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Si
algún sentido puede asignarse a la sinuosa, ambigua y desconcertante política
seguida por Perón durante su largo exilio, es el de remediar el déficit de
representatividad que durante el régimen peronista de 1946-1955 había
determinado una constante contradicción entre la naturaleza del movimiento y su
base social.
Se
trataba de ganar para el peronismo un espectro de respuestas sociales que,
superando el desequilibrio obrerista de 1945, ofreciera un correlato objetivo
al anhelo de globalidad que cultivaba Perón como componente esencial de su
proyecto.
La
identificación de la política seguida por Perón en el exilio es todavía materia
de discusión entre politólogos.
¿había
una línea de acción fundamental que
unificara y diera sentido a todos los contradictorios discordantes e
impredecibles dados por Perón durante aquellos dieciocho años?
Las
hipótesis posibles son básicamente dos:
1- Que Perón hubiera aceptado la caída de
su régimen como un hecho irreversible, excluyendo toda posibilidad de
reconquistar el poder, o siquiera de retorno a la Argentina, y limitando la
función del peronismo al cumplimiento, en el llano, del papel de regimentador
de masa que él y buena parte de los militares comprometidos en su derrocamiento
coincidían en asignarle. En todo caso, el turbulento proceso que en los años
’70 lo llevó de vuelta al país y al poder habría rebasado sus expectativas,
arrastrándolo por un camino que no figuraba en sus planes.
2- Que su retorno a la Argentina y al
poder en 1973 hubiera sido la exitosa coronación de una hábil y paciente
estrategia elaborada y seguida por Perón con ese preciso fin desde el primer
día de su exilio.
La
primera hipótesis puede resultar tentadora para cualquiera que pretenda
acumular apreciaciones peyorativas sobre el comportamiento de Perón.
Pero
creo que hay más elementos de juicio en favor de la segunda.
Desde
su primer retorno temporal a la Argentina, a fines de 1972, Perón desplegó sin
vacilaciones una estrategia de alto vuelo y de una sofisticación que sólo puede
explicarse como producto de un largo proceso de elaboración previa.
En
cada paso dado por Perón durante ese período, nada había de la improvisación,
la incertidumbre o la perplejidad que inevitablemente se habrían dejado de
advertir en su conducta si las circunstancias que lo llevaron de vuelta a la
Argentina lo hubieran tomado de sorpresa.
De
hecho, la política desplegada por Perón en la hora de su retorno entroncaba con
el viejo y desatendido discurso de la Bolsa de Comercio, propulsor de un proyecto
algo distinto de lo que luego resultó ser el “peronismo” histórico.
“Yo
al peronismo le he dejado atrás”, dijo Perón poco después de su retorno, en una
declaración que muchos consideraron sibilina, pero que acaso reflejara aquel
entronque, el propósito de extender la representatividad peronista más allá de
la base obrera que daba sustento y al mismo tiempo fijaba límites al
movimiento.
No
se trataba de que el peronismo, a la manera leninista, invistiera la
representatividad de un sujeto social obrero en busca de alianzas con otros
sectores.
Se
trataba, por el contrario, de un peronismo lanzado a buscar en esos otros
sectores un sujeto ajustado a su propio proyecto, como un personaje
pirandelliano en busca de su autor.
En
rigor, ya la enfatización del “movimiento” tras el golpe de 1955 había apuntado
también en esta dirección.
La
informe vaporosidad del movimiento permitía eludir las precisiones políticas
propia de un partido y desarrollar un peronismo de dos, tres o cuatro
vertientes, un peronismo tentacular y apto para proyectarse en direcciones
divergentes hacia su objetivo de representatividad global.
Con
su multiplicidad de compartimientos internos, provistos individual y
separadamente de políticas, orientaciones e inclinaciones independientes entre
sí, el movimiento mantenía a disposición de su líder un repertorio de líneas
duras, líneas blandas, líneas de derecha, línea de izquierda, líneas tendidas
hacia La Habana y línea enrocadas en torno a la embajada estadounidense, líneas
multicolores y en abanico, que Perón podía activar o desactivar según sus
necesidades tácticas del momento.
Esta
diferenciación interna estimulaba una diferenciación interna gemela en la áreas
sociales por conquistar – industriales, militares, clase media ilustrada
-, proponiendo en ellas una dialéctica
encaminada a depositarlas finalmente en el vasto regazo peronista.
Ya
se sabe cómo funcionaba todo esto.
Si
los militares se endurecían y acentuaban políticas proscriptivas frente al
peronismo, el movimiento activaba su propia línea dura en un amago de
radicalización que permitía a la blanda encontrar nuevos término de diálogo y
negociación con los mandos.
Se
generaba de esta manera, una simétrica línea blanda militar volcada a reabrir
espacios políticos para el peronismo, en un intento de impedir el colapso de
sus franjas más moderadas en las batallas interna por la conducción del
movimiento.
