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Identificada
la “derecha” en el grandote, en el grupo maquiavélico o en la clase dominante,
parecería lógico identificar a la “izquierda” en el esclavo o en la clase
dominada.
Pero
eso no sería correcto. “Derecha” e “izquierda” son términos que denominan
políticas, y toda política encierra una voluntad activa, una individualización
de objetivos y de medios para alcanzarlos.
Pero
en todas las situaciones descritas hasta ahora, sólo la “derecha” aparece presentada
como sujeto de una política, de una acción.
En
el otro extremo de la relación, sólo se ha descripto un estado de pasividad, de
claudicación física en los primero cuatro esclavos del grandote, de alienación
en la clase dominada.
Ni
aquellos primeros cuatro esclavos ni la clase dominada son, a esta altura de la
descripción, sujetos de una política propia sino objetos pasivos de una
política ajena.
En
esa prehistoria de la dominación que es el mundo del grandote y sus primeros
cuatro esclavos, la izquierda entraría a escena si estos últimos se concertaran
para maquinar algún recurso que les permitiera contrarrestar o superar la
fuerza física de amo.
Una
conspiración que los llevara a unir sus cuatro estructuras musculares para
doblegar la musculatura de amo sería ya, embrionariamente, una política de
izquierda.
La
esclavitud y la libertad son aquí puros estados de fuerza.
Ser
esclavo significa ser menos fuerte que el amo; liberarse significa llegar a
tener más fuerza que amo.
Se
trata de una relación entre musculaturas.
En
el mundo ya más complejo de la falsa universalidad, la objetiva relación de
fuerza en términos puramente musculares es favorable al sometido.
Es
precisamente este desequilibrio lo que obliga a la “derecha” a generar la falsa
universalidad, cuyo destino es el suplir la validez perdida de los bíceps como
factor de dominio.
Y
este salto de calidad entre los dos niveles del sojuzgamiento origina un
correlativo salto de calidad en los contenidos de la liberación.
El
sometido deberá liberarse ahora, no ya de una mera supremacía física ajena, sino de un estado de alienación, de una mentira.
Desarrollada
la falsa universalidad, la “izquierda” entra en escena cuando alguien advierte,
desde el seno de la clase dominada, la naturaleza real de la relación
establecida con ella por la clase dominante.
La
“izquierda” es, en este sentido, descubrimiento de la realidad, toma de conciencia, lucidez.
El
contenido de su acción, su política, es siempre y por definición algo que se
hace con la verdad, a partir de la verdad
en función de ella: conocerla, profundizarla, difundirla, abrirle los
ojos a la gente.
La
verdad es, efectivamente, revolucionaria.
En
su esfuerzo por dejar la realidad a la vista removiendo las capas de falsa
universalidad que la recubren en toda relación de dominio, la “izquierda” va
planteando a la “derecha” sucesivas necesidades de readecuación.
Acosada
por la verdad en brotadura, la “derecha” se ve precisada a renovar
constantemente sus fórmulas de autodefinición para cerrar las brechas que van
quedando abiertas a la visión de su propia realidad.
La
falsa universalidad tiene que cumplir siempre y necesariamente con el requisito
clave del que extrae de la mentira todo su sentido y su utilidad: el de poder llegar como una “verdad” a la conciencia de su
destinatario.
La
mentira, para ser efectiva como tal, tiene que ser creíble, verosímil, parecida
a la verdad.
Es decir, parecida a la izquierda.
Y
cuando la verdad de la “izquierda” cobra cierto grado de vigencia y de
asentamiento en una comunidad, la falsa universalidad de la “derecha” se ve en
la necesidad de absorberla, asimilarla, incorporarla de alguna manera a sus
propias fórmulas de autodefinición para asegurarse la credibilidad de la que
depende su valor instrumental como factor de dominio.
Asentada
socialmente una verdad de la “izquierda”, la “derecha” cumple a su respecto un
acto de apropiación, que forzosamente tiene que ser, al mismo tiempo, un acto
de vaciamiento.
Lo
que la “derecha” asimila de la verdad es su formulación, su lenguaje, sus
palabras.
Así
como la naturaleza de la distinción entre las esclavas de ojos azules y las de
ojos negros impone a los grupos una comunidad de lenguaje, la “derecha” se ve
forzada por su propia naturaleza a decir “azul” toda vez que la izquierda dice
”azul”.
