⑱
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¿Debe
deducirse de todo esto que el gran pecado de los montoneros fue el de la
ingenuidad? ¿Estamos en presencia de idealistas instrumentalizados, de buenos y
honestos revolucionarios que, por impaciencia o inexperiencia histórica,
cayeron irreflexivamente en el juego de la derecha?
En
otros términos: ¿Los montoneros en “en si” esclavas de ojos negros o resultaron
siéndolo extrínseca e inadvertidamente por el uso que hizo de ellos Perón?
Interrogantes
bastante parecidos a éstos fueron, mutatis
mutandis, los que acosaron durante años al Partido Comunista Italiano (PCI)
a propósito de las Brigadas Rojas (BR), que pasaron por una ilustrativa serie
de definiciones y redifiniciones en la estimativa de la izquierda constitucional.
La
primera reacción del PCI ante la aparición de las Brigadas en la escena
italiana a principios de la década 1970
fue la de dudar de su existencia, tomando en seria consideración la posibilidad
de que tratara sólo del sello utilizado por algún servicio de inteligencia para
simular un terrorismo de izquierda y lograr por esa vía un desplazamiento de
todo el cuadro político italiano hacia la derecha.
La
segunda reacción, cuando la existencia de las BR como grupo armado de
ultraizquierda era ya innegable, fue la reconocerles esa condición y
acreditarles cierta pertenencia a la gran familia de la izquierda, pero
rechazando su metodología, su subersivismo, su apelación sistemática a la
violencia.
El
terrorismo brigadista siguió mereciendo la condena del PCI, pero bajo un
enfoque conceptual distinto.
Ya
no era una astucia execrable de la extrema derecha, sino un “error” de la
extrema izquierda.
Se
trataba, en suma, de buena gente que andaba por el mal camino, de “compañero
equivocados”.
La
posición final del PCI frente a las Brigadas Rojas fue la de extender a toda la
naturaleza de grupo aquella actitud condenatoria que había estado limitada
inicialmente a la metodología.
El
mal, divisado al principio en el camino, era localizado ahora en el caminante.
Un
brigadista no era ya un revolucionario que cometía errores, sino un canalla.
Debo
decir que mi propia posición frente a Montoneros siguió un curso bastante
parecido.
Creo,
además, que esta trayectoria no fue en mí un fenómeno singular y aislado, sino
que se trataba de un proceso interno vivido y sufrido por millares de personas
en la Argentina.
Millares
creyeron como yo, en mayo de 1970, que el nombre “Montoneros”, aparecido por
primera vez al pie de un “parte de guerra” que anunciaba el secuestro del
general Aramburu, no tenía otro objetivo que el de disimular una operación
cumplida por organismos de inteligencia al servicio del general Onganía.
Millares
pasaron luego, como yo, a elaborar frente a Montoneros lo que fue, en Italia,
la posición número dos del PCI frente a las Brigadas Rojas.
Los
Montoneros, vistos desde esa segunda perspectiva, eran buenos, pero exagerados,
sustancialmente rescatables, aunque llevados por su ardor juvenil a cometer
excesos, a dar pasos en falso, a evaluar mal las posibilidades e
imposibilidades inherentes a cada línea de acción.
Lo
que había de malo en ellos era algo circunstancial y no esencial, un
inconveniente estacional y superable, como el de la inmadurez, algo que podía
ser objeto de una “crítica fraternal”, pero no de una condena global.
Este
segundo tipo de reacción frente a Montoneros fue de algún modo el que alimentó
mi decisión de aceptar en 1973 el ofrecimiento de ingresar en el diario Noticias.
Con
ánimo misionero, creí estar haciendo alguna contribución a la posibilidad de
salvar lo salvable en el grupo, aislando sus componentes buenos de sus componentes
adjetivamente malos.
Fue
quizás el asesinato de Rucci lo que abrió en mí el camino hacia el
reconocimiento de que mis hasta entonces benévolas apreciaciones acerca de la
naturaleza montonera no estaban mordiendo sobre la realidad.
Comencé
a entrever que había algo intrínsecamente perverso en esa naturaleza y la
trayectoria posterior del grupo sólo sirvió para fortalecerme en esta
impresión.
Creo
– sé – que millares de argentinos recorrieron este tercer tramo en el curso de
sus penurias estimativas frente a Montoneros.