El
resultado era que cada reactivación de la línea dura peronista acababa por
asegurar al movimiento un mayor grado de penetración, a través de su vertiente
blanda, en aquel mundo empresario y militar acomodado y temeroso del cambio,
que por un malentendido histórico había nutrido las fila antiperonistas, pero
que atesoraba en su seno el sujeto ideal del peronismo, el sujeto por
conseguir.
Esta
“caza de sujeto” es, en realidad, lo que unifica estratégicamente todas las
conductas divergentes de Perón el exilio.
Con
el derrocamiento del presidente Arturo Frondizi en 1962, la línea dura o
“colorada” de las fuerzas armadas ascendió al primer plano del cuadro militar,
abriendo curso a un período de intensa persecución contra el peronismo.
En
respuesta a ese cambio, Perón embarcó a su movimiento en un aparatoso “giro a
la izquierda”, cuyo desarrollo fue confiado a su “línea dura” interna,
encarnada en Andrés Framini. (*)
Surgió
de esta manera una formal alianza entre el peronismo, el partido comunista, el
socialismo de vanguardia y otros grupos menores, algunos de los cuales
aportaban al conjunto un furioso castrismo.
Con
este estremecedor telón de fondo, la línea blanda del peronismo, personificada
entonces por Raúl Matera, pudo operar persuasivamente sobre sus contactos
castrenses, subrayando el peligro de que el gigante peronista se abriera por su
base a la penetración del castrismo, como resultado dela negativa militar a
concederle participación en la vida institucional de país.
Centenares
de oficiales resultaron sensibles a tal argumentación y, con el respaldo
sensible a tal argumentación y con el respaldo consistente de sectores
empresarios también sobresaltados por la perspectiva de un peronismo articulado
con La Habana, acabaron por confluir en la insurrección “azul” de setiembre de
1962, que desplazó a los mandos de la línea dura castrense, prometiendo nuevas
aperturas al peronismo.
Lograda
la victoria “azul”, Perón dio por terminado el “giro a la izquierda”, retiró
del escenario a Framini, y el énfasis puesto sobre éste durante los seis meses
previos fue desplazado hacia el peronismo conciliador de Matera.
El
“giro” había tenido la virtud de ampliar los márgenes para el diálogo entre
peronistas y militares.
Este
tipo de operación, magistralmente reiterado una y otra vez por Perón desde su
puesto de comando en el exilio, fue definido en la jerga de política argentina
de la época como un “juego pendular”.
Se
trataba, sin embargo, de un movimiento que difería de la pendularidad física en
el detalle de que el péndulo peronista, al completar cada ciclo de ida y
vuelta, rebasa su punto de partida en vez de detenerse un trecho antes de
alcanzarlo.
Completado
cada ciclo, el peronismo se había internado algunos pasos más en los sectores
sociales por conquistar, en el mundo del sujeto por conseguir.
Cuando
más avanzaba el péndulo por el camino de la radicalización en su movimiento de
ida, más alto eran los niveles que alcanzaba en el seno del establishment su movimiento de vuelta.
Era
un juego terriblemente difícil, que muy pocos líderes han intentado con éxito y
que en la Argentina seguramente no habría dado resultado sin el incuestionable
genio político de Perón.
Había
que saber impulsar cada movimiento de péndulo en términos que no le permitieran
arrastrar consigo la imagen de quien lo impulsaba.
Había
que saber producir en el peronismo desplazamientos hacía La Habana, Moscú o
Pekín en términos que dejaran a salvo en la figura de Perón un margen de
credibilidad para militares, industriales y terratenientes.
Y
había que saber desarrollar también la operación inversa.
Cada
paso hacia la izquierda debía darse con explicaciones convincente para la
derecha, así como cada paso a la derecha debía ir acompañado de un guiño o una boutade que la hiciera aceptable para la
izquierda.
Perón
sabía acompañar sus invocaciones de Mao o del Che Guevara con mensaje en
sordina hacia la derecha que las explicaban tranquilizadoramente como recursos
orientados a mantener bajo control a sectores juveniles radicalizados que de
otro modo podían quedar atrapados por el castrismo.
Y
de paso, subrayaba el peligro de que el fenómeno de la radicalización, sin la
astucia del viejo caudillo quedara fuera de control.
Framini,
su giro a la izquierda y los estribillos castristas que habían plagado en el
salón “Unione e Benevolenza” de Buenos Aires el acto fundacional de la efímera
alianza peronista-marxista de “giro a la izquierda”, iban introduciendo
lentamente y a su modo en la escena política argentina los factores de pánico
que en Italia de la primera posguerra habían asegurado a Mussolini el respaldo
de industriales y terratenientes.
El
exilio era encarado así por Perón como un marco en el cual desarrollar una
operación que había sido omitida en medio de las impaciencias de 1945.