La
falsa universalidad de la “derecha” se va enriqueciendo de esta manera con un
lenguaje progresivamente expropiado a la “izquierda”, y ésta se ve forzada, en
consecuencia, a preservar el contenido diferenciado de su mensaje profundizando
cada vez más su enunciación, añadiéndole sucesivas precisiones, aclaraciones y
explicaciones que también son deglutidas a la larga por la falsa universalidad
en una operación que impone a la “izquierda” esfuerzos ulteriores de
profundización.
Esta
dialéctica del lenguaje es, en verdad, una de las dimensiones esenciales de la
lucha de clases. (*)
Rolando
García (**), en un discurso que
pronunció el 24 de junio de 1963 en la Universidad del Litoral para conmemorar
el 45° aniversario de la Reforma Universitaria, aludió de alguna manera a esta
dialéctica, aunque incurriendo en una caracterización de la “derecha” que
preludiaba ya el maniqueísmo extremista de sus opciones políticas posteriores.
“Tiempos
difíciles éstos para no perder el rumbo”, dijo, “Tiempos en que Washington
habla de reforma agraria, y el Vaticano de tolerancia ideológica; en que la
Democracia Cristiana de Venezuela escribe en las paredes: “Los obrero al
poder”… Nos ha dejado sin slogans,
sin lemas, sin gritos de guerra. Nos han corrompido el lenguaje, nos han
mezclado las palabras… Ya no podemos reclamar a voz en cuello ‘reforma
agraria’, sin entrar en largas explicaciones y diferenciarnos cuidadosamente de
Betancourt. Ya no podemos proclamar que
luchamos por un mundo ‘libre’, sin antes limpiar el vocablo de las
connotaciones espurias que adquirió asociando a ‘empresas’, o a ‘prensa’, o a
‘enseñanza’. Ya no podemos hablar de ‘desarrollo’ sin deslindar posiciones con
Frondizi y con Kennedy”.
Quizá
valga la pena anotar aquí que García, en su búsqueda de ejemplos aptos para
ilustrar el despojo del lenguaje izquierdista por parte de la derecha, se
inclinó por localizar a ésta en el área política liberal, dejando traslucir el
trasfondo ideológico que años después habría de llevarlo a encontrar un
liderazgo revolucionario en el antiliberalismo de Perón y tomar ubicación en el
escaparate de la intelectualidad montonera.
Su
esfuerzo por focalizar en el “progresismo” liberal el enmascaramiento
izquierdista de la derecha lo induce a omitir los casos más palmarios y
escandalosos de esta apropiación lexicográfica que se localizan en el fascismo.
El
concepto mussoliniano de “Nación proletaria”, la jerigonza antiplutocrática y
anticapitalista de los camisas negras y la asunción hitlerista del fascismo en
términos de un socialismo nacional no figuran entre los casos que García
consideraba dignos de mención.
Sobre
estos casos, en cambio, focalizó su atención Elio Vittorini, al trazar en 1946
una distinción entre fascismo-sustantivo y fascismo-adjetivo, dos expresiones
con las que intentaba diferenciar la naturaleza implícita del fascismo y el
testimonio exterior que éste daba de sí en un envoltorio de palabras, lemas y
conceptos de extracción izquierdista.
Dirigiéndose
en la inmediata posguerra a los millares de jóvenes que habían sido fascistas y
que ahora se avergonzaban de haberlo sido a la luz del horror desentraño por la
guerra como la naturaleza real del fascismo, Vittorini recordó haber sido en
los años ’30, él también, un militante de la juventud fascista.
Aquellos
jóvenes, decía Vitorini, “eran generosos; no eran reaccionarios: no estaban en
favor de Donegani, Agnelli, etc., sino en contra de Donegani, Agnelli, etc.;
abogaban por un progreso, por una ‘mejor justicia social’, por eliminación
del latifundio y la socialización de las
grandes empresas.
El fascismo les dijo ser precisamente esto: progreso,
justicia social, eliminación del latifundio… se presentó ante ellos como
anti-Donegani, nadie les dijo que era en
cambio, el expediente extremo de los Donegani”.
Recuerdo
que un intelectual montonero me dijo cierta vez: “Los alemanes, en el fondo, no
se equivocaron cuando votaron por Hitler, ya que Hitler agitaba verdaderas
banderas populares”.
