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En un grupo originad de esta manera, el rechazo
negativo de o dado confluye con la renuencia mágica a desarrollar conductas
acordes con los contenidos objetivos de la propia experiencia.
Magia y negación son variantes complementarias de esa
niñez estancada y resistente a la maduración que es el extremismo
revolucionario.
Y al igual que la concepción mágica de las cosas, o
más bien como parte inseparable de ella, también este componente negativista
del extremismo revolucionario impide a la larga
que la acción originada en ella sea realmente una política.
Una política, cualquier política, implica una necesidad
de crecer, de sumar, de asumir real o siquiera demagógicamente la
representación de anhelos colectivos, de escalonar los propios fines en
programas máximos y programas mínimos que permitan construir la mayor red de
alianzas posible.
Pero el extremismo revolucionario sacrifica siempre e
invariablemente estas inherencias de la política como tal a la necesidad de
ser y, sobre todo, de parecer terrible.
Montoneros fue en buena medida, un producto, y a la
vez un canalizador, de ambos componentes.
Un político revolucionario – que lo es
fundamentalmente por su aptitud para atender a la experiencia acumulada en la
historia – sabe que consignas tales como “cinco
por uno, no quedará ninguno”,
o “llora, llora la puta oligarquía, porque se
viene la tercera tiranía” no
sirven para construir una política.
Sirven, si, para presentar
como propia una personalidad escandalosa que asuste a la tía Eduviges.
Los propósitos del rebelde, en realidad , no van más
allá de esto.
Mientras el revolucionario rechaza una realidad dada con el ánimo
de superarla, el rebelde la rechaza con el ánimo
de que su rechazo conste.
Y un rechazo proyectado
al servicio de su propia constancia tiene
que forzosamente directo, agresivo, clamoroso.
Aunque la agresión fortalezca a la realidad agredida y
sacrifique la posibilidad de superarla; es decir, de dar al rechazo una
dimensión política.
A los montoneros les tocó vivir una realmente
dramática contradicción entre la mayor oportunidad jamás concedida a un grupo
de izquierda en la Argentina para la construcción de un gran movimiento
político y la cotidiana urgencia infantil por
inmolar esa posibilidad al deleite de ofrecer un testimonio tremebundo de sí
mismo.
Esta acción autotestimonial, arquetípicamente presente
en cada gesto montonero, es siempre inhibitoria de la acción política.
Hacer política es desentenderse de sí mismo,
trascenderse.
Un político vive primariamente atento a sus metas, no
a su imagen.
Solo secundariamente atiende su imagen como algo cuyo
no es absoluto sino derivado del fin.
Y una imagen elaborada
en función de genuinos fines políticos nunca es terrible.
Ortega y Gasset, en un ensayo que escribió en los años
’30 sobre los argentinos, les atribuyó justa o injustamente un modo de encarar
la propia vida que se asimila en cierto modo a lo que aquí se viene
describiendo como una niñez estancada.
Ortega creía advertir un contraste entre los europeos
empeñados en hacer, y los argentinos,
empeñados en ser.
Por un lado, una vida abierta al mundo, a los demás, a
una constelación de fines exteriores a ella.
Por el otro, una vida ensimismada, revertida sobre sí
misma, en la que el sujeto que la vive permanece consagrado a la construcción
de su propio personaje.
Un europeo en la visión de ortega, elige ser escritor
porque quiere escribir. Un argentino elige escribir porque quiere ser escritor.
Esta visión puede ser acertada o no como
caracterización global de los argentinos – en todo caso creo que es menos
acertada hoy que en los años ’30 -, pero muerde sin duda sobre la realidad, si
se enfoca con ella a la extrema izquierda, argentina o europea.
Un político revolucionario es un hombre que quiere
hacer la revolución. Un militante de extrema
izquierda es un hombre que quiere ser revolucionario.
Y hay considerables diferencias entre las motivaciones
que llevan a construir en el mundo exterior una revolución y los que llevan a
construir en uno mismo una personalidad revolucionaria.
Un político revolucionario, con su vida proyectada
hacia una revolución entendida como fin que lo trasciende, está espiritual y
psicológicamente disponible para asumir, a partir de la experiencia histórica,
la creencia de que el camino hacia la revolución pasa por una coexistencia
pacífica compatible con Willy Brandt, por un programa mínimo que lo asocie con
Andreotti, o por las vías institucionales de la democracia parlamentaria y
pluralista.
Para un militante de extrema izquierda, en cambio, la
tarea de construirse autocotemplativamente una personalidad revolucionaria
requiere otros ingredientes.
La contemplación, autopracticada o buscada en otros a
propósito de uno mismo, necesita un objeto claramente visualizable,
audiovisualmente más atractivo.
Mientras que en un político revolucionario la tarea de
hacer una revolución le exige a veces ofrecer de sí mismo la desteñida imagen
de un concejal, la de construir una personalidad revolucionaria reclama
colorido, brillo, una arquitectura de signos y símbolos asimilables a la
temática de los pósters.
Frente a la necesidad de hacer la revolución, que se
resuelve en el universo de la política, la
necesidad de dejar diaria constancia de uno mismo como revolucionario queda
detenida en el universo dela imagen, reducida a pura iconografía: el birrete
guerrillero, la estrella de cinco puntas, los brazos en alto enarbolando
ametralladoras.
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No es necesario precisar que la descripción de este
narcisismo revolucionario es también, en gran medida, una descripción de
Montoneros, con su sanguinolento folklore, sus redobles guerreros, su
gesticulación militar.
