⑪
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El
primer pecado al que están expuestas todas las revoluciones triunfantes es el
de la soberbia.
Algunos
han tratado de resistirlo, casi nunca con éxito, pero evidenciado por lo menos
en algún momento de su trayectoria cierta conciencia de problema.
Otras
se han abandonado se han abandonado a ella voluptuosamente y sin reservas.
La
revolución cubana figura, por antonomasia, entre estas últimas.
La
soberbia revolucionaria se desarrolla en dos momentos críticos.
El
primero es el de la autoglorificación, que produce en la revolución una versión deformada de su propia génesis histórica a fuerza de depurarla de los
componentes impuros, cuestionables o poco decorosos que todo proceso
revolucionario incluye.
El
segundo es el de la postulación de la propia imagen, ya
mistificada y adulterada por la autoglorificación, como modelo universal.
A
Lenin se le pueden objetar mucha cosas, pero no la de haber caído en esta
vanidad.
Él
tuvo conciencia conciencia en su momento del peligro que podía representar para
la suerte de otros procesos revolucionarios la adopción universal de
modelo ruso.
De
hecho, sus últimos años lo muestran cas obseso por prevenir a los comunistas
europeos contra la tentación de ver en la toma insurreccional del Palacio de
Invierno – producto de excepcionales e irrepetibles circunstancias
históricas – un camino obligado e insoslayable.
El
castrismo no nació dotado de esta sabiduría, y una vez tomado el poder, se
dedicó a reelaborar su trayectoria hacia el en una grandilocuente
reconstrucción histórica que marginó del proceso todo factor extraño a la
épica guerrillera,
y cuyo resultado fue el de impedir una conciencia objetiva de
los hechos que condujeron al derrocamiento de Batista.
Para
cualquier adolescente cubano de nuestros días, cuyo conocimiento de la
revolución que lo ha formado no tiene otra fuente que la incontrastada
historiografía oficial, puede resultar increíble el dato de que, en Argentina
de los últimos años ’50, la primera propuesta de enviar armas a esos valientes jóvenes que se batían
en la Sierra Maestra contra la dictadura de Batista no provino de grupo alguno
que pudiera calificarse de revolucionario izquierdista o siquiera popular, sino del almirante Isaac Rojas, un conservador considerado arquetípico del “gorilismo”.
La
de Rojas, por otra parte, no fue una iniciativa individual aislada y
excéntrica, sino una actitud representativa del estado de ánimo con la lucha de
Castro y sus guerrilleros contra el régimen de Batista era seguido, con matices
en más matices en menos, por todo el
orden constituido del hemisferio, incluido el Departamento de
Estado norteamericano.
La
historia de aquellos días no registra un solo paso efectivo de los Estados
Unidos encaminado a frenar, entorpecer o impedir la marcha de Castro hacia La Habana.
No
entraron en escena los marines, como
habrían de hacerlo pocos años después en la República Dominicana, ni hubo
intervenciones indirectas, como la de 1954 en Guatemala.
Fueron
muchas, en cambio, la señales de la benevolencia con que la administración de
Dwigth Eisenhower encaraba el apoyo abierto ofrecido a los revolucionarios
cubanos por gobiernos amigos o tolerados como el venezolano Betancourt o el
costarricense de Figueres.
La
naciente revolución cubana, lejos de ser visualizada en eso días como
incubadora de un rabioso estado socialista, parecía inscrita más bien en la
moderada estrategia de la Legión del Caribe, un movimiento que muchos
consideraban inspirado secretamente por Washington y que agrupaba a las fuerzas
democráticas en lucha contra las dictaduras del área.
Es
notoria la trayectoria pendular que ha seguido siempre la política hemisférica
de los Estados Unidos.
Desde
los años ’30 por lo menos, la defensa de los intereses norteamericanos en la
región se ha venido cifrando alternadamente en la instalación de regímenes
dictatoriales y en la promoción de controlables alternativas democráticas a las
dictaduras cuando estas se desgastaran.
La
Legión del Caribe, aun al margen del acierto o del error de las especulaciones
que le atribuían una relación vicaria con el Departamento de Estado, calzó de
hecho en este segundo momento de la política hemisférica estadounidense.
