21 jul 2017

- 10 - MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA











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Transcribo una reflexión de Umberto Eco:

“Nos ocurre de tanto en tanto tener que explicar a otros o a nosotros mismos lo que es el fascismo.

Y nos damos cuenta de que es una categoría de que es una categoría muy esquiva: no sólo es violencia, porque ha habido violencia de varios colores; no solo es estado corporativo, por hay corporativismos no fascistas, no es sólo dictadura, nacionalismo, belicismo, vicios comunes a otras ideologías.

A menudo corremos, incluso, el riesgo de definir como ‘fascismo’ la ideología de los otros.

Pero hay un componente a partir del cual el fascismo es reconocible en estado puro.

Donde quiera que se manifieste, sabemos con absoluta seguridad que de esa premisa no podrá surgir otra cosa que ‘el fascismo: se trata del culto a la muerte.

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“Ningún movimiento político e ideológico se ha identificado tan decididamente con la necrofilia erigida en ritual y en razón de la vida.

Muchos mueren por sus propias ideas y muchos hacen morir a otros, por ideales o por intereses, pero cuando la muerte no es considerado un medio para obtener otra cosa sino un valor en sí, tenemos entonces el germen del fascismo y tendremos que llamar fascismo todo lo que se convierte en agente de esta promoción.

“Habló aquí de la muerte como un valor que se afirma por sí mismo.

No me refiero a la muerte como un valor para la cual vive el filósofo, quien sabe que en el trasfondo de esta necesidad, y a través de su aceptación, cobran sentido otros valores; ni me refiero a la muerte del hombre de fe, que reniega de su propia mortalidad sino que la juzga providencial y benéfica porque a través de ella alcanzará la otra vida.

Me refiero a la muerte sentida como ‘urgente’, como fuente de júbilo, verdad, justicia, purificación, orgullo sea la causada a otros, sea la causada a uno mismo”.

Eco trata de morder aquí sobre la especificidad del fascismo con una definición que también desentraña – como intuyó mi amigo el periodista inglés – un componente específico de Montoneros.

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Se diría que ambas cosas comparten, al margen de las diferencias que pudiera haber entre ellas, un factor identificatorio final que los hermana y confunde.

El componente decisivo en uno y otro caso es siempre la violencia, aunque Eco parezca descartarla por considerarla demasiado genérica para peculiarizar al fascismo y prefiera localizar aquel factor identificatorio en la adoración a la muerte.

No se trata aquí de la muerte entendida como extinción natural de la vida, como ineluctable desenlace biológico, sino de la muerte “causada a otro o a uno mismo”.

Es decir, en definitiva, un acto de violencia. Una muerte que sólo de la violencia extrae su significación como fuente de “júbilo, verdad, justicia, purificación”, y en la que se encuentra, a su vez, la violencia su expresión suprema, su más alto grado de autorrealización.

Al reemplazar la violencia por la adoración de la muerte como clave última de la identidad fascista, Eco sólo está diciendo que el fascismo “en estado puro” no se define por la violencia a secas, categoría que puede incluir al partigiano, por ejemplo, sino por la violencia “plena”, llevada a su variante extrema – el homicidio – y asumido en este nivel como sustrato no ya de un valor utilitario y práctico, sino de un valor inmanente y absoluto.

Eta violencia cargada de valores propios, que encuentra en la muerte la joie de vivre, es la que uno reconoce en el folklore, la temática, el estilo y la cultura de los montoneros.

Un estribillo como: “Oy, oy, oy qué contentos estoy. Aquí están los montoneros que mataron a Mor Roig”, sólo puede emanar de emociones fascistas.

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De ahí que resulte incorrecto, en último análisis, intentar juicios críticos acerca de los montoneros a partir de las clásicas apreciaciones sobre legitimidad o ilegitimidad de determinado medios para alcanzar determinado fines.

Decir, por ejemplo, que los montonero son condenables porque sujetan su conducta al principio que “el fin justifica los medios” significa acreditarles una opción por la violencia en el plano de los “medios”, lo que implica, a su vez, dejar a salvo el crédito de su declarada opción por el socialismo en el plano de los fines.

Y no es exactamente este el caso.

