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Transcribo
una reflexión de Umberto Eco:
“Nos
ocurre de tanto en tanto tener que explicar a otros o a nosotros mismos lo que
es el fascismo.
Y
nos damos cuenta de que es una categoría de que es una categoría muy esquiva:
no sólo es violencia, porque ha habido violencia de varios colores; no solo es
estado corporativo, por hay corporativismos no fascistas, no es sólo dictadura,
nacionalismo, belicismo, vicios comunes a otras ideologías.
A
menudo corremos, incluso, el riesgo de definir como ‘fascismo’ la ideología de
los otros.
Pero
hay un componente a partir del cual el fascismo es reconocible en estado puro.
Donde
quiera que se manifieste, sabemos con absoluta seguridad que de esa premisa no
podrá surgir otra cosa que ‘el fascismo: se trata del culto a la
muerte.
“Ningún
movimiento político e ideológico se ha identificado tan decididamente con la
necrofilia erigida en ritual y en razón de la vida.
Muchos
mueren por sus propias ideas y muchos hacen morir a otros, por ideales o por
intereses, pero cuando la muerte no es considerado un medio para obtener
otra cosa sino un valor en sí, tenemos entonces el germen del fascismo y tendremos que llamar fascismo todo lo que se convierte en agente de
esta promoción.
“Habló
aquí de la muerte como un valor que se afirma por sí mismo.
No
me refiero a la muerte como un valor para la cual vive el filósofo, quien sabe
que en el trasfondo de esta necesidad, y a través de su aceptación, cobran
sentido otros valores; ni me refiero a la muerte del hombre de fe, que reniega
de su propia mortalidad sino que la juzga providencial y benéfica porque a través
de ella alcanzará la otra vida.
Me
refiero a la muerte sentida como ‘urgente’, como
fuente de júbilo, verdad, justicia, purificación, orgullo sea la causada a
otros, sea la causada a uno mismo”.
Eco
trata de morder aquí sobre la especificidad del fascismo con una definición que
también desentraña – como intuyó mi amigo el periodista inglés – un componente
específico de Montoneros.
Se
diría que ambas cosas comparten, al margen de las diferencias que pudiera haber
entre ellas, un factor identificatorio final que los hermana y confunde.
El
componente decisivo en uno y otro caso es siempre la violencia, aunque Eco parezca descartarla por
considerarla demasiado genérica para peculiarizar al fascismo y prefiera
localizar aquel factor identificatorio en la adoración a la muerte.
No
se trata aquí de la muerte entendida como extinción natural de la vida, como
ineluctable desenlace biológico, sino de la muerte “causada a otro o
a uno mismo”.
Es
decir, en definitiva, un acto de violencia. Una muerte que sólo de la
violencia extrae su significación como fuente de “júbilo, verdad, justicia, purificación”, y
en la que se encuentra, a su vez, la violencia su expresión suprema, su más
alto grado de autorrealización.
Al
reemplazar la violencia por la adoración de la muerte como clave última de la
identidad fascista, Eco sólo está diciendo que el fascismo “en estado puro” no
se define por la violencia a secas, categoría que puede incluir al partigiano, por ejemplo, sino por la
violencia “plena”, llevada a su variante extrema – el homicidio – y asumido en
este nivel como sustrato no ya de un valor utilitario y práctico, sino de un
valor inmanente y absoluto.
Eta
violencia cargada de valores propios, que encuentra en la muerte la joie de vivre, es la que uno reconoce en
el folklore, la temática, el estilo y la cultura de los montoneros.
Un
estribillo como: “Oy, oy, oy qué contentos estoy. Aquí están
los montoneros que mataron a Mor Roig”, sólo puede emanar de emociones fascistas.
De
ahí que resulte incorrecto, en último análisis, intentar juicios críticos
acerca de los montoneros a partir de las clásicas apreciaciones sobre
legitimidad o ilegitimidad de determinado medios para alcanzar determinado
fines.
Decir,
por ejemplo, que los montonero son condenables porque sujetan su conducta al
principio que “el fin justifica los medios” significa acreditarles una opción
por la violencia en el plano de los “medios”, lo que implica, a su vez, dejar a
salvo el crédito de su declarada opción por el socialismo en el plano de los
fines.
Y
no es exactamente este el caso.
Recuerdo
haber disentido sobre el tema en una conversación con Ernesto Sabato, quien
formuló a propósito del comportamiento montonero un juico de rechazo planteado
precisamente en términos de aversión a la idea de que el fin pudiera justificar
lo medios.
Le
dije que, a mi parecer, este juicio no se adecua a la naturaleza de cosa
juzgada, ya que en el caso de los montoneros estamos en presencia de algo
muchos más terrible: una conducta en la que el medio justifica el
fin.