Y
la insurrección castrista surgida en el marco de la Legión, con el aval de
prestigiosos líderes legionarios como Bentancourt y Figueres, se vio amparada
por una clara apuesta de Washington a la posibilidad de ver convertido a Fidel
Castro, con semejantes apoyos y acompañamientos, en un Bentancourt cubano.
La
propia configuración interna del movimiento que sirvió de base al triunfo
castrista refleja ese enfoque internacional del proceso cubano, con hombres
como Miró Cardona y Prío Socarrás, entre los aliados de la guerrilla, mientras
que el Partido Socialista Popular (comunista) se disociaba de lo que a su
entender constituía una aventura “putchista” escenificada en la Sierra.
Sobre
este telón de fondos, que incluía consentidos campos de entrenamiento en México, consentidos
centros de reclutamiento en los Estado Unidos, el activo apoyo de Venezuela y
una favorable campaña continental de prensa encabezada por el caluroso
procastrismo de New York Times, es
más que legítimo preguntar si el ascenso de castro al poder fue realmente una
victoria exclusiva de la guerrilla.
Castro,
en rigor, llegó victoriosamente a La Habana con todo el establishment del hemisferio convertido en su retaguardia
logística.
Y
cuando se es catapultado hacia el poder a partir de tan colosal base de apoyo,
el detalle de la caligrafía operativa elegida para materializar la toma del
poder sea la guerrilla no puede considerarse el
componente central del cuadro.
No
es posible cuantificar porcentualmente el peso específico de cada uno de los
factores que confluyeron en el triunfo de la revolución cubana y sería arbitrario en consecuencia, asignar a la guerrilla el 15, el
20 o es 25 por ciento del total.
Pero
con ese total a la vista, la acción guerrillera queda inevitablemente
reducida a la dimensión de un factor secundario en el contexto del proceso
revolucionario cubano
frente a la magnitud de los apoyos
internos e internacionales que pavimentaron el camino del castrismo al poder, incluida la autoinhibición de la formidable capacidad represiva que
pudieron desplegar – y que no desplegaron – los Estados Unidos.
Tras
la toma del poder, sin embargo, la soberbia revolucionaria impuso su lógica en
la formación de la autoconciencia castrista, rescatando sólo aquel componente
menor del proceso para convertirlo en factor único y autosuficiente del triunfo
revolucionario, borrando de la historia todo aquel poderosísimo y decisivo
conjunto de factores extraños a la guerrilla.
Un
fenómeno histórico terriblemente complejo, en el que una vasta alianza interna
se articuló con un excepcional esquema de respaldo, avales y permisividades
internacionales, fue reducido simplísticamente en su posterior reconstrucción
oficial a una pura operación militar, a una heroica todopoderosa gesta guerrillera que absorbía
en sí misma todas la potencialidades, todas las causas eficientes, todos los
agentes motores, aportados en realidad por los otros
componentes ignorados de proceso.
Semejante
falsificación de la propia historia sólo fue posible a precio de insuflar
en el concepto de acción revolucionaria un monstruoso voluntarismo.
Al
quedar excluidas de la autoconciencia castrista todas aquellas definitorias
realidades extraguerrilleras que llevaban inscritas las condiciones y posibilidades
objetivas de la revolución, ese universo de condiciones y posibilidades fue
subrepticiamente trasplantado del mundo exterior a la subjetividad del
combatiente revolucionario, a la voluntad omnímoda del guerrillero.
El
voluntarismo castrista destiló de esa manera una ideología aberrante que
prescindía de lo externo, de lo dado, en una suerte de inmanentismo
revolucionario que hacía de la revolución un producto de la
propia y voluntariosa subjetividad.
Entre
la guerrilla y sus metas sólo mediaba la portentosa voluntad
guerrillera de alcanzarlas,
sin abrir crédito a la existencia de mediciones externas, objetivas históricas.
La
revolución, como hazaña de la voluntad revolucionaria, aparece como generando sus propias
posibilidades en vez de recogerlas del mundo exterior.