Recuerdo haber disentido sobre el tema en una conversación con Ernesto Sabato, quien formuló a propósito del comportamiento montonero un juico de rechazo planteado precisamente en términos de aversión a la idea de que el fin pudiera justificar lo medios.

Le dije que, a mi parecer, este juicio no se adecua a la naturaleza de cosa juzgada, ya que en el caso de los montoneros estamos en presencia de algo muchos más terrible: una conducta en la que el medio justifica el fin.  

Me pregunto cuál habría sido la reacción de los montoneros si en 1973, cuando el guerrillerismo argentino vivía su momento de mayor euforia, hubiera sido posible demostrar matemáticamente, con el mismo grado de rigor e incontrovertibilidad con que puede demostrarse el teorema de Pitágoras, la existencia de una vía pacífica hacia el socialismo, la posibilidad de acceder a un ordenamiento socialista sin golpes de mano, operaciones de comando, secuestros sensacionales, asesinatos espectaculares, llamamientos a la guerra popular y exhibiciones de ametralladoras.

Si fuera posible apostar retrospectivamente sobre el caso, yo apostaría a que, para la mayoría de los militantes montoneros, el efecto de la demostración no habría sido de alejarlos de la violencia, sino el de desprestigiar ante ellos al socialismo.

La conducta montonera, en este sentido, no se define por la elección de un medio “malo” para alcanzar un fin “bueno”, sino por la idolatría del medio elegido.

Asumida como objeto de culto y como fórmula de autoindentificación, la violencia queda atada a una lógica que la descalifica como medio, a la vez que descalifica como “fin” a socialismo, que resulta convertido en mera coartada.

El culto de la violencia es inseparable de culto de la muerte.

La segunda es la culminación consagratoria de la primera.

Los valores inmanentes atribuidos a la violencia fructifican en la asignación de valores absoluto a la muerte, en una macabra operación axiológica que implica a la vez, necesariamente, relativizar el valor de la vida.

Nada mejor que esta operación para dejar en evidencia hasta qué punto la idolatría del medio invalida el fin, hasta qué punto la violencia revolucionaria elegida como estilo y como criterio de autodefinición, deforma, desvirtúa y desnaturaliza al fin socialismo que dice perseguir.

El socialismo es, por lo menos en su ideal “estado puro”, la glorificación de la vida, la afirmación de la vida como portadora de valores propios y absolutos, el rechazo de toda relación humana, económica, política, social cultural, que asigne a determinadas vidas, un valor de uso para otras, convirtiéndolas, por vía de esta asignación, en objetos explotables, manipulables o suprimibles.

Bajo el culto de la violencia, y por imperio de su terrible lógica, la vida es globalmente negada como portadora de valores intrínsecos y sometida a una operación discriminatoria entre vidas rescatables y vidas desechables, vidas que valen y vidas que no valen.

Los montoneros ofrecieron en su momento el ejemplo más acabado y horrible de la manera en que esta discriminación operaba automática y hasta inconscientemente como premisa de determinadas conductas.

Cuando la organización decidió en 1974 crear el Partido Auténtico, se lanzó a la captura de firmas para cumplir con la legislación argentina que fijaba como requisito para el reconocimiento legal de una agrupación política la presentación de un número mínimo de afiliados en listas que incluían precisiones sobre domicilios, documentos de identidad y demás señas de cada adherente.

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Este requisito no fue aceptado, por ejemplo, por el Partido Comunista argentino, una agrupación a la que puede atribuirse cualquier defecto menos el de descuidar la seguridad de sus militantes.

Levantada la Proscripción del PC bajo el régimen de Cámpora, en ningún momento se hizo efectiva la regularización legal del partido, por esta negativa suya a presentar listas de militantes ante la Justicia Electoral, un (sic) acción que a su juicio implicaba entregarlos a la policía.

Montoneros, por su trayectoria, tenía objetivamente muchas más razones que el Partido Comunista para observar esta norma de seguridad en sus gestiones para dar vida al Partido Auténtico.

Y de hecho las observó, pero no mediante una negativa a presentar listas de afiliados ante la Justicia Electoral sino impartiendo a sus reclutadores de firmas la consigna de “no reclutar militantes”. Militantes de Montoneros o de sus colaterales, se entiende.