Me
pregunto cuál habría sido la reacción de los montoneros si en 1973, cuando el
guerrillerismo argentino vivía su momento de mayor euforia, hubiera sido
posible demostrar matemáticamente, con el mismo grado de rigor e
incontrovertibilidad con que puede demostrarse el teorema de Pitágoras, la
existencia de una vía pacífica hacia el socialismo, la posibilidad de acceder a
un ordenamiento socialista sin golpes de mano, operaciones de comando,
secuestros sensacionales, asesinatos espectaculares, llamamientos a la guerra
popular y exhibiciones de ametralladoras.
Si
fuera posible apostar retrospectivamente sobre el caso, yo apostaría a que,
para la mayoría de los militantes montoneros, el efecto de la demostración no
habría sido de alejarlos de la violencia, sino el de desprestigiar ante ellos
al socialismo.
La
conducta montonera, en este sentido, no se define por la elección de un medio
“malo” para alcanzar un fin “bueno”, sino por la idolatría del medio elegido.
Asumida
como objeto de culto y como fórmula de autoindentificación, la violencia queda
atada a una lógica que la descalifica como medio, a la vez que descalifica como
“fin” a socialismo, que resulta convertido en mera coartada.
El
culto de la violencia es inseparable de culto de la muerte.
La
segunda es la culminación consagratoria de la primera.
Los
valores inmanentes atribuidos a la violencia fructifican en la asignación de
valores absoluto a la muerte, en una macabra operación axiológica que implica a la vez, necesariamente, relativizar el valor de la vida.
Nada
mejor que esta operación para dejar en evidencia hasta qué punto la idolatría del medio invalida el fin, hasta qué punto la violencia revolucionaria
elegida como estilo y como criterio de autodefinición, deforma, desvirtúa y desnaturaliza al fin socialismo que dice
perseguir.
El
socialismo es, por lo menos en su ideal “estado puro”, la glorificación de la
vida, la afirmación de la vida como portadora de valores propios y absolutos,
el rechazo de toda relación humana, económica, política, social cultural, que
asigne a determinadas vidas, un valor de uso para otras, convirtiéndolas, por vía
de esta asignación, en objetos explotables, manipulables o
suprimibles.
Bajo
el culto de la violencia, y por imperio de su terrible lógica, la vida es
globalmente negada como portadora de valores intrínsecos y sometida a una operación discriminatoria entre vidas rescatables y vidas
desechables, vidas que valen y vidas que no valen.
Los montoneros ofrecieron en su momento el
ejemplo más acabado y horrible de la manera en que esta discriminación operaba
automática y hasta inconscientemente como premisa de determinadas conductas.
Cuando
la organización decidió en 1974 crear el Partido Auténtico, se lanzó a la
captura de firmas para cumplir con la legislación argentina que fijaba como
requisito para el reconocimiento legal de una agrupación política la
presentación de un número mínimo de afiliados en listas que incluían
precisiones sobre domicilios, documentos de identidad y demás señas de cada
adherente.
Este
requisito no fue aceptado, por ejemplo, por el Partido Comunista argentino, una
agrupación a la que puede atribuirse cualquier defecto menos el de descuidar la
seguridad de sus militantes.
Levantada
la Proscripción del PC bajo el régimen de Cámpora, en ningún momento se hizo
efectiva la regularización legal del partido, por esta negativa suya a
presentar listas de militantes ante la Justicia Electoral, un (sic) acción que a su juicio
implicaba entregarlos a la policía.
Montoneros,
por su trayectoria, tenía objetivamente muchas más razones que el Partido
Comunista para observar esta norma de seguridad en sus gestiones para dar vida
al Partido Auténtico.
Y
de hecho las observó, pero no mediante una negativa a presentar listas de
afiliados ante la Justicia Electoral sino impartiendo a sus reclutadores de
firmas la consigna de “no reclutar militantes”. Militantes de
Montoneros o de sus colaterales, se entiende.
Aquí
estaba operando claramente aquel automatismo
discriminatorio entre vidas que valen y vidas que no valen, con la asunción de seguridad en términos de privilegio que deja al margen de sus
titulares una cosificada multitud de pobres diablos manipulatoriamente
regalables a los programas operativos de las parapoliciales.
Mientras
el colega de Paco Urondo me explicaba empeñosamente los esfuerzos de Montoneros
por ceñirse a la acción legal y consolidar el orden constitucional, centenares de jóvenes reclutadores se valían de explicaciones
similares para arrancar firmas a desechables boticarios, vendedores de
cigarrillos, ordenanzas y amas de casa en procura del espacio jurídico para el
Partido Auténtico.
