40
Bajo
el régimen surgido del alzamiento militar que derrocó a Perón en setiembre de
1955, el desmantelamiento del Estado Peronista trajo como lógica implicación no
sólo la aniquilación del Partido Peronista sino también el colapso de su
identidad política, por lo menos en lo que respecta al papel que le había
tocado desempeñar durante los nueve años precedentes.
E
importante precisar aquí que el Partido Peronista murió, no exactamente por
vías de su proscripción – medida a la que han sobrevivido clandestinamente
otras fuerzas políticas sin sufrir problemas de identidad – sino por la
destrucción de un determinado tipo de Estado con el que había mantenido una
relación de consustancialidad.
Tratándose
de un peculiar partido cuya naturaleza radicaba en su articulación con el Estado
peronista, la desaparición de este Estado no pudo menos que implicar la
desaparición del partido que en él encontraba su identidad y consistencia.
Presumir
que el Partido Peronista – ese Partido Peronista – pudiera sobrevivir en la
clandestinidad era tan absurdo como asignar posibilidades de supervivencia
clandestina a un ministro o a una dirección de aduanas.
Pero
al margen de la suerte corrida por el partido, el peronismo perduraba con
explosiva vitalidad como sentimiento popular, buscando tesoneramente por su
propio impulso de base formas de expresión, agregación y organización política
– legal o clandestina – bajo el nuevo orden de cosas implantado por la
Revolución Libertadora.
Libre
ya del enchalecamiento paraestatal que había para él el Partido Peronista, este
peronismo popular amenazaba ahora con revivir el basismo laborista y aquel
protagonismo de masas de 17 de octubre, perspectiva temida por Perón no menos
que por los militares que lo habían derrocado.
En
este marco se inicia la mistificación del “movimiento” y su sofisticada
reelaboración conceptual como instancia superior de conducción estratégica en
relación con la cual las expresiones políticas de base quedan reducidas a meras
piezas tácticas.
El
movimiento, es esta variante bizantina que es típica de la etapa posterior al
golpe de 1955, emerge de hecho para reemplazar la demolido Estado peronista
como factor de verticalización.
Esta
es la clave del “movimientismo” peronista, fenómeno ausente o sólo larvado en
el período 1946-1955, pero que luego asciende a primer plano para llenar el
espacio dejado vacente por el Estado peronista en un esquema autoritario de
conducción política.
Perón
como sujeto en el exilio de una incontrastada voluntad política cuyo cuerpo
místico es el movimiento, rescata para sí de este modo el papel regimentador
que había desempeñado antes como jefe y encarnación del Estado-peronista,
reabsorbiendo la iniciativa que bajo la Revolución Libertadora corría el
peligro de ser recuperada por la masa peronista.
Las
premisas básicamente fascistas que habían originado en Perón su peculiar
concepción del Estado lo llevan en el exilio a elaborar el nuevo papel del
movimiento, bajo cuya tutela podrá incluso renacer en su momento el Partido
peronista con la misma naturaleza vicaria y táctica que lo caracterizó en el
período
1946-1955,
exhibiendo apariencias de una democracia interna autodeterminante que sólo
disimulaban su pasiva ejecución a un centro de digitación externo.
41
La
necesidad de elaborar en estos términos el concepto de “movimiento” respondió
también en gran medida a una importante peculiaridad que presentaba el
peronismo en 1955, y que, en el marco de un proyecto político básicamente
fascista, resultaba bastante llamativo: el peso arrollador de su componente obrero,
¿Cómo se explicaba esta situación?
Perón
fue quizá el primer fascista “clásico” – por no decir el único- de la América
latina.
Es
decir, fue el primero en tomar nota de que el fascismo europeo era
esencialmente un gran movimiento de masas, con una vasta base de consenso
popular, lograda a través de política sociales concesivas.
En
la Italia, esta particularidad pudo confundir incluso a un hombre de clara
mentalidad socialista, como Bernard Shaw, quien tuvo sus momentos de debilidad
por Mussolini, atribuyéndole el mérito de estar desarrollando “más socialismo
práctico que el de muchos socialistas teóricos”.
En
la Argentina, Lisandro de la Torre cayó en una apreciación similar de la obra
mussoliniana, deplorando el hecho de que las corrientes fascistas locales de
los años ’30 sólo adoptaran los aspectos represivos de su modelo italiano,
dejando de lado sus contenidos sociales.
