19 jul 2017

- 8 - MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA










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El maoísmo fue en sus momentos de mayor estruendo un tesoro de tales subterfugios, y no era casual la popularidad que cosechaba en los café estudiantiles de Occidente, luego de rebotar contra las fábricas.

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De Mao extrajo la clase media fórmulas preciosas para preservar en secreto su propia identidad bajo la apariencia de estar haciendo lo contrario.

La de más éxito fue la célebre sentencia del caudillo chino sobre la necesidad de que la guerrilla logre moverse en medio del pueblo como pez en el agua.

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Cualquiera que haya sido el contenido que quiso dar Mao a esta aseveración, lo cierto es que el mensaje recogido de ella por millares de jóvenes acomodados con afanes revolucionarios fue el de una revolución susceptible de ser encarada como diferenciada tarea de los peces, con la masa degradada al destino menor de ser agua, mera circunstancia.

El detalle de esta historia del pez y del agua figuraba entre los leitmovit montoneros sólo formaba parte de la naturaleza de la cosas.

Un revolucionario concibe la revolución como un maremoto, con el agua de protagonista.

Pero el extremismo revolucionario de clase media encuentra en la sentencia de Mao la posibilidad de concebirla como una distinguida hazaña natatoria que se sirve del agua para sus propias acrobacias.

Porque así como a cada paso del caminante instaura una relación de uso con el camino, cada aletazo del pez es un uso que se hace del agua, la instrumentación de un objeto por un sujeto.

La sentencia de Mao acaba así por dotar de legitimidad revolucionaria al pathos señorial y distante de ciertas aristocracias guerrilleras latinoamericana, incluida en primer término la montonera, cuya aparente búsqueda de inmersión en la masa permanecía aferrada a esa relación de sujeto a objeto, en la que hasta los ademanes de generosidad escondían intenciones utilitarias.

La lógica de las operaciones de comando que esparcían dadivosamente sobre los humildes donaciones tales como el triunfo regalado desde afuera a los trabajadores de Propulsora Siderúrgica o los víveres distribuidos entre hogares obreros en trueque por la vida de industrial cautivo, promueve de hecho en el hombre común no una vocación de protagonismo combativo, sino una pasividad entre agradecida y temerosa, que se cifra en presencia un protagonismo ajeno sin correr con la información a la policía.

En esto consiste, sustancialmente, ser agua.

Se trata en rigor, de un juego tramposo y ambivalente, que hacía del montonero un individuo de doble personalidad.

Había, para decirlo con lenguaje hegeliano, un montonero para sí, que en teoría apuntaba a estimular la combatividad de la masa y un montonero en si, que en la práctica se orientaba a frenarla, llevando al hombre común a declarar en suspenso su propia combatividad para delegarla en los poderosos nibelungos.

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Atrapado por esta dualidad, el montonero se sentía incómodo e inseguro cada vez que su declaro afán de inmersión en el pueblo se orientaba hacia la fábrica, hacia el obrero sindicalizado y entrenado en una tradición de lucha que no lo predispone a cumplir el acto de la delegación.

Con mayor desenvoltura se encaminaba hacia las franjas marginales de la masa, más expuestas a resultar objetos de una relación instrumental y paternalista.

El correlato social del montonero en el seno de la masa era, definitoriamente, el villero.

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Cuando murió Perón, en julio de 1974, no era difícil identificar a los montoneros en las inacabables colas de la gente que esperaba su turno para desfilar junto a los restos del líder, en el edificio del Congreso.


Eran colas de gente común, en su mayor parte vivos retratos de los que va Perón describía como “los humilde”: ancianas llorosas, mujeres con sus hijos en brazos, trabajadores silenciosos, reclinados contra las paredes o sentados en los bordes de las aceras, a la espera del momento en que les tocara avanzar unos metros más en esas filas que se movían con desesperante lentitud, alternando breves desplazamientos con largas pausas.

