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Años más tarde, ya ahogada en sangre la aventura
guerrillera, la temática y el lenguaje de los montoneros en el exilio sufrió
algunos cambios.
La exaltación de la propia aptitud para matar a
Aramburu o Mor Roig cedió paso a la condena de la matanza inversa practicada
contra la guerrilla por el régimen militar del general Videla.
La obsesión por este tema se comprende en un proceso
horrendo como el que ha vivido la Argentina, y es legítima su utilización para
denunciar los sangrientos métodos del régimen militar.
Pero siempre creí percibir algo más que un afán de
denuncia en esta especie de delectación macabra con que los montoneros
describían en detalle los horrores de la tortura, las espantosas muertes en los
campos de concentración.
También la izquierda chilena padeció sufrimientos
similares bajo el régimen militar del general Pinochet y los utilizó en el
exilio como tema de denuncia.
Pero la actitud era distinta, indefinible pero
perceptiblemente distinta.
Había en la denuncia montonera un “plus” de morbosidad
cuya naturaleza era difícil de aferrar, pero que me producía, por lo pronto,
una sensación de rechazo.
Me parecía que se estaba desarrollando aquí una nueva
y horrible variante del mismo sensacionalismo autocontemplativo que, en otro
contexto, se expresó a través del asesinato de Aramburu y de la posterior celebración
folklórica de la propia aptitud para cometerlo.
De uno u otro modo, en términos de morbosidad activa
al principio y de morbosidad pasiva al final, es estaba subrayando la
excepcionalidad montonera.
No era ya el viejo canto de “Duro, duro duro, aquí están los montoneros que mataron a Aramburu”.
Pero era el mismo “aquí están” autoexaltatorio, con el
acento de excepcionalidad desplazado de la violencia perpetrada a la violencia
sufrida.
No pudiendo ya producir asesinatos sensacionales, los
montoneros pasaban a padecer asesinatos sensacionales, preservando aquel nivel
de espectacularidad que los definía e identificaba como grupo.
Era necesario dejar
constancia de que los montoneros, para matar
y para morir, eran grandiosas personalidades fuori serie.
Se
trataba en realidad de una horrorosa utilización del propio martirio – real y
terrible – para asegurar la continuidad de un mismo personaje excelso,
sobresaliente como sujeto de violencia y sobresaliente como objeto de
violencia.
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A
principio de 1976, la conducción montonera anunció la condena a muerte de Roberto Quieto, hasta entonces uno
de los líderes máximo de la organización junto con Firmenich.
Su
secuestro por un grupo paramilitar a fines del año anterior fue seguido por
algunos procedimientos represivos que llevaron a presumir una delación bajo los
efectos de la tortura.
Fundada
en este supuesto, la condena fue anunciada a través de un
documento que
constituía toda una asunción teórica del heroísmo como virtud básica del
revolucionario.
Quieto fue sentenciado a muerte, en efecto, por no ser un héroe.
Lamentablemente
no tengo a mano la declaración y debo omitir en consecuencia, las citas
textuales.
Pero
la tesis de fondo era la siguiente: El heroísmo es consustancial con la vida
revolucionaria. Sólo el heroísmo, en el combate o en el martirio, preserva la
naturaleza del revolucionario, inmunizándolo contra las tentaciones del
aburguesamiento, del liberalismo, del individualismo.
Implícita
en esta tesis yacía naturalmente la concepción del heroísmo como virtud en
ejercicio permanente.
No
se trataba del heroísmo potencial que en cualquier individuo
-
liberales y burgueses incluidos – puede exteriorizarse excepcionalmente en
alguna situación dramática, como el coraje de arriesgar la propia vida para
salvar a los ocupantes de una casa en llamas.
Se
trataba por el contrario, de un heroísmo militante y metódico, puesto a prueba
cada día y necesitado de circunstancias que le asegurara cotidianamente
oportunidades de exteriorización.
Esta
necesidad presidió de algún modo en setiembre de 1973 el asesinato de Rucci, asumido como un retorno redentor a la
militarización.
La
misma necesidad habría de llevar a la “autoproscripción” (*), anunciada en
setiembre de 1974 junto con una declaración
de guerra
contra
el gobierno de Isabel Perón, y, un año después, a la decisión de entrar en
operaciones contra las fuerzas armadas a los pocos meses de poner en marcha al
Partido Auténtico.
Ciertos
disidentes del grupo denuncian hoy esas decisiones
montoneras como reiteraciones de una misma maniobra política destinada a
consolidar a Firmenich y su equipo en la cúpula dela organización.