Claro
que las agitaba.
Las
esclavas de ojos negros dicen siempre que los tienen azules.
Si
no equivocarse en política significara atender a las banderas, nadie se
equivocaría jamás.
La
credibilidad en una política no radica en su formulación, sino en color que tienen
los ojos de quien la formula.
De
ahí que cuanto estoy diciendo aquí acerca de los montoneros sea más
oftalmología que una polémica con sus dichos.
Un
intento de saldar cuentas no con sus palabras, sino con los ojos que
parpadeaban tras ellas.
Que
no siempre eran ojos montoneros. Dos de estos ojos fueron los de Perón.
(*)Debo aclarar a esta altura que el
nexo esencial señalado aquí entre izquierda y verdad en el plano lógico ofrece
no pocos motivos de perplejidad tan pronto como uno desciende a examinar las
relaciones entre ambos términos en el plano histórico.
Si la cultura política de “izquierda” encierra en su propia
definición lógica una irrenunciable necesidad de verdad, de alcanzar, ampliar,
profundizar y difundir el conocimiento de la verdad, ¿cómo se explica, por
ejemplo, la censura de prensa bajo un gobierno de izquierda? Si en el orden
lógico la verdad es revolucionaria
y la revolución encuentra en la verdad su propia naturaleza, ¿por qué en el
acontecer histórico concreto las revoluciones se han materializado siempre
cerrando el acceso a la verdad?
Si se tratara de un caso aislado, una
peculiaridad de tal o cual revolución concreta no justificaría un sobresalto
teórico como el que aquí estoy exteriorizando.
Pero se trata, en cambio, de un
fenómeno general, sin siquiera un simulacro de excepción, que se ha venido
reiterando sin variantes en todos los procesos revolucionarios.
Todas las políticas revolucionarias en
el campo de la información – que es el mecanismo a través del cual se pone la
verdad a alcance de la gente – han coincidido monótonamente y sin fisura en una
invariable necesidad de desnaturalizarla.
La información bajo regímenes
revolucionario, no es una vía de acceso a la verdad sino un instrumento de
motivación.
Tanto en la Unión Soviética como en
Cuba, en China como en Albania, informar significa no ya servir al inalienable
derecho de la gente de conocer la verdad, sino de condicionar a la gente a
desarrollar determinados comportamientos.
Los hechos son mostrados, ocultados,
dosificados, tergiversados, afeados o embellecidos de acuerdo al tipo de
conducta que se desea generar en la gente mediante la información acerca de
ellos.
Informar revolucionariamente, en suma,
termina por ser una operación manipuladora que establece entre el proveedor y
el receptor de la información una relación de sujeto a objeto que es propia de
las políticas de derecha.
¿Qué significa todo esto? ¿Significa
que son erróneas en el plano teórico-lógico las definiciones ofrecidas aquí de
la izquierda y la derecha? ¿O significa que en plano histórico la
discriminación real entre derechas e izquierdas no pasa por donde viene pasando
convencionalmente desde hace generaciones?
Responder a estas preguntas requeriría
otras cien páginas de reflexiones, que dejo para otra oportunidad. Pero no
podía explayarme honestamente en idílicas consideraciones sobre la
izquierda-verdad sin siquiera dejar planteado el problema.
(**)Rolando García, decano de la
Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de Buenos Aires durante
el período de autonomía universitaria que se extendió entre 1956 y 1966, fue
unos de los principales orientadores de la izquierda reformista en la vida
académica argentina de esa década.
Tas el golpe militar de 1966 se acercó
al peronismo, encabezó por encargo de Perón un equipo técnico de planificación
y, por último, ingresó en el Movimiento Peronista Montonero.
32
Durante
los años de mi adolescencia, que coincidieron con los de la segunda guerra
mundial y la inmediata posguerra, me convertí en un simpatizante del entonces
coronel Perón algún tiempo antes que la mayoría de los argentinos se enterara
de su existencia.
Esta
simpatía pionera, sin embargo no me acredita para reivindicar títulos de
primacía entre los hombres de izquierda que más tarde habrían de atribuir
contenidos revolucionarios al peronismo y disputare el mérito de haber sido el
primero en descubrirlos.
