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En 1965, el entonces comandante en jefe del ejército
argentino, general Juan Carlos Onganía, pronunció en la academia militar de
West Point un discurso que, si no hizo historia, fue por lo menos en su momento
la expresión más acabada de lo que se conoce como doctrina de la “seguridad
nacional”.
El discurso se produjo en un contexto histórico cuyos
componentes merecen ser señalados.
En la década anterior los estrategas del Pentágonos
habían pasado años buscando la solución de un problema cuya enunciación podría
ser la siguiente:
-
Los intereses y objetivos de los Estados Unidos y de
la Unión Soviética son irreductiblemente antagónicos, y en función de ellos las
do superpotencias están sujetas a las invariables leyes históricas que llevan
siempre y fatalmente en semejante circunstancias, a una confrontación.
-
Iniciada la era del equilibrio del terror y ya en
plena operatividad la estrategia de la disuasión nuclear, un choque frontal
entre ambos países es imposible.
-
¿Cuál será el nuevo escenario, el nuevo conducto de
este choque frontalmente imposible pero históricamente inevitable.
La hipótesis de las guerras convencionales periféricas
y por procuración – proxy wars -,
planteada en la práctica por el conflicto de Corea, fue analizada y finalmente
insuficiente ante la imposibilidad de llevar el enfrentamiento por esa vía a
una definición.
Henry Kissinger expuso con brillo y gran poder de
convicción
la hipótesis de la guerra nuclear limitada.
A su juicio, precisamente la inevitabilidad de una
completa destrucción recíproca en la hipótesis de una guerra nuclear frontal a
nivel estratégico abría un margen a la posibilidad de un choque nuclear frontal
a nivel táctico, ya que ninguno de los contendientes podía percibir utilidad
militar alguna en el rebasamiento de este plano.
También esta hipótesis fue analizada, discutida y, por
último, considerada tan insuficiente como la anterior para fundar en ella una
estrategia global.
Los oficiales del Pentágono estimaron que en ella era
todavía demasiado grande la posibilidad de una escalada como para que
cualquiera de las dos superpotencias osara encararlo como un riesgo calculado
aceptable.
Entre 1959 y 1960, finalmente, se produjeron dos
hechos de enorme importancia que habrían de poner fin a estas vacilaciones
estratégicas en e Departamento de Defensa de os Estado Unidos.
a)
El discurso de Nikita Krushov durante la conferencia
de los ochenta y un partidos comunistas celebrada en Moscú en diciembre de
1960. Allí el líder soviético dejo fijada como prioridad de la política exterior
de su país el pleno apoyo a los movimientos de liberación nacional del tercer
Mundo.
b)
La revolución cubana, visualizada con alarma desde el
Pentágono como una clamorosa traducción práctica, a pocas millas de las costas
estadounidenses, de la estrategia delineada por Krushov.
En la confluencia de ambos acontecimientos creyeron
ver los estrategas del Pentágono la primera delimitación de un nuevo y único
teatro de operaciones para una confrontación posible entre las dos
superpotencias: la “guerra revolucionaria”, con escenario en el tercer Mundo, y
sobre todo en el hinterland latinoamericano de los Estado Unidos.
En respuesta a la guerra revolucionaria, vista como
nueva estrategia global del mundo socialista, se desarrolló en el Pentágono la
elaboración teórica de una estrategia contrarrevolucionaria como correlativa
respuesta global de los Estados Unidos.
De alguna manera, se trataba también de una proxy wars sui generis: los soviéticos
delegaban su agresividad en fuerzas subversivas nativas del tercer Mundo –
particularmente de América Latina – y los Estados Unidos delegaba su
autodefensa en los correspondientes ejércitos nacionales.
Tales ejércitos fueron remodelados desde el Pentágono
en función de esta guerra inédita.
Su óptica defensiva fue invertida para ser
concentrada, no ya sobre un enemigo externo frente al cual hubiera que planear
una defensa de fronteras territoriales, sino sobre un enemigo interno frente al
cual debía encararse la defensa de fronteras ideológicas, políticas y culturales.
Un enemigo sinuoso, mimetizado, infiltrado en
partidos, sindicatos, universidades, dependencias de la administración pública,
diarios, radioemisoras y canales de televisión.