Aquí estaba operando claramente aquel automatismo discriminatorio entre vidas que valen y vidas que no valen, con la asunción de seguridad en términos de privilegio que deja al margen de sus titulares una cosificada multitud de pobres diablos manipulatoriamente regalables a los programas operativos de las parapoliciales.

Mientras el colega de Paco Urondo me explicaba empeñosamente los esfuerzos de Montoneros por ceñirse a la acción legal y consolidar el orden constitucional, centenares de jóvenes reclutadores se valían de explicaciones similares para arrancar firmas a desechables boticarios, vendedores de cigarrillos, ordenanzas y amas de casa en procura del espacio jurídico para el Partido Auténtico.

Obtenidas ya ochenta mil firmas y entregadas en paquete esta ignara muchedumbre a la Justicia Electoral, Montoneros se apartó 180 grados de aquella explicación para lanzarse al asalto de la guarnición militar de Formosa en una operación que causó la muerte no sólo de once militares sino también de un número bastante más elevado de adherentes del Partido Auténtico.

No es necesario decir que de los padrones del Partido Auténtico emergió buena parte de los cadáveres arrojados a zanjones y baldíos por la Triple A, víctimas de un asesinato en masa que sólo a medias puede imputarse a esa organización parapolicial. La otra mitad del crimen pesa sobre Montoneros y sus aristocratizantes criterios de seguridad.

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Los mismos automatismos discriminatorios delimitaban en Montoneros, y en todas las formas de violencia sacralizada, el concepto de enemigo.

La violencia, vivida como autorrealización, necesita para su propio ejercicio que el género humano incluya un margen más o menos amplio de individuos sacrificables.

Esta necesidad proyecta sobre la vida ajena calificaciones que condicionan su valor a factores que le son extrínsecos, pues si la vida valiera por sí misma no incluiría ese margen de sacrificabilidad y la violencia sacralizada quedaría sin coartadas.

Un militante de la Autonomia operaia dijo cierta vez en una entrevista periodística que el crimen político se justificaba por lo que “la vida humana no vale por sí sino por lo que se hace con ella”.

La vida humana queda sujeta así a un valor no inmanente sino derivado, dependiente de su asociación con determinadas ideas, determinadas prácticas, una determinada manera de ser. El derecho a la supervivencia emana de una serie de atribuciones consagratorias cuya ausencia legitima expediciones de exterminio.

Si soy un cultor de este tipo de violencias, intrínsecamente fascista, más allá de sus excusas ideológicas, mi calificación de una individualidad como enemiga es una operación en la que el factor calificante no reside en los contenidos de esa individualidad sino en mi previa necesidad de tener enemigos.

Mi violencia se relaciona con el enemigo como el hambre con el alimento.

Una perdiz no es intrínsecamente un alimento cuya condición de tal me estimule a sentir en su presencia un hambre que de otro modo no sentiría.

Mi hambre es anterior a la comestibilidad de la perdiz, como mi violencia es anterior a la enemistad del enemigo.

Es mi hambre lo que califica extrínsecamente a la perdiz comestible y me lleva a devorarla.

Mi hambre no es una respuesta a la comestibilidad de la perdiz, sino que la comestibilidad de la perdiz es una respuesta a mi hambre.

Así como el hambre necesita delimitar en el mundo un ámbito permanente de comestibilidad, la violencia sacralizada necesita delimitar en el género humano un ámbito permanente de enemistad, que es anterior a las identidades y calidades de los individuos elegido para llenarlo.

A esta calificación primordial y abstracta del enemigo, derivada de mi necesidad de tenerlo, se sobreagregan a manera de coartadas, calificaciones a menudo caprichosas, desproporcionadas o en todo caso pretextuosas, que asientan mi enemistad en reales o supuestas connotaciones objetivas de las individualidades concretas elegidas como enemigas.

En medio de la oleada terrorista que azotaba a Italia en la década de los años ’70, un adolescente romano fue asesinado porque llevaba zapatos en punta, moda que se consideraba identificatoria de los fascistas.

Sería superfluo subrayar toda la carga de fascismo que contenía este crimen, cometido nominalmente desde la “izquierda”.

