NUNCA MÁS: HOY
El contrato del Nunca Más
ya no rige nuestra vida política
La reticencia a
condenar la represión en Venezuela o la tragedia de Once muestra que aquel
amplio consenso democrático fue reemplazado por especulaciones partidarias
PARA
LA NACION
VIERNES 07
DE JULIO DE 2017
Pertenezco
a la generación del Nunca Más.
Eso puede significar cosas distintas; destacaría
dos: un compromiso irrevocable con el respeto a los derechos humanos y una
adhesión irrenunciable al sistema democrático.
Ésa fue, según entiendo, la
(doble) lección que aprendimos en la transición democrática, mirando hacia
atrás.
La vivencia del horror llevó a que trazáramos un antes y un después
diciendo: Nunca Más vivir en dictadura, Nunca Más violaciones masivas de
derechos humanos.
La idea de democracia allí en juego implica, como mínimo,
elecciones libres, derecho a participar, derecho a manifestarnos, a pensar
distinto, a protestar, a vivir conforme a los dictados de nuestra conciencia.
La idea de derechos humanos, mientras tanto, nos refiere, ante todo, y a la luz
de lo acontecido, a que no haya más tortura, a que no haya más disparos contra
el que piensa distinto, Nunca Más persecución de las ideas
"enemigas".
El acuerdo en torno al Nunca Más se mostró firme cada vez que se
lo puso a prueba, al menos hasta tiempos recientes.
La fortaleza de dicho
consenso pudo advertirse, de modo especial, con las muertes de Kosteki y
Santillán; o, poco después, con el asesinato de Mariano Ferreyra.
El hecho de
que tales trágicos sucesos se convirtieran en marca lúgubre del nuevo siglo
representó algo importante para la cultura democrática contemporánea: sin
distinciones partidarias, todos repudiamos aquellas muertes que venían a romper
inexcusablemente los límites que nos habíamos comprometido a respetar.
Se
habían atravesado fronteras que no debían atravesarse nunca.
No fue el cálculo
político lo que prevaleció entonces, sino el rechazo unánime.
Con la voz en
alto, impugnamos lo ocurrido reclamando otra vez: Nunca Más.
A los
pocos años, sin embargo, ese pacto tembló.
El contrato que nos mantenía juntos
se mostró entonces ambiguo, borroso. La ilusión según la cual estábamos unidos
en la base, más allá de las muchas diferencias políticas que podían separarnos,
se confirmó como eso: un ensueño, un espectro que seguía firme por inercia.
No
se trataba sólo de que habíamos crecido; o de que las nuevas generaciones
sostenían otro tipo de valores; o de que en la estabilidad democrática habíamos
comenzado a privilegiar otros ideales.
Tal vez hubo, entre los viejos creyentes
del pacto, alguna ruptura.
O quizás fue, más simplemente, la paulatina erosión
del tiempo la que operó, hasta que quedara en claro que los compromisos
asumidos no habían, en verdad, calado tan hondo.
Fue en los últimos años, sobre todo, cuando el quiebre se hizo
más visible.
Lo advertimos cuando subió la temperatura política, al calor de un
agravamiento del conflicto social (simbolizado con la "crisis del
campo")
y de la agudización de las divisiones ideológicas reinantes.
La
defensa del lado propio -los propios intereses, las propias posiciones
políticas- volvió a ponerse por encima de todo, para justificar aun el
desplazamiento de lo indesplazable: la integridad física, la misma vida.
Un
hecho que apareció entonces como bisagra fue la masacre de Once.
Allí se tornó
obvio lo que para entonces ya resultaba evidente.
Más de 50 muertos como
producto de una corrupción desbordada, denunciada hasta el cansancio.
Nada de
eso bastó. Fueron muchos los que quisieron negar lo ocurrido.
En ocasiones,
para culpar al maquinista a cargo: se pretendió que la falla era individual,
humana y obrera; y no estructural y de los funcionarios del gobierno.
En otros
casos, el propósito consistió directamente en cargar contra las víctimas,
siguiendo la que fue la primera reacción del gobierno de entonces ("es que
iban todos juntos, apelotonados en el primer vagón, buscando bajar
primeros").