El enemigo se localizaba en el comunismo, pero también
en el liberalismo progresista que defendía el derecho de los comunistas a un
espacio político, y en liberalismo del centro que se mostraba permisivo con la
permisividad del liberalismo progresista.
El enemigo era abierta y subterráneamente, consciente
o inconscientemente, en acto o en potencia la civilidad.
En este marco, la defensa nacional empezaba por ser,
en el militar, una rigurosa tarea de autodefinición por contraste.
El militar se asumía a sí mismo, no ya como parte
funcional de una comunidad nacional homogénea en su naturaleza, sino como
titular de una naturaleza distinta y específica, antagónica a la del enemigo
declarado, pero también a la debilidad, la blandura, la indisciplina, la
inconsciencia y la penetrabilidad que, en distintos niveles y con distintas
gradaciones, hacen de toda la amorfa masa civil un enemigo potencial y
objetivo.
Definido el enemigo como una ideología, el militar
ideologiza su propia naturaleza.
Su misión no se cifra ahora sólo en el manejo de armas
sino también en la profesión y la custodia de un ideario, una cultura, una
manera de ser.
La defensa nacional – o la seguridad nacional – pasaba
a reposar sobre un nuevo concepto militar de nación que la hacía consistir no
ya en un territorio patrio sino en un sistema de vida, una cosmovisión, un
repertorio de cosas en que creer y de cosas que conservar.
Frente a un enemigo solapado y ubicuo, ostensible sólo
a ratos y camuflado la mayor parte del tiempo bajo la más variadas
manifestaciones políticas, sindicales, culturales o recreativas de la civilidad,
la defensa nacional estriba en vigilar y aplicar correctivos a esa inestable
masa civil, fijarle un destino y trazarle un camino franqueado de signos viales
de permisos y prohibiciones.
Los militares podían librar guerras convencionales
desde posiciones subordinadas al poder civil.
Pero la guerra revolucionaria era por definición una
contienda que las fuerzas armadas sólo podían librar desde el poder, con la
civilidad subordinadas a ellas.
Este era, en síntesis, el trasfondo de la estrategia
expuesta por el general Onganía en su conferencia de West Point.
Como última reserva de la nacionalidad y
depositarias del ser nacional, la fuerza armadas están llamadas a ejercer
por naturaleza la conducción estratégica del país,
estableciendo para la tarea menor y cotidiana de la conducción táctica un
determinado repertorio de fines y delimitando un determinado margen de opciones
para alcanzarlos.
Otra noción contenida en la conferencia de Onganía era
la de hacer coincidir la diversificación entre conducción estratégica y
conducción táctica, con una articulada
estratificación entre poder militar y poder civil.
Para la seguridad nacional, la instauración de un
poder militar no era menos importante que la necesidad de preservarla de asegurarle continuidad, ahorrándole el
desgaste de un intervención directa en los primeros planos de la conducción
táctica o sea, en el gobierno formal de la nación.
Sólo en excepcionales situaciones de emergencia debían
avanzar lo militares sobre los resortes del poder formal para desempeñar de un
modo abierto y directo las tareas de gobierno.
Fuera de estos paréntesis críticos, las fuerzas
armadas debían permanecer replegadas en las alturas de la conducción
estratégica, delegando los subalternizados
quehaceres tácticos del gobierno en un elenco permitido y pasivo de fuerzas
civiles, constreñidas a moverse entre las opciones delimitadas por los
militares.(*)
Bajo la vigencia de la guerra revolucionaria, la
comunidad nacional quedaba desdoblada así en un sujeto militar y un objeto civil.
La pasividad civil consistía
por momentos, en desaparecer del escenario cuando sobrevenían los procesos
críticos, y, por momentos, en ocuparlos como mero
conjunto de piezas instrumentalizadas desde los mandos castrenses.
A esta altura la comparación es inevitable.
Suprímase de toda la descripción anterior los nombres
identificatorios, y no se sabrá si se está
describiendo a los militares de la seguridad nacional o a los comandos
guerrilleros.
Unos y otros se parecen como dos gotas de agua en los
contenidos faraónicos de su autoconciencia y en la
misma manera de concebir sus relaciones rectoras, paternales, correctivas y
manipuladoras con los hormigueros de la civilidad.