Obtenidas ya ochenta mil firmas y entregadas
en paquete esta ignara muchedumbre a la Justicia Electoral, Montoneros se
apartó 180 grados de aquella explicación para lanzarse al asalto de la
guarnición militar de Formosa en una operación que causó la muerte no sólo de once
militares sino también de un número bastante más elevado de adherentes del
Partido Auténtico.
No
es necesario decir que de los padrones del Partido Auténtico
emergió buena parte de los cadáveres arrojados a zanjones y baldíos por la
Triple A, víctimas de un asesinato en masa que sólo a medias puede imputarse a
esa organización parapolicial. La otra mitad del crimen pesa sobre Montoneros y
sus aristocratizantes criterios de seguridad.
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Los
mismos automatismos discriminatorios delimitaban en Montoneros, y en todas las
formas de violencia sacralizada, el concepto de enemigo.
La
violencia, vivida como autorrealización, necesita para su propio ejercicio que
el género humano incluya un margen más o menos amplio de individuos sacrificables.
Esta
necesidad proyecta sobre la vida ajena calificaciones que condicionan su
valor a factores que le son extrínsecos, pues si la vida valiera por sí misma
no incluiría ese margen de sacrificabilidad y la violencia sacralizada quedaría
sin coartadas.
Un
militante de la Autonomia operaia
dijo cierta vez en una entrevista periodística que el crimen político se
justificaba por lo que “la vida humana no vale por sí sino por lo
que se hace con ella”.
La vida humana queda sujeta así a un valor
no inmanente sino derivado, dependiente de su asociación con determinadas
ideas, determinadas prácticas, una determinada manera de ser. El derecho a la
supervivencia emana de una serie de atribuciones consagratorias cuya ausencia
legitima expediciones de exterminio.
Si
soy un cultor de este tipo de violencias, intrínsecamente fascista, más allá de
sus excusas ideológicas, mi calificación de una individualidad como enemiga es
una operación en la que el factor calificante no reside en los contenidos de
esa individualidad sino en mi previa necesidad de tener enemigos.
Mi
violencia se relaciona con el enemigo como el hambre con el alimento.
Una
perdiz no es intrínsecamente un alimento cuya condición de tal me estimule a
sentir en su presencia un hambre que de otro modo no sentiría.
Mi
hambre es anterior a la comestibilidad de la perdiz, como mi violencia es anterior a la enemistad del enemigo.
Es
mi hambre lo que califica extrínsecamente a la perdiz comestible y me lleva a
devorarla.
Mi
hambre no es una respuesta a la comestibilidad de la perdiz, sino que la
comestibilidad de la perdiz es una respuesta a mi hambre.
Así
como el hambre necesita delimitar en el mundo un ámbito permanente de
comestibilidad, la violencia sacralizada necesita delimitar
en el género humano un ámbito permanente de enemistad, que es anterior a las
identidades y calidades de los individuos elegido para llenarlo.
A
esta calificación primordial y abstracta del enemigo, derivada de mi necesidad de tenerlo, se sobreagregan a manera de
coartadas, calificaciones a menudo caprichosas, desproporcionadas o en todo
caso pretextuosas, que asientan mi enemistad en reales o supuestas
connotaciones objetivas de las individualidades concretas elegidas como enemigas.
En
medio de la oleada terrorista que azotaba a Italia en la década de los años
’70, un adolescente romano fue asesinado porque llevaba zapatos en punta, moda
que se consideraba identificatoria de los fascistas.
Sería
superfluo subrayar toda la carga de fascismo que contenía este crimen, cometido
nominalmente desde la “izquierda”.
Es
éste un caso en el que la absoluta irrelevancia de la coartada ideológica deja
al descubierto la naturaleza de la violencia ejercitada.
Este
mismo trasfondo estimativo era advertible detrás de ciertas evaluaciones y
expresiones de deseos que componían los tics discursivos de los millares de
adolescentes agrupados en lo primeros años ’70 alrededor de Montoneros, la
frecuencia y la desenvoltura con que se los oía dictaminar: “¡A ese hay que bajarlo” o con que festejaban la buena nueva de que alguien hubiera
sido “bajado”.
Montoneros
había normalizado y automatizado en sus seguidores esta manera de pensar, este
estado de disponibilidad mental permanente para el
crimen político.
Un
militante de la Juventud Trabajadora Peronista tras escuchar por televisión un
comentario de Bernardo Neustadt que la había parecido abominable, me dijo en
algún momento de 1975: “Ese tipo es un hijo de puta, un trepador,
un oportunista. ¡Ojalá los compañeros los maten, porque es un enemigo!”.