Algunas columnas montoneras insertadas en las colas contrastaban con el comportamiento general de la multitud, saliendo marcialmente de cada pausa bajo las órdenes de un virtual sargento que les gritaba: “¡Compañíaaaaa… de frenteee… aaaarrr!”

En medio de la doliente muchedumbre civil que avanzaba en desorden y arrastrando los pies, los jóvenes guerreros marchaban hacía el cadáver ilustre en formación de combate.

La conducta militar montonera delataba aquí toda su significación secreta al ejercitarse en una circunstancia en que era del todo innecesaria.

Quedaba a la vista a la vista que su naturaleza, en el fondo, no era funcional sino expresiva.

Daba cuenta de un rango, de un estamento, o de un grupo  humano que tenía una conciencia estamental de sí mismo.

La muchedumbre aparentemente homogénea en las pausas, se estratificaba de pronto en los momentos de marcha, con aislados parches de gallardía marcial recortados sobre ese doliente océano de pies arrastrados.

El militarismo montonero no era sólo una estrategia que concebía la revolución como una operación militar, sino también un estilo, una liturgia, una manera de vivir.

Saludos militares, taconeos militares, uniformes militares, y un lenguaje que plagaba de jeringoza militar hasta la planificación de una “volanteada” eran, en verdad, maneras de discriminar la propia naturaleza sobre el despreciado fondo dela muchedumbre civil.

Cuando en 1976 la organización montonera resolvió convertirse en “partido”, muchos interpretaron esta decisión como un primer paso hacia la superación del militarismo.

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Pero ocurrió todo lo contrario. Bajo el nuevo nombre, las relaciones orgánicas internas del grupo perdieron de hecho lo poco que tenían de articulación política para asimilarse del todo a la organicidad propia de un cuerpo militar.

La obsesión por subrayar el propio profesionalismo castrense llegó al paroxismo en el exilio, otra de esas circunstanciasen las que, como en el velatorio de Perón, la inutilidad de los comportamiento militares dejaba en evidencia sus motivaciones profundas.

Ya en medio de la diáspora, con un cuartel general que deambulaba entre Roma, Madrid, Ciudad de México y La Habana, la conducción montonera reglamentó internamente el uso del uniforme, estilizó el saludo, codificó el lenguaje que debía utilizar cada “oficial” para dirigirse a sus superiores.

El ritual militar alcanzaba su máxima expresión en las reuniones del exilado Consejo Superior montonero, que ahora debía sesionar con sus miembros ceremoniosamente uniformados, un requisito cuyo cumplimiento debía sortear algunos problemas desconocidos en los ejércitos convencionales, entre ellos el patetismo de acudir al lugar de la cita en autobuses romanos o taxis madrileños con el paquetito del uniforme sobre las rodillas.

El militarismo revolucionario era, con sus grandes fuentes internacionales de prestigio, como la revolución cubana o el general Giap, la manera más apropiada de resolver la contradicción entre la consigna de una inmersión en la masa y el escondido afán pequeño-burgués por retener niveles jerárquicos sobre ella.  

La propia estructura de montoneros subrayaba esta necesidad de autosegregación, con una cúpula militar orgánicamente cerrada y una escala descendente de agrupaciones o frentes de masas que les estaban subordinados.

Había cierto pitagorismo en ese aparato cuya naturaleza era bastante parecida a las antiguas órdenes mistéricas, con sus sucesivos niveles de iniciación.

Se trataba de una sociedad secreta organizada en círculos concéntricos con distintos grados de acceso a las sagradas verdades de la cumbre.

Hasta parecía por momentos que había una ideología para cada círculo.

En el enclaustrado círculo central se profesaba una ideología que sus cultores llamaban marxismo-leninismo y que asumía al peronismo desde un ángulo exterior a él como un gran potencial humano en disponibilidad.