El narcisismo revolucionario necesita, en adición a su
imagen, situaciones exteriores que la justifiquen.
Su obsesiva visualización de la realidad como fascismo
responde también a la urgencia por disponer de un contorno de estímulos a los
que sólo pueda responderse con conductas iconográficamente satisfactorias, con
movimientos fijables en un póster de tema heroico.
En otros términos, el narcisismo revolucionario
necesita, de un modo visceral y como componente de su propia identidad,
situaciones de violencia.
Violencia practicada y violencia
padecida. Heroísmo y martirio.
Esta imaginaria heroica, cuando se traduce a términos
teóricos, construye fabulosas teologías dela violencia, concepciones que asumen
la violencia, no como respuesta circunstancial a determinadas condiciones
exteriores, sino como una irrenunciable manera de ser.
La violencia no es ocasionalmente aceptada como una
imposición externa, sino interiorizada, entrañabilizada , vivida como la
expresión de la propia naturaleza y del propio destino.
Nada ilustra mejor esta interiorización de la
violencia que el abismal contraste observable entre las imágenes con que
construye su iconografía el narcisismo revolucionario y las que acompañan en
Italia toda recordación – plástica, literaria o cinematográfica – de la
resistencia contra el fascismo y la ocupación nazi.
El partigiano
rescatado por la iconografía de la resistencia es, básicamente, un civil.
El fusil o la ametralladora se agregan extrínsecamente
a gastados pantalones campesinos, sacos de oficinistas, raídos sombreros de
fieltro y a veces hasta corbata.
En el partigiano
presentado por estas imágenes, la violencia aparece asumida como una anormalidad, como
un momento extraño al propio programa de vida.
Fue necesario tomar las armas y se las tomó, fue
necesario matar y se mató, pero no como un acto
de autorrealización sino como un doloroso
paréntesis.
En la iconografía del narcisismo revolucionario el
arma es intrínseca al personaje.
Entronca sin solución de continuidad con el uniforme
verde oliva, el birrete con la estrellita, la mirada épica.
Pasajera y puramente adjetiva en la personalidad del partigiano, la
ametralladora es, en cambio, sustantiva y constitutiva a la personalidad de ese revolucionario autocontemplativo
del que Montoneros mostró una de las tantas variantes latinoamericanas, quizás la
más arquetípica.
Se explica así que, con el triunfo peronista en las
elecciones de marzo de 1973 y el ascenso de Cámpora a la presidencia, comenzará para los montoneros un período de raro
desasosiego, inadvertido al
principio, pero palpable a las pocas semanas.
Legalizados, instalados de pronto en bancas
parlamentarias, oficinas ministeriales y asesorías municipales, con
gobernadores amigos y puntuales mozos que les servían a la cinco de la tarde el
café con leche en sus despachos, se vieron repentinamente trasplantados de la
de la iconografía al deslucido mundo de las concejalías.
A los pocos meses resultaba evidente, para cualquiera
que los frecuentara en ese período, que no se soportaban ya a sí mismos.
Su identidad se les estaba escurriendo melancólicamente
por entre los expedientes de las subsecretarías.
Se los notaba cada vez más urgidos a pedir disculpas,
a dar explicaciones, a deslizar en oídos extraños confidencias
revolucionariamente imperdonables sobre su parque de armas, su subsistente infraestructura
militar.
La perspectiva de que sus primos
hermanos del ERP los calificaran de “Reformistas” los
aterrorizaba.
12
En un día de agosto de 1973, se produjo un episodio
menor y aparentemente policial que no atrajo demasiado la atención de la prensa.
Un joven fue sorprendido por la policía en momentos en
que intentaba “levantar” un automóvil.
Hubo un tiroteo y el frustrado ladrón, herido de bala,
fue internado bajo custodia en el hospital.
Horas más tardes, un grupo armado irrumpió en el hospital,
inmovilizó a la guardia y rescató al preso.
Esa noche, Paco Urondo estaba invitado a cenar en mi
casa, y llegó exultante. “No sabes lo contento que
estoy”, me dijo. “Esa operación fue
nuestra, y salió perfecta. Yo tenía miedo de que nos estuviéramos ‘achanchando’ en la legalidad. Pero lo de
hoy demuestra que no es así”.
Los montoneros venían cumpliendo en aquellos momentos
una acción política que presentaba todas las apariencias de una creciente
madurez, desarrollando organizaciones de masas, abriéndose hacia los cuatro
costados en busca de aliados, promoviendo inclusive un principio de diálogo con
el ejército.
Pero aquella evaluación de Paco me produjo por primera
vez la sensación de que todo iba a terminar mal.
La inserción montonera en la legalidad iba a terminar
sofocada por aquella cola de paja que la acompañaba, por la creciente angustia
del heroísmo en receso.
Un mes después de ese episodio, como vikingos
rescatados al fin del tedio de la tierra firme para nuevas aventuras guerreras
en el mar, los montoneros fueron convocados a perpetrar y asumir el 25 de
setiembre de 1973, el asesinato de Rucci.
“Era algo que necesitábamos”, me dijo
algún tiempo después un montonero. “Nuestra gente se
estaba aburguesando en las oficinas, De
tanto en tanto había que salvarla de ese peligro con un retorno a la
acción militar”.
Una vez más, los montoneros rescataban su identidad y
se reencontraban consigo mismos por fuera de la política, con una acción no
apuntada a buscar efectos en el mundo exterior sino revertirla sobre ellos
mismos, como una autoterapia revolucionaria.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA"
Capítulos 10, 11 y 12
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