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Yo había olvidado aquella historia de los cerdos
apaleados para calmar el río, hasta que la reviví de pronto, a principios de la
década de 1970, en una sugestiva asociación de ideas, al observar las tortuosas
relaciones que se desarrollaban en esos años entre los montoneros y el general
Perón.
Eran relaciones plagadas, también ellas, de secuencias
absurdas entre estímulos y repuestas, entre pasos a la derecha por parte de
Perón reacciones aprobatorias desde la
izquierda, acompañadas de bizantinas explicaciones, por parte de los
montoneros.
Las explicaciones respondían siempre, en lo esencial,
a un mismo esquema básico, consistente en degradar cada paso estratégico de
Perón al rango de un paso táctico, como un modo de preservar en la trabajosa
visualización de viejo líder el mito de una estrategia exquisita y secreta,
encaminada por sabios meandros y hábiles rodeos a la liberación nacional.
Una cosa que me intrigaba era precisamente la insólita
y casi maniática insistencia con que los términos táctica” y “estrategia”
aparecían reiterados en el lenguaje montonero.
Y finalmente llegue a la conclusión de que ambas
expresiones estaban disociadas de su acepción clásica en el vocabulario
político convencional, y convertidas en fórmulas rituales de alusión a esa
dicotomía mágica entre un mundo de realidades invisibles y un mundo de
visibilidades irreales.
Había así, un Perón
“táctico”, inmerso en la irrealidad de lo visible, audible, palpable
y verificable, que tenía de confidente y delfín
a López Rega, bendecía a la derecha sindical y prometía con un guiño
convertir a la Argentina en un país "socialista"… como Bélgica.
Y detrás de él estaba el
Perón “estratégico” y verdadero, provisto de una realidad secreta a la que sólo tenía acceso ritual los iniciados, un
formidable y gratificante Perón-duende que era invisible, inaudible, impalpable
e inverificablemente revolucionario.
En esos años circulaba un chiste en el que Mario
Firmenich instantes antes de morir fusilado por orden de Perón unto con los
demás integrantes de la conducción montonera, decía con entusiasmo a sus compañeros
de infortunio: “¿Qué me dicen de esta táctica genial que se le ocurrió al
Viejo?”
A esta altura, han muerto o “desaparecido” ya millares
de montoneros, como resultado de una represión
cuya metodología fue de algún modo delineada por el mismo Perón, cuando éste
autorizó en 1973 la utilización de “cualquier medio” para poner fin a la
infiltración de izquierda en su movimiento.
Los montoneros velaron a todos sus muertos, y aún hoy
rinden homenaje a su memoria, bajo la consigna de “hasta la victoria, mi
general”, en lo que de alguna manera viene a ser una trágica reproducción de
aquel chiste en el terreno de los hechos.
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Si la conciencia hechicera descripta aquí como
contenido de un particular tipo de relación con Perón fuera sólo una
peculiaridad de los montoneros, sería de un valor teórico bastante relativo y
de muy escasa utilidad para la comprensión de esa franja más amplia de
fenómenos políticos que incluye al terrorismo en general o a la ultraizquierda
genéricamente considerada.
Pero la verdad es que el análisis de cualquiera de
estas manifestaciones acaba por descubrir en
ellas un común trasfondo de magia que lleva a considerarlas como residuos de
una mentalidad históricamente remota o limitada hoy como fenómeno normal a
ciertas etapas de la niñez.
En 1963, el Uruguay todavía era “la Suiza de
Sudamérica”.
Bajo un inocuo gobierno colegiado, cuyos innumerables
defectos no incluían, por cierto, el de ser opresivo, preservaba su orgullosa
democracia en medio de dictaduras que se sucedían en el resto del
subcontinente.
Las libertades de expresión y de asociación gozaban de
plena vigencia, los estados de sitio y las campañas por la excarcelación de los
presos eran exotismos que la prensa sólo en sus páginas de información
internacional, y la escasa policía local observaba con escrupulosidad la
prohibición de practicar allanamientos después de la caída del sol.