“El peronismo es una emoción ideológicamente vacía”, me dijo en 1975 un miembro de ese círculo. “Nuestra tarea es inyectar ideología esa emoción”.

El círculo siguiente era el de las agrupaciones insertadas en distintos frentes de trabajo – las universidades, los colegios, los sindicatos, las villas – y provistas todas ellas de una ideología intermedia entre el peronismo histórico y la sabiduría marxista de la cúpula: “un peronismo revolucionario”.

Se daba por supuesto en este nivel que el peronismo contenía virtualidades y potencialidades revolucionarias, impedidas hasta entonces de manifestarse por la “traición” de la burocracia o por lo que en una admisión tardía se solía llamarlos “errores de Perón”.

La misión del peronismo era la de sacar esos contenidos a la superficie.

Un tercer círculo fue durante cierto período el Partido Auténtico, al que se le asignó una ideología no muy distante del peronismo a secas.

El supuesto que parecía admitirse a este nivel era que el peronismo histórico tenía explícita y no sólo potencialmente contenidos liberadores, desvirtuados más tarde por dirigencia acomodaticias que ignoraban o falsificaban órdenes de Madrid.

“Nosotros queremos rescatar la pureza doctrinaria del peronismo”, dijo en 1974 un dirigente de este círculo durante una reunión con periodistas, en una aseveración que distaba bastante de aquel peronismo ideológicamente yermo visualizado desde la cúpula.

La estratificada sociedad de la antigua India, con su rígida división en castas, presentó también en algunos momentos – antes de la reforma del hinduismo monástico – una parecida diversificación religiosa ajustada a su jerarquización social, con un abstracto monoteísmo para la casta brahamánica de la cumbre y una muchedumbre de divinidades sanguíneas y populacheras para los parias.

Montoneros parecía reproducir vagamente en su seno esta religiosidad escalafonaria, con Lenin para la cúpula y Perón para la plebe.

Los montoneros utilizaban bastante el concepto de centralismo democrático para justificar la verticalidad de su estructura orgánica, encabezada por un aparato militar en funciones de mando.

Pero en los hechos poco o nada había de la elaboración colectiva que constituye por lo menos teóricamente, el fundamento de este tipo de organización partidaria.

Las formalidades exteriores del centralismo democrático eran observadas mediante documentos de la conducción que descendían a las bases hasta el nivel de las agrupaciones, para ser sometidos a supuestas sesiones de discusión política.

Pero en la práctica esas sesiones no eran puntos de rebote a partir de las cuales el documento volvía enriquecido con observaciones, inquietudes y aportes de la militancia.

“Se trataba de simples exámenes orales en los que sólo se buscaba verificar si habíamos entendido el documento”, me dijo una militante de la agrupación, ahora alejada del movimiento.

Aun en el seno de la propia cúpula montonera era de rigor esta rígida articulación entre órdenes de arriba y obediencia de abajo, denunciada luego con feroz rencor por el grupo disidente de Juan Gelman y Rodolfo Galimberti.

El carácter militar de la organización asimilaba sus decisiones a los mecanismo de la verticalidad castrense, identificándolas con el poder de mando concentrado en la oficialidad en la oficialidad superior (*).

(*)El elitismo militar de Firmenich lo llevó a extremar el vanguardismo leninista en términos que llegaban incluso a establecer una discontinuidad orgánica entre el grupo dirigente y la masa.

Mientras los partidos comunistas de extracción leninista clásica se conciben a sí mismos como partidos de masa.

Firmenich temía que con la inclusión de conductores y conducidos en un mismo encuadre organizativo, la cúpula quedara expuesta a continuidades y contaminaciones peligrosas.

“Nosotros pensamos que el partido revolucionario no tiene que ser un partido de masas”, dijo Firmenich en una entrevista concedida en el exilio a la revista Afrique-Asie.

