un ingrediente más de aquella rutina que incluía el “saluto al Duce”, el noticiero nocturno de radio Roma, los seis pisos de esacalera recorridos a paso de bersagliere y los gigantes alemanes de Masi.

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En el mundillo de los Masi, sin embargo, lo entusiasmos iniciales por Perón no tardaron en enfriarse.

Los grandes exponentes de la colectividad fascista en Buenos Aires eran también empresarios, estancieros, frecuentadores de la bolsa de comercio y pobladores del Barrio Norte, hombres cuyas actitudes ante el desconcertante coronel tendían a seguir por natural afinidad los humores de la Unión Industrial.

Dos años después del golpe, sin embargo, mientras el antagonismo entre Perón y la Unión Industrial llegaba a su punto más explosivo, me sorprendió advertir un inesperado rebrote de las viejas simpatías por el naciente líder argentino en por lo menos algunos sectores de la colonia fascistas italiana.

A los humores de la Unión Industrial se había sumado ahora otra fuente de influencia, con enfoques nuevos sobre lo que estaba ocurriendo en la Argentina.

Corría el segundo semestre de 1945 y comenzaban a desembarcar en el puerto de Buenos Aires los primeros jerarcas fugitivos de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista que convergían sobre la Argentina en busca de refugio.

Muchos de ellos inauguraban su vida de exilados en el país con visitas de agradecimiento, curiosidad o camaradería a Perón.

Las conversaciones que mantenían con él circulaban luego por la colectividad, determinando en no pocos fascistas italianos ya residentes en la Argentina una revisión del rumbos peyorativo que venía siguiendo sus apreciaciones sobre el régimen militar de Buenos Aires.

Los jerarcas, o por lo menos los pocos que yo tuve la oportunidad de conocer y escuchar, llegaron a la Argentina como exponentes de un fascismo algo distinto del que recordaban los residentes de sus contactos de preguerra con la Italia de Mussolini.

Como encarnaciones del “espíritu de Salo”, eran hombres cuyo fascismo, en contraste con el de 1939 o 1940, incluía un feroz rencor por la traición de los Saboya, de la aristocracia nobiliaria y económica de Italia, que abrazaba ahora a los invasores anglosajones con el mismo fervor con que, un cuarto de siglo antes, habían encontrado en los camisas negras una tabla de salvación.

Estos hombres, contrariando las inclinaciones antiperonistas que habían comenzado a prevalecer entre los líderes fascistas de la colectividad, tendían a valuar con ánimo aprobatorio el enfrentamiento de Perón con la Unión Industrial, entidad en la que veían una suerte de réplica argentina de aquella Italia “bien” y traicionera que había dado la espalda al Duce.

Un Perón que quebraba lanzas con la oligarquía, sin descuidar la tarea de barrer a balazos las conducciones sindicales comunistas, configuraban para ellos una receta bien aplicada de lo que Mussolini debió haber hecho desde el comienzo.

Y seguramente fue ésa la interpretación dada por los jerarcas exilados a una frase que Perón solía repetir en sus conversaciones con ellos y que alguna vez formuló también en público: “Yo me propongo a imitar a Mussolini en todo, menos en sus errores”.


fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 31, 32 y 33

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¡BIENVENIDOS, GRACIAS POR ARRIMARSE!

Me atrevo a interpelar, por sentirlos muy cercanos, por más que las apariencias parecieran indicar lo contrario; insisto en lo de la cercanía, por que estamos en el mismo bote – que hace agua - , tenemos pesares, angustias y problemas comunes, recién después vienen las diferencias.

La idea es dialogar, hablar de nuestras cosas, hay textos que nos proporcionan la información básica – no única-, solo es una propuesta como para empezar. La continuidad depende de Ustedes, un eventual resultado adicional depende de todos.La idea es hablar desde un “nosotros” y sobre “nuestro futuro” desde la buena fe, los problemas exigen soluciones que requieren racionalidad, honestidad intelectual que jamás puede nacer desde la parcialidad, la mezquindad, la especulación.

Encontraran en “HASTA EL PELO MÁS DELGADO ...”, textos y opiniones sobre una temática variada y sin un orden temporal, es así no por desorganizado, sino por intención – a Ustedes corresponde juzgar el resultado -.Como no he vivido en una capsula, ya peino canas, tengo opiniones y simpatías, pero de ninguna manera significa dogmatismo, parcialidad cerrada.Soy radical (neto sin adiciones de letras ninguna), pero no se preocupen no es contagiosos … creo, solo una opción en el universo de las ideas argentinas. Las referencias al radicalismo están debidamente identificadas, depende de Ustedes si deciden “pizpear” o no.

El acá y ahora, el nosotros y el futuro constituyen la responsabilidad de todos.Hace más de cuatro décadas, en mi lejana secundaria, de una pasadita que nos dieron por Lógica, recuerdo el Principio de Identidad, era más o menos así: “Si 'A' no es 'A', no es 'A' ni es nada”, por esos años me pareció una reverenda huevada, hoy lo tomo con mucho más respeto y consideración. Variaciones de los mismo: no existe un ligero embarazo; no se puede ser buena gente los días pares.

Llegando al Bicentenario – y aunque se me tildé de negativo- siento que como pueblo, desde 1810, hemos estado paveando … a vos ¿qué te parece?. En algún momento perdimos el rumbo y ahí andamos “como pan que no se vende. Cuentan que don Ángel Vicente Peñaloza decía: “Como ei de andar, en Chile y di a pie, cuando hay de que no hay cunque, cuando hay cunque no hay deque”.

De tanto mirarnos el, ombligo y su pelusa, tenemos un cerebro paralitico, cubierto de telarañas y en estado de grave inanición. Padecemos una trágica concurrencia de factores que nos impiden advertir – debidamente -, este, nuestro triste presente y lo que es peor aún, nos va dejando sin futuro.

A los malos, los maulas, los sotretas, los villanos, los mala leche, los h'jo puta, los podemos enfrentar pero … ¿qué hacemos con los indiferentes, con los que solo se meten en sus cosas, y no advierten que el nosotros y el futuro por más que sean plurales son cosas personalisimas? Y luego dicen que quieren a sus hijos y su familia; ¡JA!, ¡doble JA!, ¡triple JA! (il lupo fero).

¡¡EL REY ESTÁ EN PELOTAS!!, dijo el niño de la calle, hijo de padre desconocido y madre ausente, ese niño es mi héroe favorito.

¿QUÉ ES PEOR LA IGNORANCIA O LA INDIFERENCIA?

¡¡NO LO SÉ Y NO ME IMPORTA!!

El impertinente, el preguntón es nuestra esperanza, nuestro “Chapulin Colorado”.

Mis querido “Chichipios” - diría don Tato- no olviden que además de ver el vaso medio vació o medio lleno, hay que saber que contiene – sino que le pregunten a Socrates - ¡Bienvenidos! Adelante. Julio


Mendoza, 11 de noviembre de 2009.