En
este sentido la revolución se vive a sí misma como acto puro, y como tal
ahistórico.
Dotado
de una factibilidad inmanente y no tributaria de contexto histórico alguno, la
revolución termina por ser posible siempre y en cualquier parte, a condición de que haya voluntad
revolucionaria capaz de desearla.
Es
posible en la Cuba de Batista y en la Venezuela de Bentancourt, en la Bolivia
de Barrientos y en la Argentina de Illia, bajo el régimen militar brasileño o
en la “Suiza de Sudamérica.
Si
un intento revolucionario se frustraba en cualquiera de estos escenarios, el
fracaso era atribuible, no al peso de condiciones históricas determinadas, sino a fallas internas del combatiente revolucionario, a un déficit de combatividad, de heroísmo,
de convicción.
No
era un problema de condiciones objetivas adversas sino de insuficiencias en la
construcción de la personalidad revolucionaria.
Adscritas
las posibilidades y condiciones de la revolución a la voluntad del guerrillero,
el ejercicio de esta voluntad no podía menos de atribuirse a individualidades colosales.
El
desenfrenado sobredimensionamiento de la guerrilla como factor de la revolución
llevaba forzosamente implícita la promoción del guerrillero a una naturaleza sobrehumana y selecta, discriminada de la humanidad
corriente y moliente, la humanidad de la muchedumbre.
El
Héroe, el gran Combatiente – Ernesto “Che” Guevara – es el personaje que
sobrelleva los principales acentos de la mitología revolucionaria cubana y
cubanista, una mitología que subraya con mayor originalidad y convicción el
arquetipo del “Comandante” que el papel de la muchedumbre, pese a la abrumadora
presencia de masas en tomo del castrismo tras la toma del poder.
Mientras
las referencias del folklore castrista a la masa son adaptaciones casi
administrativas de la retórica masista del comunismo clásico, sus énfasis más
genuinos caen, por ejemplo, sobre los doce sobrevivientes del legendario
desembarco rescatado por la historiografía oficial como punto de partida de la
gesta revolucionaria cubana.
¡Qué
imagen peligrosa la de esos doce héroes, ese puñado de individualidades
formidables que habría de cambiar la historia de Latinoamérica. (*)
El
órgano oficial del partido Comunista Cubano lleva un nombre que no incurre en
la temática de L’Unita italiano o de L’Humanité francés, denominaciones
alusivas a multitudes.
Fue
bautizado Granma, en recuerdo y
exaltación de aquel vientre mitológico que parió sobre las playas de Cuba a esos doce semidioses.
La
voluntad revolucionaria es como la fe cristiana que permite mover montañas a
quien la tiene.
Los
titulares de esa fe, capaces de subvertir la leyes físicas en la proeza del
milagro, son también unas pocas individualidades
superiores, figuras de santoral.
Los
titulares de la voluntad revolucionaria comparten de alguna manera esta
naturaleza sobrenatural, que les consiente desarrollar acciones no dependientes
de condiciones objetivas, actos tan subversivos de la legalidad histórica como
puede serlo la fe de la legalidad física.
Hay
aquí, como entre el santo y la multitud que lo venera, una dicotomía entre el
combatiente revolucionario y el hombre común.
La
acción, entendida como una relación dialéctica entre un sujeto que la
desarrolla y un mundo objetivo que la posibilita, sólo existe en el nivel del
hombre común, condenado a elegir entre posibilidades dadas, entre posibilidades
delineadas por un mundo que lo rebasa.
La
acción revolucionaria, libre de estas dependencias, es absoluta e indiferente
como tal a la solidez de lo externo.
El
guerrillero, sujeto al inmanentismo revolucionario produce
revoluciones como el santo produce milagros, en un quehacer vedado a la multitud.
Lenin
advertía contra esa vanidosa anteposición de la subjetividad revolucionaria al
consciente y exigente mundo de los hechos, pasados y presentes, que la
condicionan.
“Lo
hechos son testarudos”, decía.
Para
el voluntarismo revolucionario castrista, la única testarudez que
vale es la del guerrillero.