Todo
lo contrario. Mi interés adolescente en Perón se debió simplemente a un
complejo de circunstancias familiares sociales
ambientales que habían hecho de mí un empedernido, obsesivo y fanático
fascista.
A
la edad de 15 años, mientras se sucedían la batalla de Stalingrado, el colapso
de las fuerzas ítalogermanas en Africa y el golpe del 4 de junio de 1943 en la
Argentina, yo tenía a la cabecera de mi cama, en lugar del Cristo que presidía
la de mis amigos, un retrato de Mussolini: aquel perfil clásico e imponente de
la mandíbula tensa, el mentón agresivo y la mirada centelleante a la sombra del
casco negro.
Mis
últimas palabras antes de acostarme por las noches y las primeras al levantarme
por las mañanas eran las del ritual “Saluto al Duce” pronunciadas con la
diestra en alto y en posición de firme.
Mi
horas de estudio transcurrían envueltas en un vértigo de frases, consignas,
pensamientos y lemas mussolininanos – Credere,
combatieri; Nudi alla meta; Se avanzo segitemi, se mi fermo, spingetemi, se
indietreggio, uccidetemi – esparcidas por la paredes de mi cuarto y bajo el
vidrio que cubría mi escritorio.
Armado
de un credo que condenaba la comodidad y la “vida en pantuflas” de la
burguesía, me flagelaba todas las noches con cinturón de cuero y eludía la
molicie del ascensor para llegar a mi departamento del sexto piso.
Me
esmeraba en caminar marcialmente, en lucir camisas oscuras, y en librar cada
mañana asistido, por la gomina Brancato, una larga batalla por dominar mis
remolinos en un peinad que se pareciera al de Galeazzo Ciano.
Como
residuo de todo ese delirio, sólo sobrevive hoy mi firma, ampulosa y delatora
de lejanos esfuerzos por imitar la de Mussolini.
Criado
por unos tíos que se hicieron cargo de mí al divorciarse mis padres en 1939 –
se trataba de una tía paterna y su esposo, el ya conocido tío Virginio de las
aventura amazónicas – yo vivía además en lo que bien podía considerarse el
riñón del entonces numeroso sector fascista de la colonia italiana en Buenos
Aires, acaudillado por Adriano Masi.
Delgado,
alto, elegantísimo en sus trajes invariablemente azules y cruzados, con sus
cabello totalmente blancos echados hacía atrás en un peinado también similar al
de Ciano, pero seguramente anterior a la moda de imitarlo, Masi me provocaba
sentimientos encontrados, oscilantes entre la admiración por su refinamiento y
cierta decepción por su contraste con la acerada dureza que yo imaginaba como
obligatoria en un jefe fascista.
Me
divertía además su distraidísima esposa, Angelina, condenada a insertar siempre
en las conversaciones del prohombre comentaros que jamás atinaban a tener algo
que ver con ellas.
Buenos
amigos de mis tíos, los Masi solían invitarlos a cenar en ceremoniosas veladas,
a veces íntimas y a veces más concurridas, que tenían por escenario su señorial
residencia de la avenida Callao, frente a la plaza Rodríguez Peña.
Se
trataba, si no me equivoco, del petit
hotel que años más tarde habría de convertirse en sede de la embajada
siria.
Había
algo siniestro en aquellas cenas, que perduran en mi memoria asociadas con las
imágenes más estereotipadas de las películas de espionaje.
Al
evocarlas recuerdo un vasto y mal iluminado comedor, con indecisos parches de
luz sobre un trasfondo rojizo de cortinados y gobelinos inmersos en la
penumbra.
Y
me veo sentado al lado de mi tía, a un costado de la gran mesa de roble,
con mi tío ubicado solitariamente en
frente, Masi en un extremo y Angelina en el otro, atendidos por tres
gigantescos y silenciosos mozos alemanes.
En
rigor, sólo uno de esto colosos teutones servía la mesa, mientras los otros dos
permanecían en pie como estatuarios guardaespaldas, uno de ellos tras la silla
Luis XV de Angelina, el otro detrás de Masi.
Más
tarde se me dijo que Masi había fijado, como requisito para acceder al
privilegio de servirle la mesa, que los aspirantes al cargo fueran alemanes y
de una estatura no inferior al metro noventa centímetros, ejemplares
decididamente escasos en el mercado laboral argentino y cuyo origen me
resultaba francamente misterioso.
