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Cuando la espiral de la violencia y la contraviolencia
logra efectivamente cubrir el tránsito entre el apacible colegiado uruguayo de
1963 y la feroz dictadura de Aparicio Méndez, una mentalidad evolucionada de
nuestra civilización racional y atenida a los hechos visibles percibe que ha
surgido, una situación nueva, distinta de la anterior.
Que ha habido, en suma,
un cambio.
Ubica además este cambio en el contexto de las
relaciones causales que gobiernan los hechos visibles, y advierte que ha sido promovido, condicionado, motivado.
Los acontecimientos toman entonces un giro inesperado
para las expectativas del extremismo revolucionario: la promoción del fascismo al mundo objetivo no genera adhesión a la
guerrilla urbana, sino todo lo contrario. Su efecto sobre la masa no es
movilizador sino inhibitorio. El hombre de la calle percibe en el extremismo
revolucionario no al enemigo de la dictadura, sino al progenitor de la
dictadura, el causante del cambio.
El extremismo revolucionario se defiende y argumenta:
aquí no ha habido cambio alguno. Nosotros no hemos cambiado nada. El fascismo
de hoy es el mismo que había antes, sólo que ahora está claro, a la vista.
La violencia guerrillera, de esta manera, no se asume
a sí misma, en rigor, como una política, como una praxis, como un modo e operar
sobre la realidad para producir en ella determinados cambios – pues se da por
supuesto que la realidad permanece inmutable -, sino como una mayéutica
aplicada, no a las cosas, sino al saber que se tiene acerca de ellas, un ritual iniciático en el que santones provistos de
ametralladoras y bombas de fraccionamiento guían paternalmente a la comunidad
hacia el conocimiento de realidades preexistentes.
Si bien se mira en la lógica de esta violencia
concientizante, el momento de la efectiva transformación de la realidad por vía
de la lucha antifascista concreta resulta visualizado siempre como posterior al
de la combatiente movilización masiva que se aspira a motivar con la previa
exposición del fascismo.
Pero como ya se ha visto que esta forma de violencia es a la vez inhibitoria de la movilización que se
pretende desatar con ella, resulta en los hechos que la hora de la
lucha antifascista concreta queda indefinidamente postergada, proyectada aun
vaporoso e inalcanzable futuro, como el de la resurrección de la carne.
Asumido como enemigo en abstracto, el fascismo jamás
llega a serlo en concreto para esta praxis que va anteponiendo inacabablemente
a la hora de combatirlo la tarea de provocarlo, convocarlo, preservarlo a la
vista de la gente.
En esta tarea, el
enemigo concreto es identificado siempre los moderados, los liberales, los
progresistas, responsables de empañar y restar visibilidad al “sistema”.
Silverio Corvisieri relata una ilustrativa
conversación que tuvo en oportunidad de mantener cuando en junio de 1979,
visitó com o diputado italiano la prisión de Spoleto para verificar el trato
recibido por los presos.
Allí se encontró con Vicenzo Guagliardo, un dirigente de las Brigadas Rojas, quien le
señaló el contraste entre el duro guardiacárcel responsable de su sección, a
quien los presos llamaban el “mariscal Pinochet”, y el director de penal, un
hombre de inclinaciones moderadas que concedía liberales facilidades a los
reclusos para visitar a sus familias.
El enemigo, para Guagliardo, era naturalmente el
director del penal. “Nos divide el frente”,
explicaba.
En 1979, la organización terrorista Prima Linea reivindicó en Italia el
asesinato del juez Emilio Alessandrini con un documento en el que señalaba como justificativo del crimen la eficacia del
magistrado. Alessandrini un progresista, debía ser eliminado porque siendo un
buen juez, fortalecía la credibilidad del Estado.
El golpe militar que derrocó en Chile al gobierno de
Unidad Popular fue saludado como un acontecimiento positivo por algunos
ambientes de le extrema izquierda europea.
Tal fue en Italia la reacción de Lotta Continua, que había aportado su grano de arena a las
motivaciones de golpe con su colecta realizada bajo la consigna de “armas para el MIR”.