Pero
creo además que en muchos, muchísimos de ellos, en esta tercera etapa tiende a
permanecer in pectore, a no
exteriorizarse, inhibida por el temor de que una exteriorización atraiga sobre
sí toda la conocida hechicería punitiva de las grandes palabras
estigmatizadoras – “liberal”, “reformista” -, en las cuales se codifica un
ritual de excomunión que todavía aterroriza al grueso de la izquierda
latinoamericana.
Esta
tercera perspectiva sobre los montoneros descubre, entre otras cosas, un abismo
entre el papel que se decían llamados a desempeñar en el seno del peronismo y
el que desempeñaron de hecho.
Firmenich
y su grupo siguieron, en este sentido, una parábola bastante irónica.
La
inserción de los montoneros en el peronismo, encarada y vivida por ellos como
una inyección de solidez ideológica revolucionaria en un cumulo de emociones
ideológicamente vacías, fue en gran medida un turo por la culata.
Poco
o nada quedó en el peronismo de la siembra ideológica intentada por los montoneros,
mientras que éstos parecieron absorber en cambio sustanciales contenidos
ideológicos del peronismo.
Y
la ironía se agranda tan pronto como uno advierte que, en este aparente
trasvasamiento al revés, Montoneros presenta la imagen de un grupo que ha recogido
y asimilado del peronismo precisamente lo que había en éste de derecha, o sea
aquel trasfondo ideológico fascista que aportaba a la prédica y a la práctica
del peronismo su peculiar filosofía de la conducción política.
Se
ha señalado aquí la existencia de dos peronismos: un peronismo de masa y un
peronismo de cúspide, un peronismo del que la masa se postula como sujeto y un
peronismo ansioso por fijar su sujeto fuera de la masa, un peronismo de 17 de
octubre y un peronismo del 13 de junio.
Y
parecería lógico que una corriente revolucionaria en el seno del movimiento
apuntara a empalmar con el primero de ambos peronismos y a desmontar todas las
estructuras y fórmulas de regimentación, verticalización e instrumentalización
que eran propias del segundo.
Ocurrió,
sin embargo, todo lo contrario.
Ya
se ha visto que uno de los componentes más retrógrados del peronismo es su
propensión a encarar toda actividad pública – política, económica o
administrativa – con criterios militares.
Se
trata de una mentalidad desarrollada a partir del GOU y gradualmente
incorporada al repertorio de los hábitos, automatismos y actos reflejos de
millones de argentinos.
Fue
esta mentalidad cuartelera la que, en el período 1946-1955, llegó a organizar
la vida interna de la Argentina como la de un país en guerra con el adversario
político asimilado a la noción de enemigo y la consiguiente exclusión de toda
hipótesis de ordenamiento institucional en el que estuviera previsto tolerarlo
o convivir civilizadamente con él.
La
conversión del adversario en enemigo es correlativa a la conversión de la
política en un quehacer militar.
La
política es algo que se le debe hacer a un enemigo, es decir, algo que se debe
hacer militarmente.
A
partir de este enfoque, las organizaciones políticas – trátese de partidos,
agrupaciones estudiantiles o corrientes sindicales - no se conciben ni son concebibles como formas
de libre asociación o de autodeterminación popular, sino como unidades tácticas
llamada a cumplir en un campo de operaciones militares movimientos dispuestos
por una conducción estratégica localizada fuera de ellos.
La
idea de una equivalencia natural entre el concepto de conducción política y el
de estado mayor, con el acompañamiento de una equivalencia paralela entre los
conceptos de militancia y tropa, está presente en toda aquella complicada red
de articulaciones que establece característicamente el movimiento peronista
entre un comando estratégico supremo y comandos tácticos-operativos.
Un
sistema de equivalencias similares es el que promovieron en Latinoamérica
durante la década de 1960 los teóricos de la “seguridad nacional”.
Firmenich
y sus seguidores absorbieron del peronismo toda esta carga ideológica de
derecha, organizando con arreglo a ella tanto su propia vida interna como su
sistema de relaciones con el mundo exterior.
El
esquema “comando estratégico-movimiento-partido”, ideado por Perón como fórmula
de una conducción política verticalizada e instrumentalizadora, fue adoptado
integra y acríticamente por los montoneros.