(*)En 1967, Castro describió su propia
revolución como “la Revolución nacida de la nada” en lo que puede considerarse una buena definición
del inmanentismo revolucionario. La cita completa es la siguiente: “La revolución que ha nacido de la nada, la
revolución que ha nacido de un minúsculo grupo de hombres que ha vivido durante
años en la sierra, es una revolución que tiene derecho propio a la existencia”.
Es posible que la cita no reproduzca con exactitud los términos de la
declaración original, pues se trata de una retraducción al español de una
versión italiana. (Fidel Castro, “Per i comunista dell’America latina o la
Rivoluzione a la fine”. Feltrinelli, Milan, 1967, p.72.)
26
La
revolución cubana, ya deformada, estilizada y descontextualizada de su historia
real por obra de la soberbia revolucionaria fue proyectada luego como modelo
sobre el resto de Latinoamérica.
Con
lo que el castrismo cometió dos pecados en uno: el querer exportar la
revolución cubana, y el de querer exportar, a título de “revolución
cubana” una cosa que nunca había ocurrido en Cuba.
“La
Revolución Cubana ha demostrado que la guerrilla puede destruir un poderoso
ejército profesional. ¡Si lo pudimos hacerlo nosotros, también
ustedes pueden hacerlo!”
¿Quién
no recuerda este cliché argumental mil veces reiterado en discursos y
declamaciones castristas a lo largo de los años ’60?
Tal
fue el mensaje específico del castrismo a la América Latina, la fórmula del
llamamiento cubano a la insurrección continental.
Toda una generación fue convocada a luchar y
morir en la instrumentación de un modelo operativo que era una lisa y llana
falsedad.
Si
el llamamiento hubiera sido una exhortación a hacer lo que la revolución cubana
realmente
demostró que podía hacerse, habría encerrado una serie de recomendaciones
bastantes más complejas, de alcances bastantes más restringidos y de un tono
bastantes más modestos.
Habiendo
sido, por lo pronto, un mensaje menos universal, con el elenco de sus destinatarios
limitado a quienes estuvieran padeciendo dictaduras similares a la de Batista.
Habría
incluido, además, entre otras recomendaciones, la de limitar el objetivo perseguido a la restauración del pluralismo
democrático,
la de promover una alianza entre todos los sectores susceptibles de coincidir
en una acción conjunta para alcanzar la meta, la de convencer a Washington de
que esta acción no apuntaba a lesionar intereses norteamericanos básicos, la de
conseguir – bajo la así asegurada benevolencia estadounidense – el respaldo
activo de los más poderosos gobiernos del hemisferio, la de combatir siempre
con el escapulario en la mano y la de persignarse con horror toda vez que se
recibía una acusación de complicidad con el comunismo.
Pero
la lógica de la soberbia revolucionaria no podía incluir semejantes
recomendaciones en la promoción latinoamericana de modelo castrista, sin
reconocer el papel de poderosos factores ajenos a la guerrilla en la historia real
de la revolución cubana.
Una
admisión de este tipo restaría grandiosidad a la guerrilla, cuestionaría la omnipotencia de la voluntad guerrillera, dejaría en descubierto el hecho de
que sólo una parcela secundaria de la revolución cubana había pasado por la
Sierra Maestra, mientras el resto del proceso que acabaría con Batista pasaba
por manejos de cancillería, disponibilidades empresarias y avales de moderadas
fuerzas políticas tradicionales.
La
promoción de la revolución cubana como modelo universal tuvo que sujetarse entonces a la
necesidad de preservar su imagen contra todas esas impurezas –
iconográficamente irreproducibles – de la vida real.
Y
en esta tarea de autopreservación mitológica, el modelo que se lanzó sobre el
continente fue el de la violencia omnipotente, el de los “diez, cien, mil
Vietnam”, el de una guerra mesiánica e imposible, en la que fueron asumidos como
enemigos aquellos a quienes el castrismo de la Sierra había tenido a su lado
como condescendientes aliados y proveedores de municiones.
Millares, digo millares de jóvenes latinoamericanos fueron arrojados a la muerte
durante los últimos veinte años al servicio de esta monumental distorsión, como
un tributo pagado en sangre al narcisismo revolucionario de La Habana.