En nada difiere el destino asignado por Onganía a las fuerzas políticas
civiles como precarios delegados tácticos de una conducción
estratégica militar y el pobre papel del Partido Auténtico con su congreso
teleguiado de Córdoba o el frente de masas entregado sin consulta previa a la
voracidad de las parapoliciales por la decisión militar montonera de la
“autoproscripción”.
Gran parte de la violencia que ensangrienta a la
Argentina en los últimos años ’60 y en la década del ’70 fue así una contienda entre dos simétricos totalitarismos militares, que asimilaban toda actividad
política a las leyes de la guerra y que mantenían utilitariamente regimentadas
a sus respectivas civilidades en el papel de escuderos.
(*)En el
contexto de la vida política argentina, agitada por constantes golpes,
contragolpes y planteamientos militares, la exposición de Onganía en West Point
pretendía fundamentar un riguroso profesionalismo castrense que llevaba
implícita una condena a toda invasión militar de competencias que son propias
del poder civil.
Ocurría, sin
embargo, que esta consigna de prescindencia militar en el orden de las tareas
inmediatas de gobierno apuntaba en realidad a precisar la definición del papel
central que asignaba Onganía a los militares en la conducción estratégica del
país.
Un estudioso
francés de la vida militar argentina presento este enfoque de la siguiente
manera:
“Se trataba
en realidad de un profesionalismo muy atemperado, de un legalismo puramente
condicional.
El
‘comandante en jefe’ (no era necesario especificar de quién se hablaba, todo el
mundo en la Argentina lo sabía) precisó su pensamiento en un señalado discurso
pronunciado en West Point en ocasión de realizarse la 5° Conferencia de
Ejércitos Americanos.
Lo que a
partir de entonces se llamó la ‘docrina Onganía’ no podía reducirse al simple
respeto de la obediencia constitucional.
Desde luego,
que las Fuerzas Armadas son al decir del general, ‘apolíticas, obedientes, no
deliberantes y subordinadas a la autoridad legítima’, ‘Brazo armado dela
Constitución’, no podían sustituir a la voluntad popular.
Pero al
incluir entre sus objetivos, en el marco de la división interamericana del
trabajo militar y de su proyección ideológica ‘preservar los valores morales y
espirituales de la civilización occidental y cristiana’, el comandante en jefe
argentino amplía considerablemente su función constitucional.
El
apoliticismo de las Fuerzas Armadas implica por consiguiente que no podrían
apoyar un gobierno cuya política contradijera sus misiones fundamentales, así
definidas.
El discurso
de West Point precisa que la obediencia debida cesa absolutamente ‘Si se
produce al amparo de ideologías exóticas un desborde de autoridad que
signifique la conculcación de los principios básicos del sistema republicano de
gobierno o un violento trastrocamiento del equilibrio e independencia de los
poderes’.
‘La ciega
sumisión al poder establecido’ ya no es admisible en tal caso.!” (Alain Rouquie
“Poder militar y sociedad política en Argentina”, Emecé Editores S:A:, 1982,
segundo tomo, pag.231.)
20
En mayo de 1973, mientras Montoneros y la FAR (*) afloraban por primera vez a la
superficie en las tumultuosas manifestaciones callejeras que siguieron al
ascenso de Cámpora a la presidencia, un periodista inglés me pidió que lo
asesorara en la extenuante tarea de comprender al peronismo.
“A ver si he entendido bien”, me dijo. “en el espectro
político interno del peronismo, Perón vendría a ser el ‘centro’. Luego está la
extrema derecha fascista representada por los montoneros, las FAR y la Juventud
Peronista…”
Aquí lo interrumpí para explicarle que en esa
apreciación se equivocaba.
Le dije que los montoneros y las FAR eran, en todo
caso, radicales de izquierda, admiradores de la revolución cubana y el general
Giap.
Le señalé que las FAR estaban integradas incluso por
grupos que se habían formado seis siete
años antes para incorporarse a la guerrilla de Ernesto Guevara en Bolivia.
Le explique, finalmente que todos esos sectores
agrupados en lo que se conocía entonces como la “Tendencia”, se habían fijado
como meta el socialismo, convencidos además de que no había otro camino para
alcanzarlo que el de la lucha armada.