Allí
estaban el ejército montonero en el papel de Perón, las agrupaciones
colaterales en el papel del movimiento y, durante un tiempo, el Partido
Auténtico en el papel de “Partido Peronista” (o de cualquiera otra de las
organizaciones políticas llamada a sobrellevar las funciones del “partido”
durante el lapso que medio entre el golpe de 1955 y la restauración peronista
de 1973).
Sería
un gran error, sin embargo, presentar este fascismo organizativo de los
montoneros como mero producto de una “influencia” ejercida sobre ellos por el
hábitat ideológico peronista en el que eligieron instalarse.
No
hubo en Montoneros un innato candor libertario que luego resultara deformado en
sentido autoritario por la inserción del grupo en el peronismo.
Por
el contrario, los componentes “innatos” de Montoneros ya incluían aquel
verticalismo organizativo como parte de la genérica matriz militarista de
extracción cubana que es reconocible en todos los grupos cultores de la
violencia revolucionaria que operaron en Latinoamérica durante los años ’60 y
’70.
El
verticalismo montonero no era un vicio adventicio adquirido del peronismo sino,
al revés un vicio de origen que de algún modo facilitó la opción de la organización armada por el
peronismo.
El
fascismo organizativo de Montoneros, en suma, es condición y no consecuencia de
la inserción del grupo en el peronismo.
Y
si se enfoca a los montoneros desde el ángulo de visión, que los descubre como
un punto de encuentro entre dos concepciones militares de la política, acaso
pierda consistencia el misterio que resulta para muchos el maridaje entre el
Che Guevara y Perón.
47
En
febrero de 1974, el personal de Noticias
celebró una larga y absurda asamblea convocada para fijar una posición –
que naturalmente debía ser condenatoria – frente a la clausura del diario El Mundo dispuesta por el flamante
tercer gobierno del general Perón.
La
medida siguió al ataque lanzado contra la guarnición militar de Azul, en la
provincia de Buenos Aires, por guerrilleros de Ejército Revolucionario del
Pueblo (ERP), cuya vinculación con El
Mundo era similar a la de Montoneros con Noticias.
El
gremio de prensa no suele tropezar con dificultades conceptuales para adoptar
una posición ante la clausura de un diario.
Se
trata una situación-tipo cuya frecuencia ha generado en todo el mundo un vasto
repertorio de reacciones ya inevitablemente convencionales, de clichés verbales
y operativos que permiten una respuesta fácil y expeditiva a la medida toda vez
que se produce.
Para
la asamblea de Noticias, sin embargo,
tomar posición frente a la clausura de El
Mundo resultó dificilísimo, cosa que no se debió a una falta de consenso
sobre la necesidad de condenar la medida sino al detalle que no se sabía en
nombre de qué formular la condena.
Entre
las convenciones verbales disponibles para tales casos, una de las más
utilizadas es naturalmente la de condenar la clausura como violatoria de la
libertad de prensa; pero ocurre que un principio como éste no tiene cabida
imaginable en la cultura política montonera.
“No
podemos convertirnos ahora en defensores dela libertad de expresión, que es un
principio liberal.”
Tal
la posición que prevaleció en la asamblea y que generó todas sus angustias en
la búsqueda de algo coherente que decir sobre la clausura de El Mundo.
Luego
de desechar la libertad de prensa como parte de la pecaminisodad liberal – y de
reclamar incluso que se dejara constancia de este rechazo en la posición que se
adoptara ante la clausura de El Mundo
-, la asamblea tropezó lógicamente con dificultades para encontrarse un sentido
a sí misma.
¿Era
posible acordar en términos congruentes una declaración que repudiara al mismo
tiempo el principio de la libertad de expresión y una medida de gobierno que lo
lesionaba?
¿Era
posible abominar de la libertad de prensa en términos que no legitimara la
adopción de medidas como la que se pretendía condenar?
La
asamblea acabó por resignarse sin demasiada convicción a la idea de declarar
reprochable la clausura de El Mundo
por tratarse de una acción emprendida contra el “campo del pueblo”.
El
episodio, en rigor, marcaba un punto clave de encuentro entre el montonerismo y
los componentes fascistoides del firmamento ideológico peronista.
Sería
absurdo, desde luego, atribuir inclinaciones de derecha el uso peyorativo de la
palabra “liberal”.
Pero
este uso sí ingresa en el área de la derecha cuando los acentos peyorativos del
término aparecen cargados específica o predominantemente sobre los principios o
las instituciones del liberalismo político.