Hay,
seguramente, dos o tres millones de argentinos que comparten las atribuciones
aducidas aquí para identificar a Neustadt como “enemigo”, como blanco elegible
para el exterminio.
No
creo que hubiera mayores diferencias entre la estimativa implícita en esta
condena de muerte, potencialmente extensible a magnitudes de genocidio, y la
concepción nazi que limitaba a un círculo selecto de seres superiores el
derecho a la supervivencia, reservando para el resto de la humanidad un
destino de instrumentación o de muerte.
La
violencia sacralizada, aunque invoque al socialismo como fin, practica por
imperio de su propia naturaleza esta división específicamente fascista del
género humano en insiders y outsiders del derecho a la vida.
Una
división que acaba por modelar estructuras discriminatorias y opresivas en el
Estado que pudiera haber surgido de su eventual triunfo.
No
es imposible que un grupo socialista contaminado de violencia logre destruir
autocríticamente este componente, rescatando por esa vía sus propios contenidos
socialistas.
Pero
puede ocurrir también que estos contenidos se escleroticen hasta desaparecer
por el desarrollo de aquel componente de violencia.
Hubo
algo de este segundo proceso en el desarrollo del fascismo histórico.
Y
me parece claro que algo de esto estaba ocurriendo con Montoneros.
Las
sucesivas oleadas de deserciones y disenso que devastaron a Montoneros en el
exilio a partir de 1978 fueron en cierta medida, a la luz de testimonios
recogidos de muchos disidentes, respuesta a la creciente patentización de
aquella última ratio fascista
que prevalecía en la conducción y en la
conducta del grupo por vía de su adición viciosa e irreductible a la violencia.
Las
gesticulaciones militares producidas en el vacío por un remoto estado mayor que
desde bunkers centroamericanos
ordenaba a ejércitos inexistentes una contraofensiva de aniquilamiento en la
Argentina, mientras el comandante en jefe del grupo diseminaba en fotografía su
propia imagen con casco y atuendo militar sobre tropicales trasfondos
nicaragüenses, componían hacía fines de 1979 un clásico cuadro de demencia que
evocaba los días finales de Hitler en Berchtesgaden.
Este
cuadro precipitaba deserciones con sólo dejar a la vista sustratos ideológicos
que no eran tan visibles tras los multitudinarios clamores de 1973 por una
“Patria Socialista”, pero que ya entonces estaban allí, inspirando las
conclusiones no tan desencaminadas, después de todo, de mi amigo el periodista
inglés.
Tales
sustratos no surgieron por generación espontánea.
Germinaron
en un peculiar humus histórico en el que se entrecruzaban corrientes y culturas
distintas, a veces hasta de apariencia contradictoria.
De
ese humus formaba parte, por ejemplo, la revolución cubana.
Y
la verdad es que al margen de las exaltaciones retóricas de izquierda y las
execraciones igualmente retóricas de la derecha, poco o nada se ha hecho hasta
ahora por preciar objetivamente el papel del cubanismo con todas sus
connotaciones políticas, ideológicas y culturales, en el curso trágico que
siguió buena parte de la historia latinoamericana durante el veinteno 1960/1980
y que tuvo en Montoneros una de sus manifestaciones más arquetípicas.
24
Siempre
me llamó la atención el hecho de que casi toda la izquierda tradicional
latinoamericana, mientras desplegaba ostensibles esfuerzos por disociarse en la
práctica del extremismo revolucionario, encaraba con infinitas vacilaciones y
muestras de timidez la crítica teórica de la acción desarrollada por Montoneros
y otros grupos afines.
En
la Argentina, por lo menos, la crítica del montonerismo desde la izquierda se
detenía casi siempre en el nivel del mero repudio declamatorio, a veces difícil
de distinguir de la retórica condenatoria de la derecha.
Nada
había en esa postura crítica que se acercara siquiera a la profundidad teórica
de la larga polémica desarrollada en su hora por Lenin contra el extremismo
esserista ruso.
Creo
que entre las razones de esta superficialidad en el tratamiento crítico del
tema montonero figuraba de un modo prominente la imposibilidad de intentar una
crítica en profundidad del extremismo revolucionario sin tropezar en el camino
con la revolución cubana, una vaca sagrada que la izquierda latinoamericana en
general se sentía reverencialmente inhibida de tomar por las astas.
Y,
sin embargo, la superación crítica del extremismo revolucionario desde la
izquierda sólo será posible a partir de una consigna de absoluta claridad en la
comprensión del fenómeno y en la caracterización de cada uno de sus
componentes.
A
esta claridad no podrá accederse más que al precio de desatar de una buena vez
el temido nudo teórico de la revolución cubana.
fuente
"MONTONERO LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 22, 23 y 24
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