Con
este rito sacrificial empalma la religión montonera del heroísmo, de la
violencia sacramentalizada, de la muerte purificadora, ingredientes de un
elitismo militar convertido en fuente de una conducción política
estratificante. (*)
Se
está ingresando aquí en un campo de interrogantes terribles para una cultura de
izquierda como la que me llevó a mí a engrosar en los años ’60 las falanges
latinoamericanas de adoradores y divulgadores de la Cuba revolucionaria.
¿Es
posible que las inclinaciones predisposiciones y prácticas identificadas aquí
como fascistoides en su variante montonera sean rastreables hasta la propia
revolución cubana?
La
pregunta, de cualquier manera, abre quizás caminos inesperados hacia una
explicación del para muchos enigmático ensamblamiento que se operó en la
ascendencia cultural de Montoneros entre cubanismo y el otro gran componente de
humus histórico en el que germinaron los escuadrones de Mario Firmenich: el
peronismo.
(*)Sería injusto, una vez localizadas
las matrices e inspiraciones guevaristas de montonerismo, no subrayar también
las grandes diferencias que, sobre todo en el campo ético, mediaban entre la
guerrilla del “Che” y el terrorismo de firmenich.
La figura moral de Guevara, al margen
de cuanto pueda haber de censurable en sus convicciones estratégicas en su reducción militarista de las luchas
políticas, se define a través de episodios como el del ataque ordenado en
Bolivia por el “Che” contra un par de camiones el ejército y suspendido a
último momento al descubrirse que dormían algunos militares dentro de los
vehículos.
Hay un abismo moral entre esta actitud
caballeresca y el canallesco debate desarrollado en el seno de la conducción
montonera al proyectarse el atentado de 1979 contra el entonces secretario de
Planeamiento Guillermo W. Klein, quien habría sobrevivido por milagro junto con
su familia a las cargas de dinamita que prácticamente demolieron su residencia.
Un documento interno elaborado por el
grupo semidisidente conocido como el de “los tenientes” menciona este debate
como uno de los fundamentos de la propia disidencia entre limitar el atentado
al funcionario o matar también a sus hijos, todos ellos niños muy pequeños.
El documento atribuye a Firmenich la
posición infanticida, mientras deja constancia de la posición disidente fundada
en la argumentación igualmente abominable de que la matanza de lo niños “nos
puede aislar de las masas”.
Había en los primeros años del
guerrillerismo latinoamericano que siguió a la revolución cubana un “estilo
Guevara” que excluía el crimen político, el secuestro extorsivo (+),
el asalto, el asalto de bancos, el bandolerismo revestido de fines
revolucionarios.
Muerto el “Che”, en 1967, también murió
con él esta guerrilla impoluta y romántica.
La lucha armada ultraizquierdista se
desplazó rápidamente hacia las metodologías mafiosas y el terrorismo de la
guerrilla urbana teorizada por Marighela.
Los montoneros fueron quizás la
variante más arquetípica y sangrienta de este nuevo estilo.
Entre las grandes responsabilidades de
Cuba en el drama latinoamericano de las últimas décadas figura la de haber
asistido impasible y sin el menor pestañeo crítico a este tránsito entre ambas
modalidades de la lucha armada, asegurando a los killers de Firmenich el mismo
respaldo que dio antes a las aventuras salgarianas de Guevara.
(+)Un aporte desde el blog a lo
planteado por el autor. Tal fue el caso del secuestro de Fangio en Cuba durante
la dictadura de Batista. Conforme al testimonio del “Chueco” Fangio durante el
tiempo que duró su cautiverio nació una cordial relación que continuó a
posterior del triunfo revolucionario.
27
En
una etapa más avanzada de mi niñez,
superada y olvidada ya la obsesión por la botella-duende, viví un periodo de apasionamiento
casi igual de obsesivo por las adivinanzas.
Mis
mayores simpatías quedaban reservadas para quienes contarme alguna; mi primera
meta ante cualquier revista que caía en mis manos era la página de charadas.