Pero
aun así, sólo una conciencia colectiva hechizada por la guerra y enajenada por
la violencia como fórmula irrenunciable de autoindentificación explica que haya
sido posible adoptar resoluciones de semejante gravedad, y tan indefendibles
racionalmente, sin precipita una desgarradora crisis en el seno de la
organización.
(*) Aunque Firmenich y su grupo nunca
emplearon el término “autoproscripción”, su uso se hizo habitual en la prensa
argentina para mencionar la decisión montonera de retornar a la clandestinidad
y reanudar la lucha arada dos meses después que la señora Perón asumió la jefatura
de Estado.
El Partido Auténtico fue fundado por
iniciativa montonera a fines de 1974, como una suerte de brazo político legal
de la organización guerrillera.
El gobierno de María Estela Martínez de
Perón dispuso su proscripción en noviembre del año siguiente, luego de un
sangriento ataque armado llevado a efecto contra una dependencia militar en los
suburbios de Bueno Aires (Monte Chingolo).
Esta operación, en la que perdieron la
vida más de cincuenta jóvenes guerrilleros, no fue reivindicada por los
montoneros sino por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), un grupo
armado de extracción trotskista.
Las autoridades, sin embargo
insistieron en considerarla como una acción conjunta delas dos organizaciones,
con lo que daba fundamento a la decisión de declarar fuera de la ley al Partido
Auténtico en su condición de colateral montonera.
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Una
pretendida línea revolucionaria fundada en esta cotidiana necesidad de
heroísmo, y de un contexto violento que posibilite su ejercicio, lleva a trazar
el camino de revolución en términos de una metodología para titanes.
La
revolución se convierte en una proeza de personajes homéricos a la que el hombre común, la masa, no puede tener acceso.
Los
montoneros aprisionados por estas formas wagnerianas de autoidentificación,
acababan fatalmente por asumirse como una élite nibelunga cuya relación con la masa no podía menos que oscilar entre el
paternalismo y la instrumentación.
En
1975, una huelga declarada por los trabajadores de Propulsora Siderúrgica tuvo
inicialmente un desarrollo muy combativo, pero fue debilitándose gradualmente
ante la intransigencia de la empresa.
En
determinado momento, el retorno espontáneo a los puestos de trabajo fue
cobrando caracteres masivos, y todo indicaba que era inminente el levantamiento
del paro en un implícito reconocimiento del fracaso.
De
pronto, una huelga que parecía condenada al fracaso culminó con un sorpresivo
triunfo.
Pero
un triunfo no de los huelguistas, sino de aquellos seres prodigiosos
descendidos del Olimpo que arrebataron a los obreros el papel protagónico de la
lucha.
La
claudicación de la empresa no fue una conquista obrera sino una gracia
paternalista de los semidioses.
¿Podía
esperarse de este desenlace otro resultado que el de una menor disponibilidad
obrera para futuras batallas sindicales?
¿Valía
la pena abandonar el trabajo corriendo los riesgos del despido, la represión y
el hambre en una lucha que podía ser librada y ganada por otros?
Además
la posibilidad de que una huelga acabe por caer bajo la sospecha de haber sido
organizada en articulación con planes operativos guerrilleros constituye un
riesgo que excede las posibilidades de un obrero medio y que pesa como un
factor inhibitorio sobre su disposición a participar en un paro.
Poco
después del golpe militar que derrocó en marzo de 1976 al gobierno de Isabel Perón, la guerrilla se insertó con un secuestro en una huelga automotriz. Al día siguiente, todos los obreros entraron
a trabajar.
Una genuina conducción revolucionaria jamás plantea
fórmulas de lucha que excedan la combatividad posible del hombre común, de la
masa.
Si la lucha emprendida a nivel de masa fracasa, se
asume la derrota, se medita sobre ella y se utilizan las enseñanzas extraídas
de esa meditación para encarar con mayor acierto las acciones siguientes.
En esta paciente tarea de recoger y aplicar
experiencias sin rebasar el nivel de combatividad popular se resume toda la
historia del movimiento obrero mundial.
Pero los montoneros, cultores de una revolución hecha
a medida de superhombres, estaban constitutivamente impedidos de actuar en este
cuadro de protagonismo multitudinario.
Sus vías de inserción en la masa eran, a la vez, maneras de distinguirse de ella.
De alguna había allí una clase media vergonzante, pero
aún apegada a sí misma que utilizaba como inconfesable subterfugio para
preservar su diferenciación social aquella heroicidad selecta de las
operaciones de comando.
En que el papel reservado a la masa era el de trasfondo
o de acompañamiento coral.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA"
Capítulo 13, 14 y 15
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