Manuel
Gálvez, en su biografía de Hipólito Yrigoyen, formuló una crítica parecida.
Perón
fue en su país el primero en recoger como línea de acción práctica esta
concepción integral del fascismo, en su vertiente autoritaria y social.
Las
masas populares, potencialmente peligrosas para el ordenamiento social
existente, debían ser contenidas y controladas en resguardo de ese ordenamiento,
pero en función de políticas concesivas que aseguraran su consenso.
Tal,
en esencia, el esquema básico del proyecto que intento hacer valer Perón ante
el empresariado argentino en la Bolsa de Comercio.
Los
empresarios tenían que resignarse a
optar entre perder algo y perderlo todo.
Pero
ocurre que un proyecto este sólo puede ganar apoyo patronal si se lo plantea
ante una clase empresarial aterrorizada por evidencias visibles y palpables de
una situación prerrevolucionaria en desarrollo.
Se
ha dicho que un fascista no es más que un liberal asustado, y esta definición
cuadraba cabalmente al empresariado italiano que escuchó, aceptó y financió el
proyecto de Mussolini en los años que siguieron a la primera guerra mundial.
Acababa
de triunfar la Revolución Rusa, que irradiaba hacia el resto del mundo oleadas
de entusiasmo revolucionario, fortalecida además por la crisis económica de
posguerra.
Italia
se veía sacudida por huelgas y ocupaciones de fábricas en un proceso de
agitación que por momentos parecía cobrar contorno insurreccionales, mientras
el gobierno de Nitti alarmaba a los empresario evidenciando mayor propensión a
negociar con los líderes obreros que a reprimirlos.
El
Partido Socialista, además, se adjudicó en las elecciones parlamentarias de
1919 un éxito que lo mostraba aparentemente encaminado a convertirse en la
mayor fuerza política del país.
En
este cuadro, se enfrentaba el empresariado italiano con la evidencia de que su
propio control del poder era cada vez menos compatible con ese sistema
demoliberal que abría espacios al crecimiento del socialismo y a la acción
sindical, lanzó Mussolini su propuesta política.
Se
trataba de un proyecto todavía confuso, pero que encerraba para los
sobresaltados empresarios italianos de la primera posguerra un preciso mensaje.
Había
surgido en el país un grupo de hombres decididos a contrarrestar las aparentes
vacilaciones de gobierno con un programa de acción directa, violenta e
inmediata contra la dirigencia de izquierda, como primer paso hacia la
instauración de un régimen autoritario y
de orden.
Era
un programa costoso, que sobre la marcha demostraría serlo cada vez más, pero
la apremiada burguesía italiana no vaciló en aceptarlo y respaldarlo como única
alternativa aparente a su propia desaparición bajo la marea bolchevique.
Los
empresarios italianos no dieron este paso porque les gustara darlo.
La
idea de que el fascismo es una vocación natural e innata de la burguesía
constituye otro de los dislates en que suele caer la extrema izquierda.
Nadie
contrata un guardaespaldas porque le agrade la compañía de tales individuos,
notoriamente caros, ordinarios y exigentes, a los que sólo se recurre bajo
impulsos del terror.
No
era éste el estado de ánimo con que escucharon a Perón los empresarios
argentinos en 1944.
La
Argentina era un país de industrialización incipiente, con una clase obrera
poco numerosa, ganada por la izquierda sólo en algunos estratos minoritarios y
engrosada ahora con un proletariado de extracción rural que carecía de
conciencia política y de experiencia sindical.
Las
manifestaciones de intranquilidad social conocidas hasta entonces nunca habían
revestido una peligrosidad que rebasara las previsiones del orden vigente.
Por
otra parte, la amenaza moscovita que había presentado perfiles aterradores ante
los empresarios italianos de 1919 aparecía diluida ahora en la imagen apacible
de un Stalin redefinido como aliado y buen amigo en la lucha común contra el
Eje por las potencias occidentales de cuya cultura era tributario el
empresariado argentino.