Este
ambiente, estas circunstancias y este entorno humano componían el singularísimo
ángulo de visión desde el cual presencié en Buenos Aires el surgimiento del
peronismo.
Recuerdo
que ese entorno humano vivió con alarma el golpe militar del 4 de junio, cuyas
primeras apariencias sugerían la posibilidad de que su objetivo hubiera sido el
de poner fin a la neutralidad mantenida por el gobierno conservador de Ramón
Castillo y alinear a la Argentina junto con las potencias aliadas en guerra con
el Eje.
A
los pocos días del alzamiento militar, sin embargo, aquellos temores se
disiparon.
Como
explicación de este cambio, uno de los personajes que rendaban por el mundo de
los Masi me dijo: “Detrás de todo esto está el coronel Perón un militar
inteligentísimo y, además, uno dei nostri”.
Perón
ingresó así en mi vida como un ingrediente más de aquella rutina que incluía el
“saluto al Duce”, el noticiero nocturno de radio Roma, los seis pisos de
esacalera recorridos a paso de bersagliere
y los gigantes alemanes de Masi.
33
En
el mundillo de los Masi, sin embargo, lo entusiasmos iniciales por Perón no
tardaron en enfriarse.
Los
grandes exponentes de la colectividad fascista en Buenos Aires eran también
empresarios, estancieros, frecuentadores de la bolsa de comercio y pobladores
del Barrio Norte, hombres cuyas actitudes ante el desconcertante coronel
tendían a seguir por natural afinidad los humores de la Unión Industrial.
Dos
años después del golpe, sin embargo, mientras el antagonismo entre Perón y la
Unión Industrial llegaba a su punto más explosivo, me sorprendió advertir un
inesperado rebrote de las viejas simpatías por el naciente líder argentino en
por lo menos algunos sectores de la colonia fascistas italiana.
A
los humores de la Unión Industrial se había sumado ahora otra fuente de
influencia, con enfoques nuevos sobre lo que estaba ocurriendo en la Argentina.
Corría
el segundo semestre de 1945 y comenzaban a desembarcar en el puerto de Buenos
Aires los primeros jerarcas fugitivos de la Italia fascista y de la Alemania
nacionalsocialista que convergían sobre la Argentina en busca de refugio.
Muchos
de ellos inauguraban su vida de exilados en el país con visitas de
agradecimiento, curiosidad o camaradería a Perón.
Las
conversaciones que mantenían con él circulaban luego por la colectividad,
determinando en no pocos fascistas italianos ya residentes en la Argentina una
revisión del rumbos peyorativo que venía siguiendo sus apreciaciones sobre el
régimen militar de Buenos Aires.
Los
jerarcas, o por lo menos los pocos que yo tuve la oportunidad de conocer y
escuchar, llegaron a la Argentina como exponentes de un fascismo algo distinto
del que recordaban los residentes de sus contactos de preguerra con la Italia
de Mussolini.
Como
encarnaciones del “espíritu de Salo”, eran hombres cuyo fascismo, en contraste
con el de 1939 o 1940, incluía un feroz rencor por la traición de los Saboya,
de la aristocracia nobiliaria y económica de Italia, que abrazaba ahora a los
invasores anglosajones con el mismo fervor con que, un cuarto de siglo antes,
habían encontrado en los camisas negras una tabla de salvación.
Estos
hombres, contrariando las inclinaciones antiperonistas que habían comenzado a
prevalecer entre los líderes fascistas de la colectividad, tendían a valuar con
ánimo aprobatorio el enfrentamiento de Perón con la Unión Industrial, entidad
en la que veían una suerte de réplica argentina de aquella Italia “bien” y
traicionera que había dado la espalda al Duce.
Un Perón que quebraba lanzas con la oligarquía, sin descuidar la tarea de barrer a
balazos las conducciones sindicales comunistas, configuraban para ellos una
receta bien aplicada de lo que Mussolini debió haber hecho desde el comienzo.
Y
seguramente fue ésa la interpretación dada por los jerarcas exilados a una
frase que Perón solía repetir en sus conversaciones con ellos y que alguna vez
formuló también en público: “Yo me propongo a imitar a Mussolini en todo, menos
en sus errores”.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 31, 32 y 33
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