Lotta
Continua recibió con preocupación, días después de golpe, la
versión de que un sector del ejército chileno marchaba sobre Santiago bajo el
mando del general Prast en defensa del derrocado régimen constitucional.
A juicio de este grupo, se
trataba de militares burgueses que intentaba arrebatar al proletariado chileno
una revolución que ahora tenía finalmente abierto el camino tras la cada del
“gobierno-freno” de Salvador Allende.
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En julio de 1966, días después del golpe militar que
derribó al gobierno de Illia en la Argentina, un activista estudiantil con el
que yo había tenido algunos tratos durante mi pasada militancia política se me
acercó en un café de la calle Corrientes, donde solía reunirme al caer la noche
con otros periodistas.
“Un viejo amigo te quiere ver”, me dijo hablándome
conspirativamente al oído. “Si me acompañas, podemos encontrarnos con él
ahora”.
Salimos juntos del café y recorrimos cuatro cuadras en
silencio hasta llegar al centro de la plaza Talcahuano.
Allí, parado junto a un ombú cuyo follaje lo protegía
de la escasa iluminación circundante, estaba Joe Baxter.
Líder de una pasada escisión de izquierda en la
organización ultraderechista “Tacuara” y futuro líder de una escisión populista
en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Baxter acababa de llegar
clandestinamente a la Argentina luego de hacer su experiencia de combatiente
revolucionario en Vietnam y de pasar un tiempo complotando en Montevideo.
Días antes, el flamante régimen militar del general
Juan Carlos Onganía había producido su primera muestra de brutalidad,
interviniendo violentamente la Universidad nacional de Buenos Aires en lo que
habrá de ser recordado como “La noche de los bastones largos”.
“¡Lo que está ocurriendo en la Argentina
es estupendo!”, me dijo Baxter. “¡Finalmente empiezan a darse las condiciones para la
revolución!”.
Esta conciencia jubilosa del fascismo en eclosión,
común a las reacciones de Baxter ante la caída de Illia, de Lotta Continua ante el derrocamiento de
Allende y de Guagliardo ante la providencial presencia de un Pinochet
penitenciario que “unificaba el frente”, fue también el excitante que en 1970
llevó a montoneros a irrumpir en el escenario argentino asesinando al general
Pedro Eugenio Aramburu.
He escuchado decenas de explicaciones montoneras de
las motivaciones que precipitaron este crimen, y todas ellas coincidían en
aquella invariable exaltación de la “claridad” que aportan los halcones cuando
devoran a las palomas.
El fascismo, por fin, estaba allí, presente y a la
vista en el uniforme del general Onganía, despertando conciencias que habían
quedado dormidas bajo el blando gobierno de Illia.
Después del “Cordobazo”, sin embargo, comenzó a cobrar
consistencia en el seno del ejército argentino una corriente militar liberal
que, con Aramburu como figura alternativa, se fue distanciando de Onganía en
busca de una apertura política.
En los primeros meses de 1970, ya había inorgánicas
deliberaciones castrenses, contactos tomados con las proscriptas fuerzas
políticas y viajes de discreto emisarios a Madrid, signos todos de que el rumbo
de la “Revolución Argentina” estaba por ser torcido hacia un proceso de
democratización que contemplaba inclusive, por primera vez en quince años, el
reconocimiento legal del peronismo.
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Ha ocurrido siempre y en todas partes: jóvenes nacidos
en familias de clase media más o menos acomodadas, que por su origen social
tienen acceso a estudios superiores, librerías de moda, bibliotecas, conversaciones
sofisticadas en las que se habla de alienación, de Marx, de Marcuse o de lucha
de clases, y que un buen día, a la luz de las nociones bien o mal absorbidas de
este contorno, tienen una súbita percepción de la falsedad, la hipocresía, la
inmoralidad fundamental en que descansa la vida de sus padres.
Esa percepción lleva a una primera sensación de
repugnancia, de rechazo por ese mundo cuyo símbolo inmediato y cotidiano es
papá.
“Caro papá”, la película de Dino Risi, describe con
gran acierto este pequeño y emblemático drama familiar de un adolescente que,
de pronto, se ve repelido hacia un submundo de marginación seudorevolucionaria
por un padre que acumula millones de dólares en oscuros tratos transnacionales
invocando a cada paso su pasado de partigiano.