La conversación concluyo con mi amigo inglés tan
asombrado de descubrir que los montoneros no eran fascistas como yo de
encontrar que alguien pudiera creer que lo eran.
Y, sin embargo, reflexionando luego sobre esta charla,
llegué a la conclusión de que el malentendido no había sido casual.
Más tarde llegaría incluso a preguntarme en qué medida
se había tratado realmente de un malentendido.
De hecho aquella reflexión fue el punto de partida de
las meditaciones que aquí estoy tratando de dejar escritas.
Yo podía, por supuesto, describir a los montoneros
como “radicales de izquierda” porque conocía su trayectoria, sus documentos, su
definición de sí mismos.
Pero traté de imaginar qué criterio de evaluación
podía aplicar una persona que ignoraba todo aquel contexto.
Una persona que, como el periodista inglés, no
disponía de otro dato para inferir la identidad política de Montoneros que el
de aquellas rugientes manifestaciones juveniles en las calles de Buenos Aires.
Mi amigo inglés era un hombre de cierta edad, que
había conocido la sombría Europa de preguerra.
Y cualquiera que hubiera visto las adunate fascistas en la Italia de
Mussolini no podía menos de encontrar en las marchas montoneras cierta
atmósfera común, cierta afinidad en la simbología, los lemas del folklore de o
que fue el squadrismo italiano de la
primera hora en los violentos días que siguieron a la concentración inaugural
de la plaza de San Sepolcro en Milán.
Recuerdo que yo mismo me vi remitido a inquietantes
evocaciones al escuchar en las manifestaciones montoneras estribillos tales
como “Con los huesos de Aramburu/ vamo’ a hacer una escalera/ para que baje del cielo/ nuestra
Evita montonera”. O bien: “Con el
cráneo de Aramburu/ vamo’ a hacer un cenicero/ para que apaguen sus puchos/ los
comandos montoneros”.
Treinta años antes, yo había oído algo parecido en
boca de los camisas negras: “Con la barba di Ciccotti/ noi faremos spazzolini/
per puliere gli stivali di Benito Mussolini”.
Detrás de todos estos estribillos – los montoneros y
los fascistas – uno advierte el mismo esquema
mental, la misma asunción de la propia capacidad de matar, herir o humillar
como fuente de júbilo y de emociones placenteras.
(*) Las
Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) se gestaron a fines de la década del ’60
en torno de un núcleo guerrillero de extrema izquierda formado inicialmente
para engrosar las fuerzas de Ernesto Guevara en Bolivia, proyecto que se
frustró por e temprano colapso de la insurrección guevarista en ese país.
Bajo la
orientación de Carlos Olmedo, las FAR hicieron su primera aparición pública en
la Argentina a mediados de 1970, ocupando durante algunas horas la localidad de
Garín, en la provincia de Buenos Aires.
Asumieron la
responsabilidad de esta acción en un comunicado que constituyó al mismo tiempo
el documento de presentación de grupo, que todavía no se calificaba a í mismo
de peronista.
El grupo
asume el peronismo en documentos posteriores, y a tal título opera durante tres
años en estrecha alianza con Montoneros, una organización guerrillera de
extracción católica que anunció públicamente su propia existencia con el
secuestro del general Aramburu, pocas emanas antes de la operación de Garín.
En contraste
con la matriz marxista de las FAR, Montoneros extrajo buena parte de su
militancia y de sus cuadros directivos de organizaciones políticas
ultraderechistas.
En 1973, las
FAR y los montoneros concluyeron un pacto de fusión que estipulaba, entre otras
cosas, la desaparición de la primera sigla.
Las dos
corrientes ahora unificadas sobrellevarían en adelante la denominación de
Montoneros.
21
Aquel contraste entre lo que mi amigo inglés veía en
la objetiva conducta montonera y lo que yo sabía de los testimonios y las
definiciones que daban los montoneros de sí mismos me llevan a recordar un
curioso experimento llevado a efecto en los años ’60 sobre la base de discordancias
similares en algunos sectores del ejército argentino.
Al promediar aquella década se especuló bastante en la
Argentina sobre la supuesta existencia de una corriente militar “nasserista”.