La
crítica del liberalismo es más que legítima en cualquier izquierda bien
entendida, siempre que tenga su punto de partida en una certera aptitud para
separar la paja del trigo en las contradicciones internas de la cultura
liberal.
La
gran revolución liberal del siglo XIX expresó ideológicamente la respuesta de
la joven burguesía al absolutismo abatido por la Revolución Francesa y se cifró
en un afán por fijar a los alcances del poder público un límite que le
impidiera coartar el ejercicio de libertades y derechos individuales
considerados anteriores y superiores al Estado.
Si
es cierto que toda política necesita para su propio desarrollo una base de
sustentación absoluta e inamovible, el gran aporte de la cultura liberal fue el
de trasladar lo absoluto del orden del Estado al de las libertades
individuales.
En
los primeros años de liberalismo, las libertades consideradas
inenajenables estaban, como las
cualidades en el apeiron originario
de Anaximandro, “todas unidas”.
Ese
liberalismo naciente metió indeferenciadamente en una misma bolsa el derecho a
la libre disposición individual de los recursos económicos y los hoy
denominados “derechos humanos”.
En
un ordenamiento político y social como el del capitalismo incipiente, le
resultaba posible al liberalismo proveer de una cobertura ideológica homogénea
e indistinta a esos dos órdenes de libertades.
Era
una sola libertad la que en aquel contexto ideológico originario se ejercitaba
a título de “libertad de empresa” y la que se ejercitaba a título de
conciencia, libertad de expresión, libertad de reunión o libertad de
asociación.
Pero
el desarrollo del capitalismo que, se expresaba ideológicamente a través de la
cultura liberal, trajo aparejado el desarrollo paralelo de la clase obrera, cuyo
crecimiento en número, concentración, organización y voluntad política autónoma
por configurar una poderosa fuerza histórica que, mientras resultaba antagónica
de la libre empresa, se postulaba de hecho como nuevo sujeto de todas las otras
libertades.
La
burguesía, en una primera contradicción con la universalidad que asignaba en
abstracto a tale libertades, se resistió denodadamente a compartir su ejercicio
con aquella nueva clase en ascenso.
Fueron
necesarias largas y por momentos sangrientas luchas sociales para que el
sistema demoliberal burgués se allanara gradualmente a reconocer como parte de
su propio ordenamiento la titularidad obrera de tales libertades, en términos
de libertad de asociación sindical, derecho de huelga y libre expresión
política del proletariado a través de partidos propios.
Era
inevitable que, a lo largo de este proceso, los contenidos inicialmente
homogéneos de la cultura liberal sufrieran una bifurcación crítica.
La
burguesía encontraba cada vez más difícil compaginar la libertad de empresa con
aquel otro elenco de libertades cuyo progresivo ejercicio por parte de la clase
obrera comenzaba a resultar peligroso para la continuidad del sistema.
La
burguesía liberal, cuyo gran aporte a la liberación del hombre fue precisamente
este segundo orden de libertades, se sentía gradualmente expropiada de ella a
medida que se afianzaba en su ejercicio la clase obrera.
Esa
burguesía que las había asumido y proclamado inicialmente como componentes
centrales de su propia identidad histórica, las empezaba a encarar ahora como
expresión e instrumento de una clase antagónica.
Aquel
grandioso elenco de libertades individuales y derechos civiles que la burguesía
había consagrado como valores absolutos, preservándolas del avasallamiento
estatal, estaba nutriendo ahora el crecimiento de sindicatos, partidos y
representaciones parlamentarias socialistas en el propio seno del sistema
demoliberal burgués.
Lo
que había sido inicialmente para la burguesía fuente de vida y fórmula de autoconciencia
histórica parecía convertirse ahora en una amenaza de muerte.
En
este cuadro, la burguesía acabaría por generar, como nueva expresión de sí
misma, ideologías antiliberales.
Su
ámbito ideológico sería ahora el autoritarismo, el fascismo, la idolatría del
Estado.
Al
antiliberalismo económico de la clase obrera se opondría un antiliberalismo
político de la burguesía.
Cualquiera
que se atenga a la sana lógica considerará factible traducir a términos
positivo esta oposición entre dos negatividades.