Sobre
semejante trasfondo, los cuadros apocalípticos que describía Perón en sus
vaticinios acerca de la posguerra no podían menos que presentar un aire irreal
y divagatorio ante aquellos hombres de negocios reunidos en la Bolsa de
Comercio, muchos de los cuales solían prodigar aplauso a Stalin cuando lo veían
sonreír con fraterna bonhomía al lado de Roosevelt y Churchill en el noticiero
Movietone.
Las
ideas del coronel, en suma, no se abrieron camino en ese mundo empresario
todavía seguro de sí mismo.
O,
en todo caso, se abrieron un camino muy estrecho, con adeptos ganados entre los
escasos exponentes del nuevo empresariado de asalto que venía engordando con la
forzada sustitución de importaciones impuestas por la guerra.
Perón,
en otras palabras, ganó un apoyo más vergonzante que expresivo en ciertas
franjas empresarias marginales a la poderosa burguesía tradicional, y a todas
luces insuficientes para marcar el tono de repuesta que habría de encontrar el
ascendente líder populista en las clases dominantes.
Los
equivalentes argentinos del coloso industrial que era en la Italia de 1919 el
grupo Ansaldo, primera fuente de respaldo empresario a Mussolini, se hallaban
asociados a la Sociedad Rural y la Unión Industrial, cuya reacción a la
propuesta de Perón resultó de un muy distinto tenor.
En
contraste con el desesperado “sí” que recibió Mussolini de los empresarios
italianos un cuarto de siglo antes, Perón recibió del empresariado tradicional
argentino un “no” que habría de alcanzar extremos de ferocidad cuando el
proyecto del coronel comenzara a cobrar dimensiones prácticas en términos de
mejoras salariales, aguinaldo y vacaciones pagas.
Frente
al “no” de empresariado argentino, la respuesta obrera a las propuestas de
Perón fe un estrepitoso “si”, motivado en parte por las prácticas concesivas
que los hombres de negocios habían repudiado y adicionalmente estimulado,
además, por este rechazo patronal.
Y
así, el proyecto que Perón lanzó sobre la escena argentina en 1944, aun
compartiendo los objetivos básicos de que presentó Mussolini en la Italia de la
primera posguerra, terminando por cosechar un espectro de respuestas sociales
muy distinto del que obtuvo en su momento el Duce.
Todo
proyecto humano sufre cambios en su contenido cuando se inserta en el devenir
histórico.
El
marxismo, por ejemplo, empezó por ser una idea en la cabeza de Carlos Marx y
como tal no era todavía un hecho histórico.
Pero
cuando Marx lo lanzó y le dio una inserción en la historia; cuando la idea fue
ganando adhesiones, creando nuevas forma de conciencia colectiva y gravitando a
través de ella sobre la vida política y social en términos de movimientos,
partidos, acciones sindicales, revoluciones fue sufriendo al mismo tiempo un
proceso de transformación.
Ingresado
al flujo histórico, fue perdiendo componentes de su versión original y cobrando
componentes nuevos, inicialmente imprevistos.
Su
inserción en la historia lo llevó a recoger de ella sus contenidos finales,
reivindicando para la historia la creatividad de su propio curso.
Este
proceso fue particularmente rico en sorpresas para el proyecto de Perón.
Las
particulares condiciones que presentaba la Argentina de 1944 embarcaron al
fascismo básico del coronel en un curso de inserción histórica que habría de
desencajarlo de su molde originario al exponerlo a un repertorio de respuestas
sociales que no calzaban en el proyecto.
El
fascismo histórico no es sólo un proyecto, sino un compuesto de proyecto y
respuestas.
De
estas últimas ha de extraer finalmente su historicidad.
Mussolini,
con el apoyo empresario y una considerable base de masas, consiguió enchalecar
a Italia durante décadas en un sistema forzado de conciliación de clases que de
algún modo daba consistencia objetiva a su proyecto inicial.
En
el caso de Perón, respuestas antagónicas de parte del gran empresariado y de la
masa convirtieron irónicamente un mismo proyecto de conciliación de clases en
detonante de la mayor guerra de clases jamás librada hasta entonces en la
Argentina.
El
fascismo siendo esencialmente un proyecto de contención de la masa, necesita
tener fuera de ella su propio sujeto.
El
de Mussolini lo tuvo, encarnado en aquella aprensiva burguesía italiana de la
primera posguerra.