Era casi imposible, sin embargo encontrar en esos años
algún oficial del ejército que aceptara esa definición.
A un experto en cuestiones militares argentinas se le
ocurrió entonces un test destinado a demostrar que la resistencia de mucho
oficiales a declararse nasseristas no se debía a que no lo fueran sino que ignoraban
el carácter nasserista de sus propias posiciones políticas.
La iniciativa el test partía de la premisa de que uno
podía se nasserista sin saberlo.
Ser nasserista significaba en los hechos abogar por
determinadas soluciones concretas para problemas concretos.
Y el test, en consecuencia, consistía en presentar a
varios oficiales una lista de preguntas orientadas a descubrir, a través de las
correspondientes respuestas, la posición de cada uno de ellos ante un
repertorio clave de problemas, pero sin explicar en momento alguno el término
“nasserismo” ni revelar a lo interrogados la finalidad del cuestionario.
Se les preguntaba, por ejemplo, si estimaban que el
Estado debía controlar los resorte básicos de la economía, sin pensaban que el
ahorro interno debía desempeñar un papel más importante que el del capital
extranjero en la promoción del desarrollo nacional, y cosas por el estilo.
Se sobreentendía, por supuesto, que una determinada
manera de responder a tales preguntas componían de hecho el cuadro de un
ideario nasserista.
Completado el test, los interrogados cuyas respuestas
se ajustaban a ese esquema recibían del experto que había ideado el experimento
la revelación de su sorprendente identidad política.
Así, muchos oficiales e descubrieron “nasseristas” con
la misma perplejidad con que el burgués gentilhombre de Moliére descubrió un
buen día que se había pasado la vida hablando en prosa.
Recordando esa experiencia, me detengo a veces a pensar
en el resultado que podrían extraerse de otro test hipotético basado en el
mismo supuesto de la distinción entre lo que se es y lo que se cree ser, y cuyo
desarrollo podría ser la siguiente:
1.
Enumerar todas las actitudes, inclinaciones,
necesidades, prácticas y modalidades operativas que han sido descritas aquí
como componentes de la conducta montonera, pero sin mencionar a la
organización.
2.
Pedir luego a un observador independiente que, a
partir de tales datos, identifique políticamente al sujeto de aquella conducta.
Se le presentaría así al observador la descripción de
un comportamiento cuyo componentes serían:
-
Concepción heroica dela historia.
-
Glorificación de la acción directa.
-
Necesidad visceral de la violencia como
fuente de autoidentificación.
-
Asunción festiva de la propia violencia a
través de un folklore que la exalta como motivo de placer.
-
Militarización del propio estilo de vida.
-
Un hipertrofiado voluntarismo que hace
residir la posibilidad de una acción, no en la presencia de determinadas
condiciones exteriores, sino en las excepcionales potencialidades de la propia
personalidad.
-
Visualización de los grandes cambios
históricos como obra de minorías superdotadas.
-
Visión utilitaria de la relación entre esta
minoría llamada a ser sujeto de la historia y las masas populares.
¿Qué
identidad política puede atribuirse a un grupo que presente tales
características?
No
me cabe la menor duda de que, si el test en cuestión se hiciera, el observador
llamado a pronunciarse no vacilaría en identificar al grupo como “fascista”.
Los
montoneros, naturalmente, podrían cuestionar el test argumentando que los datos
presentados al observador han sido arbitraria y tendenciosamente seleccionados,
con omisión de otros elementos igualmente identificatorios y no tan sospechosos
de fascismo, como las declaraciones, las publicaciones y los documentos de la
organización.
Y
es cierto. En este test imaginario fue efectivamente dejado de lado o relegado
a segundo plano todo lo que Montoneros dice de sí mismo, todos los componentes
del “montonero para sí”, por las mismas razones que llevaron al otro autor del otro
test a no buscar el “para sí” de los militares interrogados la identidad
política nasserista que se esperaba encontrar en ellos.
Un
“para sí” socialista y revolucionario no es necesariamente indicativo de un “en
sí” socialista y revolucionario, ni es necesariamente incompatible con un “en
sí” fascista.