Oponer
al antiliberalismo económico de la clase obrera un antiliberalismo político de
la burguesía resultaría entonces equivalente a oponer un liberalismo político
de la clase obrera a un liberalismo económico de la burguesía.
La
lógica, en otros términos, induciría a prever como respuesta de izquierda al
autoritarismo de derecha una “apropiación” obrera de los grandes valores
extraeconómicos del liberalismo, un empeño en preservar, enriquecer y
profundizar la democracia, en asegurar continuidad a la vigencia de las
libertades individuales y los derechos civiles.
La
historia, sin embargo, no se ajustó a este rigor lógico.
Al
autoritarismo de derecha se respondió desde el campo opuesto con un
autoritarismo gemelo y simétrico que acabaría por originar dudas acerca de la
medida en que su lugar de residencia podía ser considerado, reamente, como el
“campo opuesto”.
Una
de las grandes fuentes históricas de tal respuesta es, sin duda, el leninismo,
tema cuyo tratamiento obligaría a duplicar la extensión de este libro y que
deberá quedar, en consecuencia, para otras reflexiones.
Lo
que aquí interesa es identificar una variante híbrida de aquella respuesta, un
curioso producto histórico en el que formas de autoconciencia leninista se ven
irónicamente convertidas en comportamiento internos de un populismo de derecha
por vía de una simbiosis entre ambos autoritarismos.
La
Argentina fue en las última décadas uno de los grandes escenarios de este
fenómeno.
Allí
el peronismo consiguió reeditar con enorme éxito una vieja astucia del
populismo de derecha consistente en ignorar o dar por inexistentes las
contradicciones internas de la cultura liberal.
El
papel histórico específico del populismo de derecha es precisamente el de
diseminar ideologías, imágenes, hábitos mentales, slogans, destinados a bloquear el desenlace lógico de las
contradicciones liberales.
Es
decir a impedir una apropiación obrera de los valores políticos y morales de la
cultura liberal.
Pero
esta operación sólo puede fundarse en una negación de aquella dialéctica
interna liberal que lleva al establecimiento entre tales valores y los
contenidos económicos del liberalismo.
En
el cuadro que emana de esta negación, las libertades individuales y la libre
empresa no son términos de una contradicción, sino partes inseparables de una
misma cosa.
Y
con la postulación de esta falsa identidad, el populismo de derecha logra
descargar sobre los valores del liberalismo político la impopularidad del
liberalismo económico.
El
peronismo desarrolló magistralmente esta operación, generando y arraigando en
la Argentina una mentalidad que asocia automáticamente la democracia con la
oligarquía, la libertad de expresión con el conservadurismo de los gaiza paz,
las garantías individuales con el ingeniero Alsogaray (*).
En
este sentido, el peronismo consiguió crear dentro y también fuera de sí mismo
un tipo de cultura política en el que nadie podía acceder al “campo del pueblo”
más que al precio de escribir “democracia” entre comillas, de condenar la
“partidocracia” y de mirar con sorna a cualquiera que abogara por los derechos
civiles.
Es
necesario señalar aquí que el peronismo pudo contar con abundante colaboración
de izquierda en la confección de esta cultura política.
Una
colaboración que prestó la lexicografía y el prestigio intelectual del marxismo
a la estigmatización populista de los valores liberales y que convirtió el
entrecomillado de la democracia en un automatismo mental de la clase media, en
un título de suficiencia revolucionaria para estudiantes, profesores, literatos
y tecnólogos.
La
asamblea de Noticias dejó a la vista
ese automatismo, esa cosmetología marxista al servicio de una cultura
totalitaria.
Los
Montoneros absorbieron y asimilaron sin pestañear la maniobra peronista de
localizar el antiliberalismo en los valores políticos liberales.
Al
lado de un liberalismo económico convencional y de rutina, el antiliberalismo
más sentido, vivido y entrañabilizado por los montoneros era, ostensiblemente
otro.
De
cada diez expresiones montoneras de oposición al liberalismo ocho estaban
dirigidas contra el liberalismo político.
En
mis conversaciones con montoneros, los he
oído emplear la palabra “liberal” con veintena de acepciones
extraeconómicas cuya filiación se remonta al lenguaje mussoliniano heredado de
la derecha peronista.