El
de Perón, en cambio, emprende su proceso de inserción histórica sin encontrar
este sujeto en el grueso del empresariado argentino.
Absurda
y paradójicamente, Perón apareció proyectando frenos para la clase obrera a
partir de una política que no acertaba a encontrar otro que la propia clase
obrera, como quien tratara de contener un río mediante diques que flotaran sobre sus aguas.
La
caída del régimen peronista en 1955 cierra de algún modo el ciclo de
malentendido y abre curso a una nueva etapa en la que Perón, sin renunciar a su
proyecto original, intentara instrumentar a partir de la lección aprendida de
aquel primer colapso: un empresariado sereno y seguro de su propia suerte es un
empresariado con el que no se puede contar.
42
Durante
el período 1946-1955, Perón se vio precisado a cubrir con formaciones suplentes
el papel desertado por la gran burguesía
argentina.
Tal
necesidad explica en gran medida el sobredimensionado papel asignado al
Ejército como contrapeso del movimiento obrero.
La
conciliación de clases, impuesta por Mussolini en la Italia fascista con la
participación consensual y activa del empresariado, pasó a expresarse en su
versión argentina como una “alianza militar sindical”, con lo militares
convertidos en un sosía regiminoso de aquella alta burguesía recalcitrante y
autoexcluida del régimen.
Era
inevitable que esta asociación sólo durara lo que duró la prosperidad de
posguerra, que permitió asegurar un consenso obrero no demasiado exigente a
partir de un asistencialismo estatal no asumido como alternativa a cualquier
reforma de fondo.
El
debate sobre las circunstancias económicas que envolvieron el desarrollo del
peronismo ha sido siempre un componente esencial en las discusiones en torno de
la medida en que podía asignarse inspiraciones fascistas al proyecto y a la
política de Perón.
La
“izquierda nacional”, por ejemplo, ha consagrado no pocos esfuerzos teóricos al
rechazo de todo análisis que atribuyera caracteres fascistas al régimen
encabezado por Perón entre 1946 y 1955.
Una
de las tesis más usada en respaldo de este afán es la de considerar al fascismo
como un fenómeno típico del capitalismo avanzado.
Como
movimiento de masa inscrito en los mecanismos de la economía capitalista, según
este enfoque, el fascismo sólo sería posible en sociedades desarrolladas y de
vocación imperial que pudiera financiar concesiones a sus propias clases
obreras con recurso extraídos colonialmente de otros pueblos.
El
fascismo europeo se habría asentado de esta manera sobre la posibilidad de
compensar con plusvalías de ultramar una reducción de las plusvalías recabadas
del proletariado metropolitano, generando así las condiciones necesarias para
ganar consenso popular en favor de la colaboración de clases en el orden
interno de las naciones dominantes.
Esta
tesis es bastante cuestionable, al margen de las dudas que puedan suscitarse a
propósito de la medida en que sea correcto considerar “avanzado” el estadio
alcanzado por el capitalismo en Italia de la primera posguerra.
La
objeción fundamental, y obvia, es esta: si las burguesías de los países que han
llegado a tal estadio están efectivamente en condiciones de aplacar la
intranquilidad obrera en el ámbito doméstico buscando fuentes de plusvalía en
el exterior, no se comprende para qué podrían necesitar el fascismo, fenómeno
que casi siempre ha entrado en escena como recuro extremo ante situaciones
incontrolables de tensión social.
Una
democracia como la que se desarrolló en los Estados Unidos bajo el New Deal de Roosevelt, consolidado en el
marco de un welfare state de
inspiración keynesiana, sería un destino mucho más lógico y previsible que el
fascismo para una sociedad capitalista que esté en condiciones de resolver sus
propios problemas sociales básicos con la succión de recursos externos.
Con
todo, se puede acreditar un acierto parcial a la tesis de la “izquierda
nacional” en la consideración de un fascismo integral al estilo europeo, con
márgenes que le permitan adquirir consensos de masa mediante el asistencialismo
de Estado, es bastante imprevisible en un país dependiente que, además de no
contar con fuentes externa de plusvalía, sufre un constante drenaje de su
propia riqueza en favor de las potencias dominantes.