Si
pudiéramos rastrear e identificar todos los componentes de lo que eran “para sí”
los hombres que en 1919 se congregaron en Milán alrededor de Mussolini para
fundar los primeros fasci di
combattimento, encontraríamos en la mayor parte de ellos actitudes y
predisposiciones mentales muy distintas de las que habrían de componer, veinte
años después, la imagen final del fascismo.
Encontraríamos
inclusive un ideario no demasiado distante de que presentaban en la década de
1970 los montoneros argentinos: aspiraciones de promover grandes reformas
sociales y hasta socialistas, teorizaciones sobre la violencia como la vía más
apropiada para imponerlas, y asunción de esta voluntad de cambio en el marco de
un frenético nacionalismo que lleva a detestar toda versión internacionalista
del socialismo como una forma que hoy llamaríamos “cipaya” de subordinación a
influencias y modelos foráneos.
Cuando
Pietro Nenni, en una fugaz confluencia con la marejada mussoloniana, fundó en
1919 lo fasci di combattimento de
Bolonia, no lo hizo impulsado por un conversión subjetiva a la “extrema
derecha”.
Millares
de hombres como él vivieron confusas y turbulentas experiencias del fascismo
naciente como un proceso de unificación de lo que había sido durante la primera
guerra mundial la izquierda intervencionista y patriótica, inmune a las
apelaciones pacifistas del socialismo internacional; en suma, lo que en
ideológico de los montoneros se llamaría hoy una “izquierda nacional”.
Es
de una vital importancia rescatar para la conciencia histórica del proceso que
vivió Europa entre las dos grandes guerras aquellos elementos de un “para sí” revolucionario que figuraban entre los
móviles del fascismo original.
El
cine italiano de posguerra, por ejemplo, ha desempeñado a veces un papel algo
confucionista en el tratamiento del “veintenio”.
Muchas
películas italianas sobre el fascismo, pensadas y realizadas con el propósito
de presentar un alegato antifascista más que con la finalidad de precisar la
verdad histórica, incurren en el error de homogeneizar la naturaleza del
fascismo a lo larg de una trayectoria.
De
este modo, las características que exhibía el fascismo en 1940, ya como
producto histórico terminado, aparecen retrospectivamente proyectadas sobre los
debutantes camisas negras de1919 o 1920, escondiendo o ignorando así cierta
fórmulas de autoconciencia revolucionaria, anticapitalista y “antisistema” que
presidieron en mucho casos la decisión de ingresar en las filas mussolinianas.
Aún
en 1943, cuando Mussolini acababa de fundar en el norte de Italia la República
de Saló, había viejos fascistas de la primera hora que vivieron ese
acontecimiento como un posible retorno a lo que concebían como las originarias
fuentes “antiburguesas” del movimiento.
Recuerdo
haber oído cómo uno de ellos, al difundirse la noticia de que Mussolini había ido
rescatado de s cautiverio en el Gran Sasso por los comandos de Otto Skorzeny,
comento que “ahora el Duce, libre por fin de la traición de la monarquía y de
los plutócratas, estará en condiciones de hacer o que debió haber hecho desde
el comienzo: la socialización de Italia”.
Otros
fascista, opulentos y no de tan primera hora, escucharon con perplejidad y
reprobación el comentario, en el que afloraban, sin embargo, supervivencias de
aquellos bolsones ideológicos izquierdizantes que integraban en 1919/20 el
mosaico del fascismo urbano, fuentes de pasajeras ilusiones para tantos hombres
como Nenni.
Ignorar
esos contenidos de “izquierda” en los momentos embrionarios del fascismo lleva
a inhibir la capacidad de reconocer e identificar los gérmenes de fascismo que
a veces aparecen alojados en ciertas formas de autoconciencia izquierdista.
El
fascismo histórico y final fue el desarrollo de dos o tres elementos clave que
en el momento de su gestación se hallaban insertados en un contexto ideológico
que también incluía, confusamente, motivaciones revolucionarias.
Uno de aquellos elementos, quizá el
principal, era la violencia, interiorizada y convertida en estilo.
Asumida como objeto de culto, con
aditamentos militares, simbologías guerreras y urgencias por crear o imaginar
circunstancias que justifiquen su ejercicio, la violencia siempre es fascistas,
aun cuando la acompañen envoltorios de fraseología revolucionaria.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA" Capítulos 19, 20 y 21
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