El
establishment argentino debía ser
motivado a sentir la necesidad de un guardaespaldas.
La
memoria histórica permite a veces asociaciones reveladoras.
Para
quienes hayan seguido el curso de la historia europea entre las dos grandes
guerras, la pendularidad de Perón puede resultar evocativa de la trayectoria
similar seguida con igual maestría por Adolfo Hitler en su marcha hacia el
poder en Alemania.
También
el nacionalsocialismo, durante el período que precedió a su instalación y
consolidación en el gobierno, generó en su seno una “línea dura” y
radicalizante representada por el grupo Roehm.
Decididamente
alentados en un principio por el Fuhrer, Roehm y sus S.A. fueron proyectados
sobre el cuerpo social de Alemania como una bomba de succión que canalizó hacia
el nacionalsocialismo a gran parte de la juventud alemana y también
considerables franjas de la clase obrera.
“Nosotros
dentro del nacionalsocialismo, ponemos el acento sobre el socialismo”, solía
decir Roehm, quien reclamaba la redistribución de la tierra, la liquidación de
los junkers, la nacionalización de
gran capital, la socialización de Alemania.
A
caballo de esta aparente oleada revolucionaria, Hitler instrumentaba su propia
aptitud para frenarla, mantenerla bajo control o eventualmente liquidarla como
carta de negociación para pactar con los junkers,
los dueños de a tierra y el gran capital.
El
papel histórico de Roehm no fue otro que el de estimular la disponibilidad del establishment alemán para un
entendimiento con el Fuhrer.
Hitler,
luego de alcanzar el poder y consolidarse en él como fruto de este
entendimiento, ordenó el exterminio físico de Roehm y de su grupo en lo que
habría de recordarse luego como “la noche de los cuchillos largos”.
Framini
y todas la líneas duras desarrolladas por el peronismo a lo largo de los años
’60 le sirvieron a Perón para avanzar algunos pasos en dirección a un
entendimiento similar con los detentadores de poder real en la Argentina.
Pero
Framini no era Roehm. Sus pasos a la izquierda no eran pasos dados por una
formidable maquinaria paramilitar erizada de ametralladoras como las S.A.
alemanas.
Su
utilidad y su función se agotaban a bastante distancia de la meta.
El
camino que quedaba por recorrer exigían un Roehm.
Y,
en 1970, Roehm irrumpió providencialmente en el escenario peronista empuñando
las ametralladoras montoneras.
(*) Andrés Framini, dirigente del
gremio textil, había sido designado candidato de peronismo a gobernador de la
provincia de Buenos Aires en las elecciones provinciales de 1962 y su victoria
en esos comicios fue el principal desencadenante del golpe militar que derrocó
al presidente Arturo Frondizi. Más tarde apareció siempre asociado con los
sectores más radicalizados del peronismo.
44
En
nuestros días, todo el mundo tiene acceso a la experiencia de ver su propio
nombre en sobres, facturas, invitaciones, o incluso en un periódico.
No
es, por tanto, una experiencia que distinga o que confiera rango.
No
ocurría lo mismo hace un milenio, cuando sólo una reducida élite vivía y
actuaba en situaciones que podían ofrecer ocasionales motivos para la mención
de sus nombres por escrito.
En
Inglaterra medieval, por ejemplo, las nóminas de signatarios o de invitados a
una fiesta de palacio eran por sí mismas signos de distinción para los pocos
que tenían el privilegio de figurar en ellas.
Durante
un período, sólo la aristocracia inglesa tenía acceso a tales listas, que
presentaban cada nombre acompañado de su respectivo título nobiliario.
Pero
con el tiempo, una franja plebeya enriquecida y promovida socialmente por el
desarrollo del comercio logró alcanzar el honor de figurar en aquellos elencos, reservados hasta entonces a la nobleza.
Carentes
de títulos, sin embargo, su nombres aparecían escritos en ellos con el
aditamento sine nobilitate o, más
frecuentemente, con la abreviación s. nob.
La
palabra snob, originada de esta
manera, acabó, con el tiempo por cobrar vigencia universal como calificativo
aplicado a toda persona de baja extracción social que se esfuerza por ganar status imitando generalmente mal, los
hábitos, las modas, el lenguaje de una clase considerada superior.
El
snob desempeña un papel de cierta
importancia en la evolución de las pautas culturales de una sociedad.
Por
su intermedio se va desarrollando una progresiva apropiación de la cultura de
una clase por otra considerada inferior, proceso que, a su vez, imprime un
peculiar dinamismo dialéctico a los afanes de la clase culturalmente saqueada
por preservar su propia distinción social.
Mientras
que la “masa” de la clase superior permanece durante un tiempo apegada por
inercia a sus viejos hábitos culturales, comienza a crecer en los sectores más
ilustrados, sofisticados o pretenciosos de este estrato social una actitud de
rechazo frente a la invasión de abajo.