Es éste un caso en el que la absoluta irrelevancia de la coartada ideológica deja al descubierto la naturaleza de la violencia ejercitada.

Este mismo trasfondo estimativo era advertible detrás de ciertas evaluaciones y expresiones de deseos que componían los tics discursivos de los millares de adolescentes agrupados en lo primeros años ’70 alrededor de Montoneros, la frecuencia y la desenvoltura con que se los oía dictaminar: “¡A ese hay que bajarlo” o con que festejaban la buena nueva de que alguien hubiera sido “bajado”.

Montoneros había normalizado y automatizado en sus seguidores esta manera de pensar, este estado de disponibilidad mental permanente para el crimen político.

Un militante de la Juventud Trabajadora Peronista tras escuchar por televisión un comentario de Bernardo Neustadt que la había parecido abominable, me dijo en algún momento de 1975: “Ese tipo es un hijo de puta, un trepador, un oportunista. ¡Ojalá los compañeros los maten, porque es un enemigo!”.

Hay, seguramente, dos o tres millones de argentinos que comparten las atribuciones aducidas aquí para identificar a Neustadt como “enemigo”, como blanco elegible para el exterminio.

No creo que hubiera mayores diferencias entre la estimativa implícita en esta condena de muerte, potencialmente extensible a magnitudes de genocidio, y la concepción nazi que limitaba a un círculo selecto de seres superiores el derecho a la supervivencia, reservando para el resto de la humanidad un destino de instrumentación o de muerte.

La violencia sacralizada, aunque invoque al socialismo como fin, practica por imperio de su propia naturaleza esta división específicamente fascista del género humano en insiders y outsiders del derecho a la vida.

Una división que acaba por modelar estructuras discriminatorias y opresivas en el Estado que pudiera haber surgido de su eventual triunfo.

No es imposible que un grupo socialista contaminado de violencia logre destruir autocríticamente este componente, rescatando por esa vía sus propios contenidos socialistas.

Pero puede ocurrir también que estos contenidos se escleroticen hasta desaparecer por el desarrollo de aquel componente de violencia.

Hubo algo de este segundo proceso en el desarrollo del fascismo histórico.

Y me parece claro que algo de esto estaba ocurriendo con Montoneros.

Las sucesivas oleadas de deserciones y disenso que devastaron a Montoneros en el exilio a partir de 1978 fueron en cierta medida, a la luz de testimonios recogidos de muchos disidentes, respuesta a la creciente patentización de aquella última ratio fascista que  prevalecía en la conducción y en la conducta del grupo por vía de su adición viciosa e irreductible a la violencia.

Las gesticulaciones militares producidas en el vacío por un remoto estado mayor que desde bunkers centroamericanos ordenaba a ejércitos inexistentes una contraofensiva de aniquilamiento en la Argentina, mientras el comandante en jefe del grupo diseminaba en fotografía su propia imagen con casco y atuendo militar sobre tropicales trasfondos nicaragüenses, componían hacía fines de 1979 un clásico cuadro de demencia que evocaba los días finales de Hitler en Berchtesgaden.

Este cuadro precipitaba deserciones con sólo dejar a la vista sustratos ideológicos que no eran tan visibles tras los multitudinarios clamores de 1973 por una “Patria Socialista”, pero que ya entonces estaban allí, inspirando las conclusiones no tan desencaminadas, después de todo, de mi amigo el periodista inglés.

Tales sustratos no surgieron por generación espontánea.

Germinaron en un peculiar humus histórico en el que se entrecruzaban corrientes y culturas distintas, a veces hasta de apariencia contradictoria.

De ese humus formaba parte, por ejemplo, la revolución cubana.

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Y la verdad es que al margen de las exaltaciones retóricas de izquierda y las execraciones igualmente retóricas de la derecha, poco o nada se ha hecho hasta ahora por preciar objetivamente el papel del cubanismo con todas sus connotaciones políticas, ideológicas y culturales, en el curso trágico que siguió buena parte de la historia latinoamericana durante el veinteno 1960/1980 y que tuvo en Montoneros una de sus manifestaciones más arquetípicas.