“Cuando un partido revolucionario se esfuerza por convertirse en un partido de masas, de dos ocurre una: o bien hace pesar el rigor ideológico antes que la unidad política de las masas, y en ese caso no será un partido de masas, o bien diluye su ideología para no dividir a las masas. Y entonces, aunque se haga llamar un partido, será de hecho un movimiento” (afrique-Asie, 30 de octubre de 1978).

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La gestación de las decisiones montoneras fue siempre un misterio para mí.

¿Qué mecanismo entraba en funcionamiento para elaborarlas?

¿En qué nivel se producían y con qué grado de apertura a la participación de los cuadros inferiores?

¿Había alguna diferenciación orgánica e institucionalizada entre las instancias de decisión estratégica y las de decisión táctica?

Estos interrogantes tienen su importancia, pues de las respuestas que se les dé dependerá en gran medida la definición política y cultural del grupo a propósito del cual se la formula.

Algunos ejemplos pueden ayudar a precisar el problema.

Paco Urondo, quien podía ser considerado un cuadro intermedio de cierto relieve en su condición de oficial montonero, fue designado a mediados de 1973 comisario político de la organización en el diario Noticias, cuyo lanzamiento estaba previsto para el 17 de octubre de ese año.

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A tal título, me citó un día para ofrecerme la secretaría de redacción del rotativo.

Sorprendido, le recordé mi actitud crítica ante la trayectoria pasada de montoneros, aunque manifestándome al mismo tiempo disponible para cambiar de opinión a la luz de las expectativas generadas por la organización con el nuevo curo legal que parecía haber emprendido tras el ascenso de Cámpora a la presidencia.

En definitiva, le dije que no podía adoptar una decisión final ante el ofrecimiento sin una previa discusión política en profundidad que me aclarara la naturaleza del proyecto a cuyo servicio se planeaba lanzar el diario.

Paco estuvo de acuerdo y la solicitada discusión tuvo por escenario, dos semanas más tarde, la sobremesa de una cena que compartimos en mi casa.

Concluido el postre, Paco y yo quedamos solos en la antecocina donde habíamos comido, luego de que mi mujer arriara a los demás comensales hacia otras dependencias.

Nuestra conversación, abundantemente asistida por dos botellas de vino y una de whisky, se internó en la madrugada hasta una hora que el alcohol marginó de mi memoria.

Recuerdo un tortuoso silogismo que me pasó por la cabeza mientras el diálogo se aproximaba a su black-out final: Ningún guerrillero responsable se emborracharía con un extraño en tiempos de guerra; Paco está borracho; ergo: los montoneros han optado por la paz.

Esta conclusión, por otra parte, parecía corroborar de alguna manera el largo discurso que acababa de escucharle a Paco, y que en sustancia subrayaba una supuesta opción estratégica ya adoptada por los montoneros en favor de la actuación legal.

La guerra había quedado atrás, y se trataba ahora de consolidar el recobrado ordenamiento constitucional reemplazando las armas con la actividad legal.

La argumentación no me convenció del todo.

La actividad política aparecía en ella como un línea de acción “priorizada” en la nueva etapa sobre la militar, que resultaba degradada en la escala de las prioridades montoneras, pero no abandonada.

Pero de cualquier manera me conformé con la idea de que estaba en presencia de un grupo en transformación, cargado aún de residuos militaristas destinados a desaparecer una vez que la transfiguración se completara.

Al día siguiente comuniqué a Paco mi decisión de aceptar el cargo.

Muy pocos días después, los montoneros asesinaban a Rucci, en una operación cuyas posibilidades de calzar en el todavía fresco discurso de Paco eran tantas como las de hacer caber un elefante en un dedal.

Otro ejemplo. En 1975, yo había comenzado a escribir en el diario La Opinión una serie de notas pesadamente críticas sobre Montoneros, con las que creo haber contribuido a movilizar en algunos miembros del grupo procesos íntimos de revisión que acabaron por alejarlos de la organización.