Esta
“élite de la élite” deja de ver en su progresivamente enajenada y vulgarizada
cultura de origen la fuente de autodiferenciación que inicialmente había
encontrado en ella, y consecuentemente la abandona.
En
una Argentina como aquella de las postrimerías del siglo XIX, donde el vulgo no
leía o leía poco, la alta sociedad podía distinguirse o identificarse social o
culturalmente leyendo La Prensa.
En
una Argentina como la de 1950 o 1960, donde la lectura de La Prensa era ya un
hábito cotidiano del almaceneros y porteros, el apego de la alta burguesía al
diario de los Paz sobrevive en la “masa” de esa capa social, pero se va
debilitando en sus franjas más ilustradas.
El
snobismo del vulgo genera en la aristocracia un snobismo de segundo grado, con
una misma cultura que resulta tomada por asalto en el primer caso y desertada
en el segundo.
Ambas
variantes responden no a un genuino interés cultural, sino a propósitos de
autodiferenciación social que también las asocia en una común falta de
creatividad.
La
deserción de la propia cultura es en una y otra instancia una operación
imitativa, con la diferencia de que el segundo caso el objeto por imitar está
bastante menos definido que en el primero.
En
el snobismo de primer grado, el vulgo que la cultiva tiene claramente por
delante una cultura que desea absorber o en la aspira mimetizarse. Sabe lo que
quiere.
En
el snobismo de segundo grado, sólo e tiene por delante una cultura que se
quiere abandonar.
En
esta variante, lo que se sabe es, primordialmente, lo que no se quiere.
El
snob de segundo grado viene a encontrarse así en una situación bastante similar
a la del joven rebelde de clase acomodada y, como este, se mueve hacia una
inversión de la ahora vulgarizada escala de valores que era en el pasado
identificatoria de su clase.
Toda
su vida cultural se carga de conductas levantiscas y adolescentes, entregadas a
la excitación de épater le bourgeois.
Y
en esta transmigración cultural ocurre a veces, aunque no siempre
necesariamente, un fenómeno curioso.
Tratándose
de una operación básicamente imitativa en la que el snob de segundo grado sólo
puede asumir algo que está previamente propuesto y a la vista, ocurre que
aquella exquisita “élite de la élite” acaba por cifrar su autodiferenciación en
una apropiación de los valores “populares” pretendidamente tales que el
snobismo vulgar a abandonado.
En
esta dirección apunta también, por otra parte, el impulso rebelde a la
contestación y a la inversión de valores que figura entre los estimulantes de
esta transmigración cultural.
El
snob de segundo grado vive secretamente esta operación, no como un movimiento
hacia la vulgaridad, sino como un refinamiento.
Lo
“vulgar” es ahora para él su propia cultura ancestral, cuyo valores cada vez
más socializados amenazan con dejarlo sin demarcaciones frente al tendero de la
esquina.
Y,
en este marco, la adopción de una remota cultura de extramuros extraña a la
vulgaridad de su entourage cultural
inmediato, puede resultar para nuestro snob de segundo grado inesperadamente chic.
La
Argentina ofreció en las últimas dos décadas una clara y cabal ilustración de
está dialéctica cultural.
Al
promediar los años ’60 comenzó a circular Crónica en Buenos Aires como un
diario clamorosamente sensacionalista y populachero.
Como
tal tuvo de inmediato un enorme éxito que no alcanzaba a superar, sin embargo,
los umbrales de las casas “bien”.
Devorado
por el vulgo a secas, era consecuentemente rechazado y despreciado tanto por la
alta sociedad como por el snobismo vulgar que la imitaba.
Pero
esta precisa delimitación social de su éxito acabó por incorporarlo de un modo
sólo en apariencia resulta paradójico,
al consumismo ultraselectivo de los sbnos de segundo grado.
La
lectura de Crónica, de rigor en los
barrios marginales, llegó a ser un hábito elegante en la “élite de la élite”.
Sus
temas, su lenguaje, sus titulares comenzaron de pronto a ser festejados en las
reuniones intelectuales como una preciosa surgiente de genialidades,
insospechadas sutilezas y mensajes secretos.
Crónica se convirtió de este modo en un diario
de villeros y sociólogos, obreros de la construcción y libreros de moda, de
costureras y expertos en informática.
Durante
los mismos años, esta mistificación de la vulgaridad primigenia como fuente de
distinción para exquisitos enriqueció también con otros aportes, como la serie
televisiva de batman y “Los titanes en el ring”, el temario obligado en las
fiestas de los psicoanalistas.
Hacia
fines de los años ’60 – y en la misma línea de aficiones heterodoxas a Crónica,
Batman y “Los titanes en el ring” -, los profesionales, estudiantes y
ejecutivos ilustrados que cultivaban en la Argentina el snobismo de segundo
grado encontraron u gran desahogo en la sofisticación suprema de “hacerse
peronistas”, incorporando el villero look
a la indumentaria de moda en Palermo Chico (*)
y ensayando modulaciones de afectada familiaridad para llamar “el Viejo” a Juan
Perón.