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Siempre me llamó la atención el hecho de que casi toda la izquierda tradicional latinoamericana, mientras desplegaba ostensibles esfuerzos por disociarse en la práctica del extremismo revolucionario, encaraba con infinitas vacilaciones y muestras de timidez la crítica teórica de la acción desarrollada por Montoneros y otros grupos afines.

En la Argentina, por lo menos, la crítica del montonerismo desde la izquierda se detenía casi siempre en el nivel del mero repudio declamatorio, a veces difícil de distinguir de la retórica condenatoria de la derecha.

Nada había en esa postura crítica que se acercara siquiera a la profundidad teórica de la larga polémica desarrollada en su hora por Lenin contra el extremismo esserista ruso.

Creo que entre las razones de esta superficialidad en el tratamiento crítico del tema montonero figuraba de un modo prominente la imposibilidad de intentar una crítica en profundidad del extremismo revolucionario sin tropezar en el camino con la revolución cubana, una vaca sagrada que la izquierda latinoamericana en general se sentía reverencialmente inhibida de tomar por las astas.

Y, sin embargo, la superación crítica del extremismo revolucionario desde la izquierda sólo será posible a partir de una consigna de absoluta claridad en la comprensión del fenómeno y en la caracterización de cada uno de sus componentes.

A esta claridad no podrá accederse más que al precio de desatar de una buena vez el temido nudo teórico de la revolución cubana.

fuente
"MONTONERO LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 22, 23 y 24


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Me atrevo a interpelar, por sentirlos muy cercanos, por más que las apariencias parecieran indicar lo contrario; insisto en lo de la cercanía, por que estamos en el mismo bote – que hace agua - , tenemos pesares, angustias y problemas comunes, recién después vienen las diferencias.

La idea es dialogar, hablar de nuestras cosas, hay textos que nos proporcionan la información básica – no única-, solo es una propuesta como para empezar. La continuidad depende de Ustedes, un eventual resultado adicional depende de todos.La idea es hablar desde un “nosotros” y sobre “nuestro futuro” desde la buena fe, los problemas exigen soluciones que requieren racionalidad, honestidad intelectual que jamás puede nacer desde la parcialidad, la mezquindad, la especulación.

Encontraran en “HASTA EL PELO MÁS DELGADO ...”, textos y opiniones sobre una temática variada y sin un orden temporal, es así no por desorganizado, sino por intención – a Ustedes corresponde juzgar el resultado -.Como no he vivido en una capsula, ya peino canas, tengo opiniones y simpatías, pero de ninguna manera significa dogmatismo, parcialidad cerrada.Soy radical (neto sin adiciones de letras ninguna), pero no se preocupen no es contagiosos … creo, solo una opción en el universo de las ideas argentinas. Las referencias al radicalismo están debidamente identificadas, depende de Ustedes si deciden “pizpear” o no.

El acá y ahora, el nosotros y el futuro constituyen la responsabilidad de todos.Hace más de cuatro décadas, en mi lejana secundaria, de una pasadita que nos dieron por Lógica, recuerdo el Principio de Identidad, era más o menos así: “Si 'A' no es 'A', no es 'A' ni es nada”, por esos años me pareció una reverenda huevada, hoy lo tomo con mucho más respeto y consideración. Variaciones de los mismo: no existe un ligero embarazo; no se puede ser buena gente los días pares.

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A los malos, los maulas, los sotretas, los villanos, los mala leche, los h'jo puta, los podemos enfrentar pero … ¿qué hacemos con los indiferentes, con los que solo se meten en sus cosas, y no advierten que el nosotros y el futuro por más que sean plurales son cosas personalisimas? Y luego dicen que quieren a sus hijos y su familia; ¡JA!, ¡doble JA!, ¡triple JA! (il lupo fero).

¡¡EL REY ESTÁ EN PELOTAS!!, dijo el niño de la calle, hijo de padre desconocido y madre ausente, ese niño es mi héroe favorito.

¿QUÉ ES PEOR LA IGNORANCIA O LA INDIFERENCIA?

¡¡NO LO SÉ Y NO ME IMPORTA!!

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Mis querido “Chichipios” - diría don Tato- no olviden que además de ver el vaso medio vació o medio lleno, hay que saber que contiene – sino que le pregunten a Socrates - ¡Bienvenidos! Adelante. Julio


Mendoza, 11 de noviembre de 2009.