Creo
que las adivinanzas constituyen, para cualquier niño que caiga como caí yo bajo
su encanto, una amble vía de acceso a la edad de la razón, al reconocimiento de
que existe, fuera de nosotros, un mundo sólido, resistente a nuestros
caprichos, sujeto a leyes extrañas a nuestro arbitrio.
En
la arbitrariedad reside quizás la fascinación del ludismo mágico propio de la
primera infancia, una edad en la que el mundo se nos ofrece sin identidad
propia, sumiso a las identidades que, jugando con él, nos dignamos
dispensarle.
La
escoba que en mundo de los adultos es irreductiblemente una escoba, adquiere en
el mundo de los niños una suerte de ductilidad ontológica que le permite
sobrellevar sucesiva e impredictiblemente la naturaleza de un sable, de un
proyectil o de un caballito.
Ese
mundo maleable y complaciente carece de un ser que se nos imponga.
Nos
sobreviene desprovisto de durezas y de lógicas independientes de nosotros que
conviertan en algo previsible el futuro de cada cosa.
De
adultos, en cambio, quedamos en merced de un mundo que nos dicta casi
coactivamente nuestro comportamiento con las cosas, creando a nuestro alrededor
un monótono sistema de destinos y previsibilidades.
La
escoba nos destina, sin alternativas, a barrer con ella, como la silla nos
destina a sentarnos y el lápiz a escribir.
Cada
cosa nos supone una lógica propia a partir de la cual todo es previsible.
¿Pero
puede alguien prever lo que va hacer un niño con una escoba?
El
ser de la escoba – su ser lanza, proyectil, caballito o hasta escoba – ni es
algo que el niño recibe ya hecho de ella como una pauta de conductas
predeterminadas, sino algo que el niño comete con ella.
La
conducta del adulto es una consecuencia del ser; la del niño es su condición.
Pasar
de esta vida libre y arbitraria que retoza en la imprevisibilidad a una vida de
conductas previstas y predeterminadas por lógicas externas es siempre un
tránsito difícil y penoso.
Pero
si en este pasaje tropezamos con una adivinanza, estamos salvados, transponemos
el umbral entre la magia y la razón, casi sin darnos cuenta.
Porque
el encanto de la adivinanza radica en que su desenlace es a la vez impredecible
y racional, sorprendente y lógico.
Por
su intermedio, la razón ingresa en nuestras vidas como un momento inesperado de
la magia.
Casi
todas las adivinanzas, con todo, nos introducen en lógicas ramplonas, en la
mera racionalidad de lo cotidiano.
La
razón que nos descubren sus desenlaces nos fascina por el trámite sorpresivo de
su exordio, y no por su contenido.
“Hay
una cosa que es a la vez dos cosas.
¿Sabes cuál es?”, me preguntó en cierta ocasión mi tío.
El
problema me dio vueltas un rato en la cabeza sin embocar con una solución. “¡Un
par de zapatos!”, reveló mi tío. ¡Ah
claro!”
Todo
el encanto reside en este descubrimiento, en lo que Koehler llamaba la “Ah experience”, pero no en la cosa
descubierta, la sencilla logicidad ya sabida del uno y el dos fundidos en el
par.
Pero
hay adivinanzas excepcionales, que nos abisman sobre una racionalidad más
profunda, fascinante ella misma más allá de la fascinación de descubrirla.
Una
racionalidad cargada de mensajes y claves de otras racionalidades que la razón
de todos los días ignora.
Hay
una adivinanza de este segundo género que me cautivó cuando la escuche por
primera vez – a los 10 o 12 años de edad – y que me sigue cautivando aun hoy al
ofrecerme en su desenlace la sensación de haber descubierto una clave de la
historia humana.
La
adivinanza tiene por protagonista a un explorador inglés que se pierde en una
jungla.
El
hombre pasa días y días deambulando sin rumbo entre árboles y bejucos, hasta
que de pronto, cuando ya está perdiendo la esperanza de encontrar una salida,
se ve rodeado por una docena de belicosos nativos, armados de lanzas y escudos.