Esta
cultura de la vulgaridad idealizada tuvo bastante que ver con la festiva
caravana de automóviles que en 1971 volcó su carga de usuarios de moquettes y
coleccionistas de Castagninos frente a la residencia de Gaspar Campos (**) para saludar al primer retorno de
Perón a la Argentina.
“El
peronismo es bárbaro, ¿viste?”, dijo a para frente a las cámaras de televisión
en Ezeiza una joven ocupante del famoso chárter contratado para ese primer
retorno.
El
comentario era un expresivo reflejo de aquella cultura que amalgamaba, una
rechinante asociación, el consumo de peronismo con los hábitos apreciativos de
cierta burguesía ilustrada.
Se
trataba de una cultura que, repitiendo los mecanismos de la rebeldía
adolescente, se comía la eses y endiosaba a Perón porque La Prensa lo satanizaba.
Una
cultura que creía colmarse de contenidos populares asumiendo con signo positivo
las desprolijidades atribuidas al “pueblo” desde ciertas alturas sociales.
Era
una cultura de disfrazados, de desclasados voluntarios, que producía a vece
curiosas escenas como la del individuo de melena polvorienta, camisa
deshilachada y alpargatas barrosas que, marchando en 1973 al frente de una
manifestación villera hacia la plaza de Mayo, se detuvo en determinado momento
a extraer de su bolsillo una pipa y un sobre de tabaco.
Insurrecta
contra la ahora adocenada cultura de sus ancestros, en la que comulgaban ya
socios de Jockey Club y carniceros enriquecidos, esta pequeña burguesía buscó
nueva formas de distinción apropiándose de una identidad popular palabrotera,
grasienta y de uñas sucias que sólo
existía en sus propias fantasías populistas.
Era
natural que esta búsqueda de inmersión en lo popular acabara por descubrir el
peronismo, un peronismo “visto desde arriba”, peligroso y maleducado.
Como
era natural que este descubrimiento cayera en la clásica codificación
izquierdista de tales rebeldías.
Perón
supo facultar el proceso con una certera percepción de los señuelos necesarios
para precipitarlo, acelerarlo y ampliarlo.
Conocía
los tics de este conglomerado social y sabía que su encuentro con el peronismo
dependía de la medida en que el movimiento atinara a ofrecerle estímulos aptos
para satisfacer expectativas de “izquierda”.
Uno
no puede menos de admirar, por ejemplo, el acierto con que viejo líder seleccionó
para esta operación a Rolando García {Ver capítulo 31 y sus
notas}.
De
todas las figuras disponibles en la Argentina de los años ’50 y ’60, ésta era
sin duda la más emblemática de aquella franja social Fubista (***), cubanista, “antiyanqui”,
denunciador de penetraciones culturales imperialistas, desenvuelto en el uso de
la terminología marxista, Rolando García presentaba todos los componentes de
una personalidad llamada a espejar la versión que tenía de sí misma nuestra
pequeña burguesía ilustrada.
El
psicoanalista Pichon Rivière inventó, en un recurso para interpretar
cualitativamente los datos cuantitativos aportados por un sondeo de la opinión
pública la figura del Señor Abtractus, que compendiaba en una personalidad
imaginaria todas las inclinaciones, las esperanzas, las creencias, los anhelo,
prejuicios y miedos de la muestra social usada para la investigación.
Rolando
García era de algún modo el Señor Abtractus de un determinado producto social
argentino, contestatario y contemporáneamente apegado al propio status, presente en el estudiantado
universitario, en la intelectualidad progresista, en cierto empresariado
moderno y abierto al cambio.
Mientras
se asentaba en la Argentina una nueva dictadura militar tras el interludio de
Illia, Perón consagró en Madrid a Rolando García varias sesiones de fascinación
personal y persuasión política.
De
ellas emergió el ilustre ex rector universitario con la cándida convicción que
su papel en la futura Argentina sería el planificar para el peronismo una sociedad
socialista.
La
anexión de García fue parte de una vasta operación que también incluyó
similares sesiones de persuasión dictadas a Rodolfo Galimberti (****), la sagaces referencias a “mi
amigo Mao” que plagaron el lenguaje de Perón en los últimos años ’60 y el
gozoso aval concedido desde Puerta de Hierro a las “formaciones especiales” que
libraban en la Argentina una guerra de guerrillas por la “Patria Socialista”.
Perón
estaba lanzado a través de estas acciones su más espectacular expedición de
caza sobre las áreas sociales que en pasado habían dado vida al antiperonismo y
ofrecido y una base de masa a la sublevación militar que en 1955 puso fin al
primer régimen peronista.