Un oficial montonero de rango similar al de Paco me visitó un día en la redacción del diario y me invitó a “discutir políticamente” los temas tratados en mis artículos.

Me halagó, confieso, la idea de que la organización creyera tener razones suficientes para intentar disuadirme de insistir en mis críticas.

Acordamos almorzar juntos al día siguiente en un restaurante de la calle Lavalle, con lo que me tocaría participar de una segunda sobremesa política muy parecida, formal y sustancialmente, ala anterior.

Mis artículos habían subrayado la incongruencia entre la entre la decisión de retomar a la lucha armada y los posteriores esfuerzos de la organización por abrir espacios legales para un partido político ostensible y casi declaradamente ligado a la guerrilla.

En uno de los artículos me preguntaba qué insondable tipo de estrategia podía conciliar la campaña entonces en curso por lograr el reconocimiento legal de Partido Auténtico y las paralelas jornadas de piromanía escenificada por los montoneros en las calles de Buenos Aires, con acciones que incluían desde el incendio de dos bares reputados como símbolos de la oligarquía y la destrucción de casi un millar de lanchas de paseo en el Tigre.

Mi interlocutor de la segunda sobremesa explicó que retorno montonero a la clandestinidad había sido una necesaria medida de seguridad ante el aumento de la represión, pero que este paso no implicaba una renuncia a la actividad política legal.

Se trataba por el contrario de posibilitar la acción política garantizándole un mayor marco de seguridad.

En este sentido me aseguro que Montoneros estaba siguiendo una línea de acción que privilegiaba de un modo absoluto la actividad política y que para no perturbar su desarrollo se había resuelto limitar el uso de la violencia a unas pocas operaciones menores de “apriete” que en ningún caso excederían el nivel de la bomba molotov, es decir el disturbio callejero más o menos pesado.

Con el concepto de “apriete” explicó y justificó finalmente el incendio de los bares y de las lanchas en el Tigre, afirmando que con operaciones de tipo sólo se pretendía advertir al gobierno y los militares sobre lo que podría ocurrir si se cerraban las vías legales para la actuación del Partido Auténtico.

Pocos días después de esta conversación, los montoneros entraron en operaciones contra las fuerzas armadas por primera vez desde el ascenso de Cámpora a la presidencia, en una rápida escalada de violencia que incluyó el intento de sabotear un buque de guerra, la voladura de un avión militar cargado de gendarmes y finalmente y finalmente el asalto a la guarnición de Formosa.

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Son dos ejemplos de una discursividad montonera en las que no hay cabida imaginable para los actos montoneros que le siguen.

Y podría contar otra docena de ejemplos similares. ¿Qué conclusión puede extraerse de ellos?

En ambos casos, los actos eran de una magnitud que no se permitía incluirlos entre las opciones tácticas previsibles a partir delos discursos que los precedieron.

En relación con éstos, encerraban un vuelco estratégico, es decir una decisión de esas en que los partidos democráticos sólo pueden ser adoptadas en el nivel de un congreso.

Y en ninguno de estos dos casos funcionó entre el discurso y el acto un mecanismo participativo equivalente al de un congreso que sancionara un cambio de estrategia.

Todos estos eran elementos de juicio que, con motivo de la operación que acabó con la vida de Rucci, me embarcaron en inquietantes reflexiones sobre mi conversación de sobremesa con Paco.

Las posibilidades eran dos:  que Paco me hubiera engañado, presentándome un diseño estratégico montonero que él sabía falso en un esfuerzo instrumental por motivar mi aceptación del cargo que me ofrecía; o bien el propio Paco hubiera sido engañado.

En este último caso, era de esperar que Paco recibiera el asesinato de Rucci como una amarga sorpresa, como un shock que pusiera en crisis su militancia.

Pero nada pude descubrir en su comportamiento posterior que denotara algún estremecimiento en sus convicciones montoneras.

¿Me había engañado entonces?