Capturado
por estos guerreros de aspecto temible e intenciones indescifrables, el
explorador es conducido hasta una aldea en cuyo centro se yergue lo que la
adivinanza describe, con la cándida incongruencia de estas historias, como un
fabuloso palacio.
El
cautivo y sus captores entran en el edificio, recorren largos y alfombrados
corredores y trasponen macizas puertas franqueadas por otros guerreros de
custodia, hasta que los recibe, finalmente, sentado en su trono, el anciano rey
de la tribu.
El
monarca saluda afablemente al prisionero en sorpresivo inglés y le comunica
apesadumbrado que las severas leyes de su reino prevén lamentablemente la pena
de muerte por decapitación para todo extranjero que pise el territorio del
país.
Pero
se trata también de una legislación prudente y generosa, que concede al intruso
la posibilidad de salvar su vida si acierta con la solución de una adivinanza.
“Tengo
cinco esclavas, tres de ellas con ojos azules y dos con ojos negros”, dice el
rey, “Estas mujeres tienen una particularidad: las de los ojos azules siempre
dicen la verdad; las de ojos negros
siempre mienten. Dentro de unos instantes, las cinco comparecerán en fila ante
nosotros, todas ellas encapuchadas, y usted podrá formularles sólo tres
preguntas. No tres a cada una de ellas sino tres en total. Si con ellas logra
descubrir el color de los ojos de las cinco, quedará en libertad y convertido
en huésped de mi reino”.
El
rey golpea las manos y las cinco esclavas encapuchadas ingresan en la sala de
trono guiadas por un guardían.
El
explorador, tras unos momentos de reflexión, pregunta a la primera: “Qué color
de ojos tienes”.
La
mujer contesta en el dialecto de su tribu, ininteligible para el prisionero.
El
inglés protesta, se declara lesionado en su derecho a su fair play y exige que le traduzcan la respuesta.
El
anciano rey le explica que las severas leyes de su reino no consienten agregar
aclaraciones a una respuesta ya formuladas.
“Usted
ya gastó una pregunta”, dice. “La única concesión que le pudo hacer ahora es la
de ordenar a las esclavas que contesten en inglés a las otras dos”
El
explorador pregunta entonces a la segunda esclava: “Qué color de ojos dijo
tener tu compañera” y la mujer contesta: “Negros”.
El
cautivo dirige luego la única pregunta que le queda a la tercera encapuchado (sic) de la fila: “¿De qué color son los
ojos de la esclava que acaba de contestarme?”. La respuesta: “Azules”.
El
explorador medita unos instantes y dice finalmente al rey: “Tengo la solución:
la primera esclava tiene ojos azules; la segunda y la tercera negros y las
otras dos azules”.
Removidas
las capuchas, se comprueba que el explorador ha acertado.
Y
mientras comienzan los festejos para agasajar el flamante huésped del reino, el
viejo monarca pregunta al inglés: “¿Adivinó usted por azar o siguió algún
razonamiento lógica para dar con la solución?”.
“Fue
una deducción lógica”, explica el inglés. “Aunque no entendí a la primera
esclava yo sabía de antemano lo que iba a contestarme. Forzosamente debía
decirme que tenía los ojos azules, sea porque los tenía efectivamente de ese
color, en cuyo caso me diría la verdad, sea porque los tenía negros, en cuyo
caso no podía menos de (sic) mentirme
diciendo que los tenía azules. Esto me permitió saber que la segunda esclava
era de ojos negros, pues era obvio que mentía al afirmar que la primera había
dicho tener los ojos de ese color. Del mismo modo deduje que también la tercera
tenía los ojos negros porque había atribuido falsamente a la segunda ojos
azules. Localizadas así las dos esclavas de ojnos negros, estaba claro que las
otras tres los tenían azules.
El
viejo rey felicitó a su huésped, y comenzó la fiesta.
Lo
apasionante de esta adivinanza es la nueva luz que arroja su desenlace sobre la
verdad en lo que está tiene, no ya de acto cognoscitivo, sino de momento de
comunicación entre los hombres.
De
alguna manera, el relato deja descifrada una de la historia humana en la medida
en que ésta es, casi íntegramente, historia de aquella intercomunicación.