Políticas
y prácticas económicas impuestas desde el exterior trazan en la nación que las
aplica las vías de este drenaje, ahogando toda posibilidad de desarrollo
industrial autónomo, bloqueando la adquisición de tecnología, privilegiando
capitales que vienen de afuera y que hacen fluir sus ganancias, manteniendo
atada la economía del país a fortunas de producción primaria que abren curso a
una ulterior evasión de riqueza a través del deterioro de los términos del
intercambio.
Es
indudable que un cuadro como éste, signado por la imposibilidad de acumular recursos,
no abre muchos espacios para un fascismo asistencial de tipo europeo.
De
este cuadro parecería deducirse que una política social concesiva , como la
desarrollada por Perón durante el período 1946-1955, siendo teóricamente
inexplicable en la dependiente Argentina de los años ’40 como producto de una
estrategia fascista orientada a preservar el orden económico preexistente, sólo
puede explicarse atribuyendo al peronismo componentes revolucionarios capaces
de subvertir ese orden.
En
una deducción de este tipo se asienta la tesis de la “izquierda nacional”.
Invalida
esta deducción, sin embargo la situación anormal generada por la segunda guerra
mundial, que abrió un paréntesis de varios años en la historia de la Argentina
como país periférico y económicamente tributario de las grandes metrópolis
industriales.
Durante
ese singularísimo lapso, que abarca los años de la guerra y por lo menos el
primer bienio de la posguerra, los mecanismos económicos de la dependencia
quedaron en suspenso o funcionaron inclusive al revés, ofreciendo a la Argentina un acceso tan
excepcional como precario a los deleites y privilegios de las naciones
dominantes.
Las
potencias centrales vieron devastada por la guerra su actividad agropecuaria al
tiempo que su aparato industrial abandonaba la línea de producción que les eran
habituales para volcarse a la fabricación de pertrechos bélicos.
De
este modo, y en el marco de una economía de guerra extendida a prácticamente a
todo el mundo, cesó la oferta de los bienes manufacturados que tradicionalmente
importaba la Argentina, mientras crecía, en cambio, la demanda mundial de carne
y el trigo procedentes del granero rioplatense.
Inhibida
de importar y fortalecida en su papel de exportador, la Argentina quedó
embarcada en un acelerado proceso de sustitución de importaciones, al tiempo
que encontraba para su propia producción agropecuaria un anhelante mercado
internacional que le permitía fijar precios a su arbitrio.
En
otras palabras, el flujo de divisas hacia afuera quedaba bloqueado mientras el
proceso inverso se veía poderosamente engrosado, con lo que el deterioro de los
términos del intercambio estaba funcionando, de alguna manera, al revés.
Esta
Argentina, que engordaba con el hambre de Europa en una rara inversión del
proceso normal, pudo disfrutar excepcionalmente de una economía de acumulación
que la convertiría, si bien fugazmente, en un país “europeo”.
Es
decir, un país dotado de la condiciones que la “izquierda nacional” visualizaba
como habilitantes de un fascismo asistencial propio del capitalismo avanzado.
La
alianza militar-sindical, fundada en la posibilidad de ganar consenso de masa a
partir de una política de preservación del orden existente, germinó y prosperó
en esta irregularidad histórica.
Pero
al iniciarse la década de los años ’50, la anomalía estaba agotada.
Superados
los efectos más distorsionantes de la guerra, los países centrales habían
recuperado sus funciones de países centrales y los periféricos las suyas de
periféricos.
Para
la Argentina la aventura de la acumulación había llegado a su fin y el mero
asistencialismo de Estado se hacía ya impracticable como fuente de consenso.
Para
el peronismo, que había extraído su naturaleza de aquella anomalía histórica,
se acercaba la hora de una opción que podía despedazar su identidad: había
que elegir entre seguir custodiando la continuidad del ordenamiento
económico-social existente a precio de perder el consenso de masa, o bien
preservar ese consenso a precio de quebrar aquella continuidad impulsando reformas
para las que no había cabida imaginable en el esquema de la alianza
militar-sindical.
De
uno u otro modo, esta alianza estaba condenada a la extinción.
En
el frente militar – que ya entrevía claramente la necesidad de encarar a breve
plazo un endurecimiento que llenara con la policía los huecos abierto por el
asistencialismo en repliegue – se generalizó además la convicción de que el
reemplazo de una política por otra no debía operarse como un cambio interno del
régimen peronista.