En ese Uruguay y en ese año, Raúl Sendic dirigía ya a
sus compatriotas llamados a la resistencia contra lo que describía como un
régimen “fascista”.
En ese mismo año guerrilleros y armamentos eran
desembarcados sobre las costas de Venezuela para alimentar una guerra
antifascista contra el gobierno constitucional, democrático y pluralista de
Rómulo Betancourt.
También en 1963 se abría en medio de las dictaduras
que asolaron a la Argentina durante los últimos 50 años un raro y reluciente
paréntesis de libertades públicas y respeto de os derechos humanos bajo el
manso gobierno de Arturo Illia.
Ese paréntesis fue el momento elegido por el “Comandante
Segundo” para lanzar desde Salta una “guerra de liberación”.
En 1977, las calles de Italia exhibían pintadas
firmadas por la Autonomia operaia, en las que el nombre del entonces
primer ministro Guido Andreotti, aparecía seguido por una cruz gamada, con el
signo “igual” interpuesto entre ambos.
Podríamos haber recorrido de cabo a rabo el Uruguay
del gobierno colegiado, la Venezuela de Bentacourt, la Argentina de Illia y la
Italia de Andreotti sin que nuestra experiencia sensorial de las cosas descubriera
el menor indicio de un Estado fascista.
Y, sin embargo, había en todos esos países centenares
o millones de jóvenes consagrados, sacrificada y abnegadamente, a formas de lucha armada contra el fascismo.
En todos ellos estaba funcionando a tambor batiente el
mecanismo de las secuencias locas entre estímulo y respuesta.
¿Qué diferencia hay entre responder al inofensivo
colegiado uruguayo con una “guerra popular antifascista” y responder a la
crecida del río con bastonazos a los cerdos?
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El extremismo revolucionario no ignoraba en 1963 que
el Uruguay visible y verificable rebasaba de libertades y garantías
constitucionales.
Pero explicaba: el detalle de que el fascismo no se
vea no significa que no exista. Lo que ocurre es que está enmascarado. Es una
de sus malditas astucias.
Estas instituciones democrática no son sino
apariencias, un disfraz del que se sirve para confundir a la gente.
El razonamiento, mil veces repetido y mil veces
escuchado a lo largo de las dos últimas en todos los ámbitos de la extrema
izquierda latinoamericana, continuaba con la presunción de que, si todo el
pueblo tomaba conciencia del fascismo escondido tras las apariencias
democráticas, respondería en masa al llamado a la resistencia.
¿Qué hacer pues? El extremismo revolucionario
sentenciaba: “Hay que desenmascarar al fascismo”.
Y el primer paso de este desenmascaramiento era la
denuncia, el intento de “concientizar” a la gente y de abrirle los ojos sobre
la verdad del enemigo emboscado.
Pero como ocurre que el pueblo uruguayo – como el
argentino, el venezolano o el italiano – es, después de todo, una parcela de
nuestra evolucionada civilización racionalista y atenida a los hechos visibles,
resulta difícil convencerlo de que un fascismo
invisible, no registrable entre tales hechos, existe.
Y, entonces, ¿qué debe hacerse? La fórmula del
extremismo revolucionario: obligar al régimen a desprenderse de su máscara,
llevarlo a una situación en la que le resulte imposible mantener en pie sus
apariencias democráticas, forzarlo a mostrarse en toda su ferocidad.
La mayor parte de la violencia
guerrillera en los últimos 20 años empezó por no ser otra cosa que la
instrumentalización de esa consigna.
La violencia encarada como estímulo de una
contraviolencia concientizante, como modo de llevar al plano de la objetividad
visible un fascismo que de otro modo no alcanzaba a ser materia de persuasión
en un mero intercambio discursivo entre subjetividades.
fuente
"Montoneros la Soberbia Armada" capítulos 4,5 y 6
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