“Liberal”,
en la semántica montonera, significaba individualista, poco viril, comodón,
desleal, pantuflero, vacilante, adúltero, débil, goloso, doméstico, cobarde…
Firmenich,
en determinado momento, denuncia como una desviación peligrosa en el seno de su
grupo “… un alto grado de liberalismo, de individualismo, hablando mal y pronto
de cagazo…”.
Es
la concepción scuadristica del
liberalismo, en la que se lo condena no tanto por la aversión a una estructura
económica opresiva como a partir de una arrogancia nietzcheana que abomina del
hombre común y cultiva pretensiones de superhombría.
Un
“liberal” es en el ideario de Firmenich y su gente, lo que un “civil” en el de
los generales de la “seguridad nacional”: un hombre de segunda clase, el
mayoritario y pasivo hombre-cosa cuyo destino esencial es el de ser vigilado,
manipulado, eventualmente suprimido.
Quien
busque la filiación de esta angulaciones montoneras para percibir al prójimo
podrá encontrarla, sorprendentemente e indistintamente, en el culto
ultraizquierdista de la lucha armada y en el GOU, en el terrorismo marighelista
y en la exaltación fascista de la acción directa.
De
esta doble filiación emana todo el sentido de la amalgama castro-peronista
operada en Montoneros.
La
conclusión, aunque lógica y de una diáfana conformidad con la naturaleza de las
cosas, es de todos modos impresionante: es el elitismo militarista del
extremismo revolucionario lo que hace que la inserción montonera en e peronismo
un acto de confluencia con lo componentes más caracterizadamente fascista de la
cultura política peronista.
(*)Funcionario de la Revolución
Libertadora, ministro de Economía durante el gobierno de Arturo Frondizi y
fundador del pequeño Partido Cívico Independiente – una agrupación
representativa de la derecha económica -. Alvaro Alsogaray se distinguió en las
últimas décadas como uno de los más caracterizado exponentes del liberalismo
económico en la Argentina.
EPÍLOGO
Dedicada
a Adriana, las reflexiones que aquí dejo anotadas estarían incompletas si no
incluyera una explicación de esta dedicatoria.
Lo
normal es que escribir un libro y buscar a quien dedicárselo sean dos
operaciones independientes.
En
mi caso, ambas se confunden y se implican entre sí: este libro sólo tiene
sentido a partir de la tragedia individual de Adriana y de la tragedia
colectiva que en ella encuentra uno de sus símbolos más reveladores y
terribles.
Adriana
murió una tarde de 1977, despedazada por una bomba que le estalló en las manos
mientras ella se aprestaba a colocarla en una comisaría.
Había
salido de su casa con un pretexto cualquiera, prometiendo estar de regreso a la
hora de la fiesta que preparaban sus padres para agasajaría en su decimosexto
cumpleaños.
En
lugar de Adriana sus padre vieron llegar una comisión policial que habría de
llevarlos a identificar su cadáver.
Adriana
fue arrastrada a la muerte por un mal que no se ensañó sólo con ella.
Un
mal que diezmó a buena parte de una generación y que todavía acecha a los
sobrevivientes.
De
ahí mi apremio por identificarlo, por ayudar a reconocerlo allí donde asome la
cabeza en todo lo que tiene de alienante y de monstruoso.
No
ignoro que esta dedicatoria-denuncia, apuntada a localizar responsabilidades –
políticas, culturales, históricas – tras la muerte de Adriana, puede provocar
algunas perplejidades, quizás algún reproche.
En
medio de la gran masacre que padeció la Argentina durante los últimos años, la
muerte de Adriana es una de las pocas, excepcionales, que no alcanza a incluir
entre sus responsables al régimen militar.
¿Por
qué elegir precisamente esa muerte para centrar en ella mi
dedicatoria-denuncia?
¿Implica
esta elección alguna reticencia para condenar un régimen que exterminó a
millares de adolescente como Adriana?
Creo
que de cuanto he escrito hasta ahora surge con claridad mi repugnancia por el
ideario que presidió las acciones de este régimen militar, por las prácticas
aberrantes que derivaron de ese ideario y por las repulsivas individualidades
en las cuales estas prácticas se condensaron.
Pero
ocurre simplemente que el régimen militar no es el tema de estas reflexiones,
como no lo son los igualmente repudiables de Adolfo Hitler, Pol Pot o Pérez
Jiménez.
Ocurre
además que la criminalidad del régimen instaurado en la Argentina el 24 de
marzo de 1976 es un clarísimo dato de la realidad poco menos que universalmente
reconocido y condenado como tal.