Con
un refinamiento estratégico francamente florentino, estaba en curso la ya
señalada “caza del sujeto”, sofisticadamente organizada en dos distintos
safaris político a los que habían sido asignadas direcciones de marcha
aparentemente opuestas en la jungla sociocultural argentina.
Una
de estas líneas expedicionarias se internó agitando abalorios revolucionarios
en aquellas capas estudiantiles, intelectuales y profesionales de posturas
progresistas.
Se
trataba aquí de capturar – o de neutralizar como posible oposición – a una
franja social cuya presencia había sido determinante en el proceso
desestabilizador que culminó con el derrocamiento de Perón en 1955.
Y
la caza tuvo, en esta área, un éxito notable.
La
segunda línea expedicionaria partiría de los buenos resultado obtenidos por la
primera para agitar ante un alarmado estamento militar y empresario la
perspectiva de un peronismo radicalizado, cubanizado y violento, pero al mismo
tiempo sujeto a un centro de control que hasta podía eventualmente
sacrificarlo, llegado el caso.
Se
trataba ahora de negociar el sacrificio.
En
una reproducción criolla de doble juego hitlerista, el objetivo asignado al
primer safari no era otro que el poner en manos del segundo una decisiva carta
de negociación para la gran captura del sujeto.
Montoneros
como el grupo Rohem en su momento canalizó esta operación de caza mayor en su
delicada primera etapa, como una bomba de succión aplicada por Perón a la
universidades, los foros profesionales y demás componentes de aquel inquieto
cardumen social cuyo Señor Abstractus era Rolando García.
(*) Palermo Chico es uno de lo más
exclusivos barrios residenciales de Buenos Aires.
(**) Cuando Perón llegó por primera vez
a la Argentina en noviembre de 1972, tras 17 años de exilio, se alojó en una
residencia adquirida para él por el movimiento justicialista y ubicada en la
calle Gaspar Campos, de Vicente López, barrio suburbano de Buenos Aires.
(***) El término “fubistsa” designa en
la jerga política argentina cierto izquierdismo de clase media y antiperonista
cuya expresión más característica fue la Federación Universitaria de Buenos
Aires (FUBA).
(****) Rodolfo Galimberti comenzó a
cobrar cierta notoriedad entre fines de los años ’60 y principios de la década
siguiente como líder de la llamada Juventud Argentina para la Emancipación
Nacional (JAEN), una agrupación de tendencia nacionalista que sería absorbida
más tarde por la Juventud Peronista (JP). Ingresado en las filas montoneras,
Galimberti dirigió junto con Juan Gelman, una corriente escisionista que les
valió a ambos una condena a muerte – nunca ejecutada – por parte de la
organización.
45
La
Argentina había vivido quince años de completa ingobernabilidad y estaba
cansada de ella.
Su
vida política había permanecido entrampada durante todo ese período en una
contradicción de hierro entre el empeño militar en bloquear el acceso de los
peronistas al poder y la imposibilidad de gobernar sin ellos.
Si
se celebraban elecciones con participación del peronismo, éste resultaba
triunfante y precipitaba el estallido de un golpe militar.
Si
se celebraban con el peronismo proscripto, surgían de la urnas gobiernos
débiles, imposibilitados de gobernar frente a la resistencia clandestina de una
fuerza mayoritaria y condenados a sucumbir finalmente bajo nuevas
intervenciones de los militares.
De
estas intervenciones, a su vez, emergían regímenes destinados también a
fracasar por obra de la diabólica pendularidad peronista que acaba siempre por
quebrarles el frente interno.
El
resultado era un tembladeral político que inhibía el crecimiento económico,
impedía todo intento de planificación a largo plazo, desalentaba inversiones,
desataba fugas de capitales y extremaba los contrastes sociales en ulterior
detrimento de la gobernabilidad.
El
gobierno militar de Onganía recogió, al instalarse, las últimas reservas de
expectativas que podía dispensar la fatigada burguesía argentina en el marco
del esquema proscriptivo surgido de la Revolución Libertadora.
Y
cuando también este experimento se desgastó bajo la formidable combatividad de
masas desencadenadas en 1969 por el “Cordobazo”, el establishment argentino comenzó a dar muestras de disponibilidad
para algún tipo de opción que quebrara aquel esquema.
Se
llegó así a 1970 un año decisivo para este proceso, en el que todos los
sectores del país parecían un salto de calidad.
Salvador
Allende emergía victorioso de las elecciones presidenciales chilenas,, y la
inquietud que ya venía provocando en Washintong la inacabable crisis argentina
se convirtió ahora en franca alarma ante la perspectiva de que ese pozo de
inestabilidad compartiera 3000 kilómetros de frontera con lo que se visualizaba
desde el Departamento de estado como un satrapía andina del castrismo.