Creo que no. Yo estaba seguro de que Paco había sido sincero en su exposición de aquella noche, como lo estaría más tarde de la sinceridad de su colega en la segunda sobremesa.

Mi conclusión era que ambos se movían con arreglo a una lógica distinta de la que me planteaba a mí esa disyuntiva entre creerme engañado por ellos y considerarlos engañados por terceros.

Los envolvía un determinado tipo de cultura política e el que la obediencia y la pasividad ante niveles de decisión que los excluían eran asumidos por ellos como conductas que integraban el orden natural de las cosas.

Es lo que ocurre cuando una comunidad militar que no puede o no quiere dejar de serlo ingresa en el universo de la política, trasplantando a este segundo campo de acción los mecanismos decisorios que son propios del primero.

La diferencia entre una comunidad militar y una comunidad política radica en que la primera vive en función de un solo fin estratégico, que por su singularidad no está sujeto a discusión, mientras que la segunda tiene delante un amplio abanico de fines posibles que por su pluralidad son en cambio discutibles, opinables, susceptibles de ser encarados como objetos de una elección.

Sería inadmisible en el orden militar, discutir la finalidad de derrotar al enemigo.

En el orden político en cambio, se distingue por controvertibilidad de sus fines.

La instauración del socialismo, la defensa del ordenamiento democrático, la preservación de un sistema económico-social basado en el privilegio y el establecimiento de un régimen totalitario son, por su pluralidad orientaciones estratégicas posibles, pero no necesarias.

Es posible debatirlas, aceptarlas, repudiarlas, elegir entre ellas.

Los fines de la estrategia política son una opción; los de una estrategia militar un destino.

De ahí que las decisiones militares, por su singularidad e incontrovertilidad de su fin, pueden adoptarse en la reducida intimidad de un estado mayor, sin ser por ello violatorias de expectativas, derechos o libertades de opción en los demás niveles del aparato castrense.

Las decisiones políticas por la pluralidad de sus fines posibles, son en cambio, violatorias de tales derechos y libertades, si el ámbito de su adopción es también el de un distante estado mayor.

En Montoneros, el trasplante de la verticalidad militar al ordenamiento interno de un grupo político tendió a inhibir todo mecanismo participativo de decisión.

La asunción de las modalidades, los estilos y las prácticas militares como propias de la actividad política por parte de toda la organización generó en cada nivel de la militancia un estado de permanente disponibilidad para recibir orientaciones política de arriba con el mismo grado de acatamiento con que el sargento recibe órdenes de un mayor.

En toda organización política, son dos las maneras posibles de encarar la elaboración de decisiones: o la cúpula actúa por delegación de la base, o bien la cúpula absorbe el papel del sujeto, convirtiendo a la base en materia instrumentalización y de uso.

Montonero era por antonomasia, un caso de esta segunda variante.

fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 16,17 y 18


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La idea es dialogar, hablar de nuestras cosas, hay textos que nos proporcionan la información básica – no única-, solo es una propuesta como para empezar. La continuidad depende de Ustedes, un eventual resultado adicional depende de todos.La idea es hablar desde un “nosotros” y sobre “nuestro futuro” desde la buena fe, los problemas exigen soluciones que requieren racionalidad, honestidad intelectual que jamás puede nacer desde la parcialidad, la mezquindad, la especulación.

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A los malos, los maulas, los sotretas, los villanos, los mala leche, los h'jo puta, los podemos enfrentar pero … ¿qué hacemos con los indiferentes, con los que solo se meten en sus cosas, y no advierten que el nosotros y el futuro por más que sean plurales son cosas personalisimas? Y luego dicen que quieren a sus hijos y su familia; ¡JA!, ¡doble JA!, ¡triple JA! (il lupo fero).

¡¡EL REY ESTÁ EN PELOTAS!!, dijo el niño de la calle, hijo de padre desconocido y madre ausente, ese niño es mi héroe favorito.

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Mendoza, 11 de noviembre de 2009.