El
régimen peronista debía desaparecer.
Aunque
unidos en tal convicción, sin embargo, los militares argentinos estaban
divididos en cuanto a sus fundamentos.
Y
a partir de esta división se desarrollaron las dos grandes corrientes castrenses
que habrían de rivalizar durante dos décadas tras la caída de Perón en el
intento de marcar el rumbo de la vida política argentina.
El
sector militar “liberal”, visceral e irracionalmente antiperonista, atribuía a
Perón y a sus seguidores una suerte de perversidad intrínseca que planteaba a
las Fuerzas Armadas la obligación moral de descartar un futuro aval castrense a
cualquier solución política e institucional que los incluyera.
El
sector militar “nacionalista”, encarnado en el general Lonardi y su entourage, cuyas raíces se hundían en la
vieja alianza eclesiástico-militar que en 1945 había apoyado el proyecto de
Perón como fórmula adecuada de contención de masas, conservaba aún aquella
visión apreciativa del papel que atribuían al peronismo, per consideraba
imposible ya que éste siguiera desempeñándose desde el poder.
Al
resurgir en el país las condiciones de normalidad económica que habrían de
devolver a las comisarías el papel temporalmente desempeñado por el
asistencialismo en la tarea de bloquear las presione sociales, los
“nacionalistas” temían que una eventual asunción de la nueva política por parte
del propio peronismo encerrara el peligro de desperonizar a la masa, dejándola
nuevamente en disponibilidad para las conducciones de izquierda a las que había
sido arrebatada en 1945.
Liberales
y nacionalistas coincidían así en buscar el derrocamiento del peronismo; los
primeros, para poner fin a lo que consideraban sus innatas perversiones; los
segundos, para preservar lo que consideraban sus innatas virtudes.
Es
probable que el propio Perón compartiera este último punto de vista.
La
resignación con que se dejó acompañar por Mario Amadeo (*) hasta la cañonera paraguaya que lo llevaría al exilio acaso
reflejara el asentimiento de ambos a este penoso recodo que imponía la historia
al derrotero del peronismo para salvar la naturaleza originaria del movimiento.
El
intento de dejar espacios abiertos para que el peronismo pudiera desarrollar
desde la “oposición” el papel de regimentador de masas que ya no podía cumplir
desde el poder resultó visible durante la efímera etapa lonardista de la
Revolución Libertadora.
El
esfuerzo por expulsar al peronismo de todos los niveles del poder coincidió con
el intento de preservar el status del
sindicalismo peronista, en una doble acción de apariencias contradictorias que
el “liberalismo” militar consideraba escandalosamente reiterativo de la
demagogia que se intentaba extirpar.
Con
el posterior desmantelamiento de los sindicatos peronistas, tras la caída de
Lonardi (**) y la consiguiente
clausura de todo espacio legal para el movimiento, los militares “liberales”
sólo consiguieron, en el fondo y a su pesar, perfeccionar los mecanismos de
preservación ensayado por los “nacionalistas” en relación con el peronismo.
La
persecución y la clandestinidad tuvieron a su respecto un efecto más
tonificante y revitalizador que el papel de “oposición de su majestad” ideado
por el equipo lonardista.
(*)Mario Amadeo, nacionalista de
derecha, ocupó la cartera de Relaciones Exteriores durante e fugaz gobierno del
general Eduardo Lonardi, surgido de la insurrección militar que en setiembre de
1955 puso fin al régimen de Perón.
Amadeo facilitó la expatriación de
Perón, garantizando su incolumidad mediante el gesto de acompañarlo hasta la
cañonera que habría de llevarlo al Paraguay y oponiéndose con energía a la
presión de sectores navales que exigían un ataque armado a la nave para
capturar o matar al presidente depuesto, aun a precio de llegar a una ruptura
de relaciones con el país vecino.
(**)Lonardi fue removido del poder el
13 de noviembre de 1955 como resultado de una conjura de palacio promovida por
los sectores civiles y militares más antiperonistas, recelosos de la política
contemporizadora emprendida bajo su gobierno en relación con el peronismo.
Reemplazó a Lonardi en la presidencia
el general Pedro Eugenio Aramburu.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 40, 41 y 42
No hay comentarios:
Publicar un comentario