De
esta manera, los Estados Unidos pasaron a compartir y aun estimular la
disposición ya visible en el establishment
empresario-militar de la Argentina a explorar formas de estabilización política
fuera del ineficaz modelo proscriptivo vigente desde 1955.
Todo
el vasto conglomerado de intereses económicos, internacionales y geopolíticos
que componían el aparato del poder real en la Argentina, se ponía así en
movimiento para cubrir el último tramo del largo camino rumbo a la meta hacia
la cual quería llevarlo Perón desde el exilio.
Los
montoneros desempeñaron un papel clave en este movimiento, aunque habían
entrado en escena, paradójicamente, para tratar de impedirlo.
Contribuyeron
además a definirlo en una de las de las dos direcciones posibles que aparecen
delineadas a principios de 1970, cuando las secuelas del “Cordobazo” habían
dejado ya sin credibilidad al último intento de estabilizar institucionalmente
a la Argentina con exclusión del peronismo.
Eran
tres los proyectos políticos individualizables ese año en la escena política
argentina, tales como:
1. El de una confluencia del establishment con el peronismo en
términos de una partnership negociada
y pactada entre partes desde posiciones independientes. Los empresarios, la
clase media ilustrada, los militares y demás sectores asociados hasta entonces
en lo que había sido una opción antiperonista, aparecían abiertos ahora a un
entendimiento con Perón, pero como sujetos de una fuerza autónoma y
diferenciada del peronismo.
Es
éste el proyecto que buscó una vía de canalización a través del general
Aramburu cuya aproximación a Perón no respondió al propósito de englobar bajo
una sola representación política a los grandes sectores que se venían
enfrentando bajo la contradicción peronismo-antiperonismo, sino al de buscar un
acuerdo entre ambos a partir de representaciones claramente delimitadas y
distinguibles.
2. El mismo proyecto de confluencia entre
el establishment y el peronismo,
pero no a manera de una partnership entre iguales, sino como
culminación de un proceso de absorción centralizado que acabara por abarcar a
los dos sectores del país bajo una sola representación hegemónica.
Tal
era, en 1970 como en 1945, el proyecto político de Perón, en el que obreros, empresarios,
estudiantes, intelectuales y militares no eran visualizados como sujetos
sociales de fuerza políticas distintas sino como componentes ideales de una
fuerza política única.
3. El proyecto montonero, encaminado a
bloquear cualquier encuentro o entendimiento entre el establishment y el peronismo, a fin de mantener a este último en
una clandestinidad que lo radicalizara. El peronismo, como expresión política
del movimiento de masas, no debía acceder a un acuerdo que o insertara en el
“sistema” sino proveer de brazos a la lucha contra el “sistema”.
La
decisión de asesinar al general Aramburu germinó en esta concepción de los
montoneros, fundada, a su vez, en un análisis incompleto de la realidad, que
los llevó a percibir la opción 1, pero no la opción 2.
En
los planes montoneros, el descabezamiento de la primera opción debía dejar
expedito el camino para la tercera, es decir, para una línea de acción
revolucionaria y “antisistema” cuyo sujeto final no podía ser otro que la
propia organización armada.
Ocurrió,
en cambio, que quedó despejado el camino para la opción número dos, en la que los montoneros no actuaban como sujetos de una estrategia
propia sino como objetos instrumentales de una estrategia ajena y tan interior al “sistema” como la
que habían pretendido contrarrestar.
Junto
a un “montonerismo subjetivo” que creía estar desarrollando una estrategia de
choque contra el ordenamiento existente, la historia de aquellos años exhibió
un “montonerismo objetivo” que, por el contrario, estaba dando vida a una
refinada política diseñada para proteger y consolidar el orden.
La
trayectoria de Montoneros aparece plagada así de aparentes malentendidos y
contradicciones entre la identidad subjetiva y la identidad histórica del
grupo, con la primera centrada en la violencia revolucionaria y la segunda
ceñida a la preservación de lo existente.
Había,
en suma, un montonerismo de ojos azules que sólo cobraba consistencia histórica
como falso testimonio dado de sí mismo por un montonerismo de ojos negros.
Presentándose
como intérpretes y portavoces de Perón en la diseminación de un mensaje
revolucionario, lo montoneros fueron históricamente las esclavas ojinegras de
una nueva “operación Rohem” cuya sustancia era, técnicamente, sí
“contrarrevolucionaria”.
Mientras
Perón saludaba y avalaba desde Madrid la aparición de Firmenich y de su grupo
en la Argentina porque veía en ellos la fuerza motriz que le faltaba para
completar la opción 2, los montoneros vivían ese aval como signo de que el
viejo líder se volcaba por la opción 3.
Esta
singular apreciación de la estrategia desarrollada desde Puerta de Hierro los
llevó a definirse entre 1970 y 1973 como fanáticos sacerdotes de la
verticalidad y a reivindicar para sí en el seno del archipiélago peronista el
más alto grado de incondicionalidad en la subordinación a Perón.