Este rechazo, en sí mismo, no es negativo. Está bien
que una fortuna construida sobre el hambre de braceros sicilianos, mineros
chilenos o indocumentados mexicanos repugne a un adolescente de este estrato
social, aun cuando sea su familia el marco en el que esta realidad se le
manifiesta.
Pero en siete casos de cada diez, esta naciente
conciencia de rechazo surge con adherencias del medio social que le sirve de
marco.
Es un rechazo que retiene porciones del mundo que
rechaza, gustos, inclinaciones y prerrogativas de clase que impiden dar a ese
primer momento de repulsión proyecciones revolucionarias.
Y el rechazo, a la postre, se queda en mera rebeldía.
Un revolucionario es, por lo pronto, un individuo
política, ideológica y culturalmente independiente.
Tiene sus propios fines, su propia tabla de valores,
su propio camino.
Y cuando da un paso, lo da arrastrado teleológicamente
hacia adelante por aquella objetiva constelación de fines y valores que lo
trasciende.
Un rebelde, en cambio, vive de rebote.
La dirección de sus movimientos no está marcada por metas que lo atraen sino
por realidades dadas que lo repelen.
Y la repulsión desnuda, la repulsión
vivida como un absoluto y no como un momento derivado de una previa percepción
de valores y objetivos que califican de rechazable lo rechazado, se resuelve en
un puro negativismo.
La negación en su variante absoluta, es
un modo de depender de lo negado.
El joven rebelde, carente de una tabla de valores
propia, necesita conocer la tabla de valores de sus padres para construir
por inversión la suya.
Si su rebeldía se expresa en la indumentaria,
ruborizará a su padre presentándose desgreñado, grasiento y con deshilachados jeans en las recepciones que ofrece su
familia.
Si se expresa a través de la literatura escribe versos
obscenos que escandalicen a la tía Eduviges.
Y si se expresa en términos políticos, las opciones
del joven rebelde no serán otras que las del entorno familiar asumidas con
signo invertido.
En mis tiempos, por lo menos, este rechazo negativista
consistente consistente en poner cabeza
abajo la escala de valores de papá e cumplía en el terreno político a través de
la siguiente operación: el adolescente se preguntaba qué era lo que papá más
temía y detestaba en el campo político.
La repuesta era, generalmente: “el comunismo
internacional”.
Y el joven rebelde, en consecuencia, corría a
inscribirse en el Partido Comunista.
Pero esta afinación fundada en la mera inversión
mecánica del anticomunismo paterno reviste peculiares modalidades.
Bajo el rótulo de “comunismo”, nuestro
joven rebelde asumía como su propio destino político no lo que el comunismo
era, sino la imagen negativa que tenía del comunismo su padre.
Papá creía que los comunistas eran inescrupulosos, y
nuestro joen rebelde posaba de inescrupuloso. Papá creía que los comunistas
eran sanguinarios y violentos, y nuestro joven rebelde posaba de sanguinario y
rebelde. Papá creía que los comunistas negaban los valores fundamentales de la
familia, y nuestro joven rebelde abogaba por el amor libre y la lucha contra el
autoritarismo paterno.
El comunismo que nuestro joven rebelde
abrazaba no era sino una antología en negativo de los juicios o prejuicios anticomunistas
de su familia.
Pero una vez ingresado en el PC, el joven rebelde se
encontraba con la sorpresa de que los comunistas no eran así. Los descubría
pacíficos y rutinarios, cumplidores de horarios y amantes de la vida familiar. Por momentos, hasta se parecían a papá.
Sobrevenía entonces el desencanto, y el joven rebelde
traducía su frustración en dos actitudes posibles: o abandonaba el partido para
canalizar su rebeldía por otros conductos, eventualmente la droga o la cultura
beat, o permanecía un tiempo más en el partido para generar una escisión
colectiva de extrema izquierda.
Gran parte del extremismo revolucionario
ha tenido este origen.
fuente
"Montoneros la Soberbia Armada", Capítulos 7, 8 y 9
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