El
mal, aquí está a la vista.
No
necesita ser descubierto desentrañado, identificado bajo apariencias engañosas
y revelado a conciencias que lo ignoraban.
Su
ostensibilidad es tanta, que cualquier empeño en condenarlo resulta un ejercicio
literario o una tautología retórica, pero no un aporte enriquecedor a la
conciencia de la gente.
Las responsabilidades que se esconden tras
la muerte de Adriana, en cambio, son más esquivas, menos reconocibles.
En
contraste con las del régimen militar, expuestas desnudas a la abominación
universal, estas otras se ven protegidas y disimuladas
por una prestigiosa fraseología revolucionaria y por un peculiar estado de
conciencia que genera cierta clase media ilustrada predisposiciones a
compartir, comprender o disculpar toda irregularidad que se cometa en nombre de
la revolución.
Confieso
que mi denuncia de aquellas responsabilidades tiene que afrontar aquí un giro
penoso, en la medida que su formulación implica también denunciar ese colchón
protector, un colchón que me resulta imposible de desventrar sin sacar a
relucir una parte de mí mismo.
Más
allá de los montoneros, a los que sido y soy ajeno, estas reflexiones tienen
también por blanco un determinado tipo de cultura política que en cierto modo
los ayudó a existir y de la que en un pasado no muy remoto fui participe y
difusor.
En
ese camino compartí caminos y metas, por ejemplo, con Paco Urondo y con tantos
otros que como él sacrificaron sus vidas a modelos de cultura y de acción que
rechazo.
Quede
claro, pues, que los comportamientos aquí denunciados no pertenecen a
marcianos, a seres extraños y distantes, sino apersonas que he tenido a mi
lado, que han dejado alguna huella en mi vida, y quizá murieron con alguna
huella mía impresa en las suyas.
Pienso
con infinito desconsuelo en la posibilidad de que aquella huella mía – tal vez
algo que pude haber dicho o escrito en mis contribuciones de hace dos décadas a
la literatura de los “diez, cien, mil Vietnam” – haya abierto para alguno de
ellos el camino que lo llevó a la muerte.
El
esfuerzo del que en estas reflexiones dejo constancia por caracterizar a los
montoneros y por desentrañar los componentes secreto de su identidad cultural
no puede ni debe ser considerado en consecuencia como un presuntuoso j’accuse, como una condena dictada desde
posiciones de impoluta extraneidad a lo condenado.
Si
lo que describo es horroroso, para mí lo es doblemente por tratarse de un
horror que en cierto modo germina de mis propias raíces.
Con
horror pienso en el trágico fin de Adriana y en personalidad de quien pudo
haberla programado para esta inmolación.
Si
luego trato de asignar un rostro y un nombre a esta personalidad, encuentro
entre sus identidades posibles la de Paco, mi viejo y querido amigo Paco
Urondo.
Mi
condena no se atenúa con este rostro a la vista: sólo se hace más doliente.
Porque
el rostro de Paco transparenta otros rostros, materialmente más distantes de
aquel infanticidio, pero igualmente comprometidos en la cultura que lo hizo
posible.
Rostros
que incluyen el mío, y los de toda una generación que pregonó la dialéctica de
las ametralladoras, en un rapto de frivolidad literaria que más tarde sería
asimilado en término menos libresco por sus hijos.
Los
montoneros, afortunadamente, han quedado atrás en la historia argentina, en la
conciencia de los argentinos, y acaso parezca superfluo o anacrónico a esta
altura un intento de estimular aversiones contra ellos.
Condenar
a los montoneros ya es en el país moneda corriente, casi una moda, por cierto
más saludable que la moda precedente de ensalzarlos.
Pero
ocurre que los montoneros son sólo la puntita de un iceberg, cuyos componentes
sumergidos no siempre están presente en lo que se suele condenar bajo el rótulo
de montoneros.
Y
una condena limitada a la parcela emergente es estéril, no denota conciencias
inmunizadas contra una repetición del fenómeno.
La
inmunidad depende de que todo el iceberg esté a la vista, y mis reflexiones
aspiran a ser un paso en esa dirección
(FIN)
Fuente
Pablo
Giussani
“MONTONEROS
La soberbia armada”
Planeta
Bolsillo
Mayo
1997
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