Todo
el razonamiento del explorador inglés brota de la sencilla pero a la vez
sorprendente evidencia de que los dos grupos de esclavas, siendo
representativos de principio antagónicos – la Verdad y la Mentira, el Bien y el
Mal -, y precisamente por serlo, tienen que decir siempre y necesariamente las
mismas cosas.
El
antagonismo de los valores conduce, con incontenible fuerza lógica, a una
identidad de lenguaje. ¿No es apasionante está comprobación?
Cuando
leí por primera vez “El Aleph”, de Borges, cuyo protagonista logra tener acceso
al único punto del Universo en que todo el Universo se refleja, asocié este
prodigio con la adivinanza de las esclavas en una divagación quizás un poco delirante,
pero no tanto, que me llevaba a ver en la hazaña lógica del explorador inglés
un punto de la historia humana que encerraba la verdad de toda ella.
Retomando
ahora ese vuelo de asociaciones divagatorias, advierto que la adivinanza de las
esclavas me remite a Gramsci y al lema que Gramsci eligió para la revista Ordine Nuovo: “La Verdad es
Revolucionaria”.
De
Marx en adelante, la creencia en este supuesto ha sido siempre consustancial
con la izquierda, así como lo ha sido la inferencia lógica que lleva a
postular, junto a ese nexo de consanguinidad entre la Revolución y la Verdad,
un simétrico nexo de consanguinidad entre la Reacción y la Mentira.
¿Pero
qué ocurre si, a la luz del lema gramsciano, las esclavas de ojos azules
resultan asimiladas a la izquierda y
las de ojos negros a la derecha?
Ocurre
que la misma lógica empleada por el explorador inglés para resolver la
adivinanza aparece embarcando a estas dos grandes opciones políticas en unapeculiarísima
dialéctica que tiende a fundar sobre el antagonismo existente entre ambas un
universo de palabras compartidas.
A
partir de las implicaciones que extrae de la adivinanza de las esclavas el lema
de Gramsci, me veo remitido ahora, en una tercera escala de este vuelo
divagatorio, a “La historia de la guita”, un divertido shwo musical de Enrique
Silberstein, que alternando actuaciones escénicas con proyecciones de dibujos
humorísticos pretendía mostrar la historia humana en una teatralización del materialismo
histórico marxista.
Varios
dibujos de Oski proyectados en rápida sucesión sobre el fondo del escenario
marcaban el punto de partida de esta historia, explicaba en off por una característica voz de
comentarista deportiva que parecía relatar un partido de fútbol.
El
primer dibujo mostraba aun sonriente hombre de las cavernas que se encaminaba
de regreso a su cueva con un gran jabalí al hombro satisfecho de lo que parecía
haber sido una fructífera jornada de caza.
El
dibujo siguiente presentaba a un segundo hombre de las cavernas, muchos más
alto y fornido que el primero. Llevaba en la mano un par de escuálidas aves que
explicaban su rostro malhumorado. Como cazador, había tenido bastante menos
suerte que su pequeño congénere.
Continuando
la secuencia de dibujos, los dos hombres se encuentran.
El
más pequeño y afortunado mira con una sombra de aprensión al grandote, mientras
éste observa con ojos codiciosos la apetitosa presa de su prójimo. De pronto el
rostro del grandote se ilumina: se le ocurrido una idea.
El
pequeño lo advierte, y s aprensión se convierte en horror.
El
grandote se le acerca enarbolando la maza, mientras la voz en off, advierte a los gritos: “¡Están por
cambiar las estructuras! ¡Están por cambiar las estructuras!”.
La
maza se estrella contra la cabeza del pequeño y el grandote se apodera del
jabalí, sobre un fondo sonoro de pitos, petardos y campanas echadas al vuelo.
“¡Han
cambiado las estructuras! ¡Han cambiado las estructuras!”, exclama la voz en off, anunciando la Nueva Era.
Lo
que comenzaba, en rigor, no era una Era entre tantas, sino el continente de
todas ellas, la Historia.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA" Capítulos 25,26 y 27
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