El acuerdo según el cual la muerte era la frontera
infranqueable se mostraba rajado.
Como a mediados de los 70, como durante la
dictadura, se decidió relativizar el valor de los derechos humanos: era
necesario "salvar" a un gobierno, negando las muertes.
Nisman fue
la reiteración del mismo mecanismo, más allá de lo que uno piense acerca de la
fragilidad de su informe o las causas últimas de su muerte.
Producido su
deceso, en lugar de unirnos en un frente común, reclamando por el
esclarecimiento de lo ocurrido, comenzó a señalarse la culpabilidad del muerto.
Ello se plasmó, del modo más cruel, con la distribución de miles de afiches
denunciando la supuesta inmoralidad del fallecido.
Otra vez la reprensible
afrenta: una de las muertes políticas más importantes de la historia argentina debía
ser sacada con urgencia de la escena.
Otra vez el mismo esquema: la muerte no
era tan importante o el muerto se lo tenía merecido. "¡Mírenlo rodeado de
«conejitas»!" "¡Miren cómo ha dilapidado el dinero que tenía
asignado!"
Se trataba de los usos propios de los tiempos de la dictadura:
trivializar la muerte del otro, si se trata de la muerte del enemigo; quitarle
sentido a la vida, si otorgárselo sirve a los intereses de quien no está
conmigo.
Lo mismo ocurrió con Milani.
Fue ascendido a jefe del Ejército
aunque pesaban en su contra las mismas razones que habían llevado a tantos
militares de su clase a una condena de por vida: o se había ido demasiado
rápido en aquellos casos o se pretendía ir demasiado despacio en éste.
Otra vez
se trató de no mirar, de no saber, de especular con la vida.
Las muertes y las
desapariciones que constituían el trasfondo común del acuerdo democrático de
los 80 eran ahora puestas en duda.
El oportunismo político, las necesidades de
la coyuntura (proteger al gobierno de turno) se pusieron entonces por encima de
los deberes de la resistencia moral, política y jurídica contra Milani, que
exigían justicia y condena, en lugar de premiarlo designándolo al frente del
Ejército.
El último caso que quiero mencionar refiere a la sucesión
de crímenes políticos producidos en Venezuela.
En los últimos meses, a raíz de
la crisis radical del gobierno de Maduro, el gobierno venezolano se militarizó
-sabemos bien lo que implica eso- y así llegaron la persecución de opositores;
la tortura en las cárceles; el rechazo al pedido de revocatoria al gobierno; la
supresión de elecciones; la criminalización de la protesta; el tratamiento de
los opositores como terroristas.
Los jóvenes muertos pasaron a ser, en este
contexto, "agentes camuflados del Imperio."
Otra vez: la necesidad
política venía a justificar la aniquilación del otro; la negación de los
opositores como ciudadanos iguales; el uso del aparato estatal para arrasar los
derechos del "enemigo".
Retomando el hilo de lo dicho: por las muertes de Kosteki y
Santillán cayó un gobierno; por Mariano Ferreyra marchamos todos unidos, sin
distinción de partidos; más recientemente, frente al fallo "Muiña,"
el repudio fue sin fisuras.
Sin embargo, Once, Nisman, Milani, los asesinatos
sin final en Venezuela dejaron en claro la dimensión de la pérdida: el Nunca
Más terminó.
Las resistencias que muchos pensamos firmes, inquebrantables,
frente a la dictadura, ya no se advierten: los anticuerpos ya no están más.
Como en la dictadura, y como antes de la dictadura, aparece el cálculo frente a
la muerte política: antes de condenar cada muerte, debe averiguarse primero
quién se beneficia con esa condena.
La muerte y la tortura ya no son límite:
depende de dónde vengan.
El contrato del Nunca Más ya no rige en la política
argentina.
Constitucionalista y sociólogo
Fuente
“LA NACIÓN”, 07.07.02017
(facebook, R. Llugdar, 07.07.2017)
No hay comentarios:
Publicar un comentario