Pero
precisamente esa incondicionalidad, proclamada al servicio de un imaginario
Perón antisistema, acabó por constituir el combustible dialéctico del proceso
ya en marcha hacia el encuentro del caudillo con los grandes centro del poder
real.
El
verticalismo a ultranza de Firmenich y sus seguidores estaba valorizando ante
militares y empresarios las aparentes aptitudes correlativas de Perón para
detenerlos y poner fin a la violencia.
Asistido
por una ultraizquierda que entre disparo y disparo desplegaba rituales de
exasperada lealtad a Perón, éste lograba revivir la metodología hitleriana de
autopromoción ante las fuerzas político-sociales dominantes.
Librada
en nombre de Perón, la guerra montonera ofrecía al viejo líder la posibilidad
de vender su propia imagen a todo el espectro político del país como la del
único hombre que tenía en sus manos la llave de la paz.
A
partir de esta imagen, Perón logró movilizar en torno de sí un proceso de
concentración de fuerzas que arrastró buena parte de lo que había sido hasta
entonces el antiperonismo.
Amalgamas
como el FREJULI o la Hora del Pueblo (*)
eran etapas, pasos intermedios en la construcción de un gigantesco aparato
político, expresiones gremiales de un “movimientismo” de nuevo cuño que
expandiéndose en círculo concéntricos cada vez más amplios, rebasara los
límites del viejo movimiento peronista y absorbiera en su propia
compartimentación interna a radicales, desarrollistas, conservadores populares
y demócratas cristianos.
Se
trataba en suma de la gran meta que había resultado inalcanzable en 1945: la de
involucrar a todo el país en una vasta maquinaria estabilizadora del orden,
bajo el apremio de condiciones que sumaran al ya sedimentado consenso de unos
la ahora lograda de otros a contratar los servicios de un guardaespaldas.
Era
sólo natural que, obtenida finalmente la puesta en marcha de este proceso entre
fines de 1972 y principios de 1973, Perón diera por cerrado el ciclo dela
“operación Rohem”, instrumentada a través de los montoneros.
En
la masacre de Ezeiza aleteaban ya los humores de la “noche de los cuchillos
largos” (**).
(*) Durante los últimos años del
régimen militar instaurado en 1966, el peronismo confluyó con otra
agrupaciones, - incluida la Unión Cívica radical (UCR), entonces segunda fuerza
política del país – para constituir la llamada Hora del Pueblo, una alianza
cuya finalidad se limitaba a la ejercer presión sobre las Fuerzas Armadas en
demanda de una pronta normalización constitucional. Se especuló en su momento
con la posibilidad de que Perón intentara más tarde ampliar los alcances y lo
propósitos de este frente para convertirlo en una coalición electoral. De
cualquier manera, ante el llamado a las urnas formulado por el teniente general
Alejandro A. Lanusse – el último de los tres jefes militares que ocuparon la
presidencia durante aquel régimen de facto – la UCR mantuvo su tradicional
negativa a celebrar alianzas electorales con otras fuerzas y se presentó sola a
los comicios. El peronismo constituyó entonces, con el nombre de Frente
Justicialista de Liberación Nacional (FREJULI) una coalición que excluía a la
UCR y de la que formaban parte el Movimiento de Integración y Desarrollo (MID),
orientado por el ex presidente Arturo Frondizi, El Partido conservador Popular,
y el Partido Popular Cristiano, además de algunas agrupaciones menores. Como
candidato del FREJULI ganó Héctor Cámpora las elecciones presidenciales del 11
de marzo de 1973.
(**) La matanza del 20 de junio de 1973
tuvo por escenario una gigantesca concentración popular reunida ese día en el
aeropuerto internacional de Ezeiza, a unos treinta kilómetros de Buenos Aires,
para dar la bienvenida al General Perón con motifvo de su retorno definitivo a
la Argentina, tras de diecisiete años de exilio (el viejo líder ya había
efectuado una breve visita a la Argentina a fines del año anterior). En
determinado momento estalló un tiroteo en medio de forcejeos que se venían
produciendo entre distintos grupos de manifestantes por ocupar los espacio más
cercano al palco desde el que estaba previsto que Perón hablara a la
muchedumbre. Las versiones sobre el desarrollo los hechos varían según sus
fuentes, pero la más atendibles indican que grupos armados de la derecha
peronista abrieron fuego contra columnas integradas por adherente a colaterales
montoneras, al parecer para mantenerlas alejadas del palco. No hubo
indicaciones de que los montoneros respondieran el fuego. Nunca se suministró
una cifra oficial de los muertos, en su gran mayoría de área montonera, pero
las estimaciones que circularon en su momento los hacían ascender a más de
un centenar. Firmenich, interrogado al
respecto durante una conferencia de prensa clandestina que ofreció en 1975,
fijó la cifra en 182.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 43, 44 y 45
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