El maoísmo fue en sus momentos de mayor estruendo un tesoro de tales
subterfugios, y no era casual la popularidad que cosechaba en los café
estudiantiles de Occidente, luego de rebotar contra las fábricas.
De Mao extrajo la clase media fórmulas preciosas para
preservar en secreto su propia identidad bajo la apariencia de estar haciendo
lo contrario.
La de más éxito fue la célebre sentencia del caudillo
chino sobre la necesidad de que la guerrilla logre moverse en medio del pueblo
como pez en el agua.
Cualquiera que haya sido el contenido que quiso dar
Mao a esta aseveración, lo cierto es que el mensaje recogido de ella por
millares de jóvenes acomodados con afanes revolucionarios fue el de una
revolución susceptible de ser encarada como diferenciada tarea de los peces, con
la masa degradada al destino menor de ser agua, mera circunstancia.
El detalle de esta historia del pez y del agua
figuraba entre los leitmovit
montoneros sólo formaba parte de la naturaleza de la cosas.
Un revolucionario concibe la revolución como un
maremoto, con el agua de protagonista.
Pero el extremismo revolucionario de clase media
encuentra en la sentencia de Mao la posibilidad de concebirla como una
distinguida hazaña natatoria que se sirve del agua para sus propias acrobacias.
Porque así como a cada paso del caminante instaura una
relación de uso con el camino, cada aletazo del pez es un uso que se hace del
agua, la instrumentación de un objeto por un sujeto.
La sentencia de Mao acaba así por dotar de legitimidad
revolucionaria al pathos señorial y
distante de ciertas aristocracias guerrilleras latinoamericana, incluida en
primer término la montonera, cuya aparente búsqueda de inmersión en la masa
permanecía aferrada a esa relación de sujeto a objeto, en la que hasta los
ademanes de generosidad escondían intenciones utilitarias.
La lógica de las operaciones de comando que esparcían
dadivosamente sobre los humildes donaciones tales como el triunfo regalado
desde afuera a los trabajadores de Propulsora Siderúrgica o los víveres
distribuidos entre hogares obreros en trueque por la vida de industrial
cautivo, promueve de hecho en el hombre común no una vocación de protagonismo
combativo, sino una pasividad entre agradecida y temerosa, que se cifra en
presencia un protagonismo ajeno sin correr con la información a la policía.
En esto consiste, sustancialmente, ser agua.
Se trata en rigor, de un juego tramposo y ambivalente,
que hacía del montonero un individuo de doble personalidad.
Había, para decirlo con lenguaje hegeliano, un montonero para sí, que en teoría
apuntaba a estimular la combatividad de la masa y un montonero en si, que en la
práctica se orientaba a frenarla, llevando al hombre común a declarar en suspenso
su propia combatividad para delegarla en los poderosos nibelungos.
Atrapado por esta dualidad, el montonero se sentía
incómodo e inseguro cada vez que su declaro afán de inmersión en el pueblo se
orientaba hacia la fábrica, hacia el obrero sindicalizado y entrenado en una
tradición de lucha que no lo predispone a cumplir el acto de la delegación.
Con mayor desenvoltura se encaminaba hacia las franjas
marginales de la masa, más expuestas a resultar objetos de una relación
instrumental y paternalista.
El correlato social del montonero en el seno de la
masa era, definitoriamente, el villero.
Cuando murió Perón, en julio de 1974, no era difícil
identificar a los montoneros en las inacabables colas de la gente que esperaba
su turno para desfilar junto a los restos del líder, en el edificio del
Congreso.
Eran colas de gente común, en su mayor parte vivos
retratos de los que va Perón describía como “los humilde”: ancianas llorosas,
mujeres con sus hijos en brazos, trabajadores silenciosos, reclinados contra
las paredes o sentados en los bordes de las aceras, a la espera del momento en
que les tocara avanzar unos metros más en esas filas que se movían con
desesperante lentitud, alternando breves desplazamientos con largas pausas.
Algunas columnas montoneras
insertadas en las colas contrastaban con el comportamiento general de la
multitud, saliendo marcialmente de cada pausa bajo las órdenes de un virtual
sargento que les gritaba: “¡Compañíaaaaa… de frenteee… aaaarrr!”.
En medio de la doliente muchedumbre civil que avanzaba
en desorden y arrastrando los pies, los jóvenes
guerreros marchaban hacía el cadáver ilustre en formación de combate.
La conducta militar montonera delataba aquí toda su
significación secreta al ejercitarse en una circunstancia en que era del todo
innecesaria.
Quedaba a la vista a la vista que su naturaleza, en el
fondo, no era funcional sino expresiva.
Daba cuenta de un rango, de un estamento, o de un
grupo humano que tenía una conciencia
estamental de sí mismo.
La muchedumbre aparentemente homogénea en las pausas,
se estratificaba de pronto en los momentos de marcha, con aislados parches de
gallardía marcial recortados sobre ese doliente océano de pies arrastrados.
El militarismo montonero no era sólo una estrategia
que concebía la revolución como una operación militar, sino también un estilo,
una liturgia, una manera de vivir.
Saludos militares, taconeos militares, uniformes
militares, y un lenguaje que plagaba de jeringoza militar hasta la
planificación de una “volanteada” eran, en verdad, maneras de discriminar la
propia naturaleza sobre el despreciado fondo dela muchedumbre civil.
Cuando en 1976 la organización montonera resolvió
convertirse en “partido”, muchos interpretaron esta decisión como un primer
paso hacia la superación del militarismo.
Pero ocurrió todo lo contrario. Bajo el nuevo nombre,
las relaciones orgánicas internas del grupo perdieron de hecho lo poco que
tenían de articulación política para asimilarse del todo a la organicidad
propia de un cuerpo militar.
La obsesión por subrayar el propio profesionalismo
castrense llegó al paroxismo en el exilio, otra de esas circunstanciasen las
que, como en el velatorio de Perón, la inutilidad de los comportamiento
militares dejaba en evidencia sus motivaciones profundas.
Ya en medio de la diáspora, con un cuartel general que
deambulaba entre Roma, Madrid, Ciudad de México y La Habana, la conducción montonera reglamentó internamente el uso del
uniforme, estilizó el saludo, codificó el lenguaje que debía utilizar cada
“oficial” para dirigirse a sus superiores.
El ritual militar alcanzaba su máxima expresión en las
reuniones del exilado Consejo Superior montonero, que ahora debía sesionar con
sus miembros ceremoniosamente uniformados,
un requisito cuyo cumplimiento debía sortear algunos problemas desconocidos en
los ejércitos convencionales, entre ellos el patetismo de acudir al lugar de la
cita en autobuses romanos o taxis madrileños con el
paquetito del uniforme sobre las rodillas.
El militarismo revolucionario era, con sus grandes
fuentes internacionales de prestigio, como la revolución cubana o el general
Giap, la manera más apropiada de resolver la contradicción entre la consigna de
una inmersión en la masa y el escondido afán pequeño-burgués por retener
niveles jerárquicos sobre ella.
La propia estructura de montoneros subrayaba esta
necesidad de autosegregación, con una cúpula militar orgánicamente cerrada y
una escala descendente de agrupaciones o frentes de masas que les estaban
subordinados.
Había cierto pitagorismo en ese aparato cuya
naturaleza era bastante parecida a las antiguas órdenes mistéricas, con sus
sucesivos niveles de iniciación.
Se trataba de una sociedad secreta organizada en
círculos concéntricos con distintos grados de acceso a las sagradas verdades de
la cumbre.
Hasta parecía por momentos que había una ideología
para cada círculo.
En el enclaustrado círculo central se profesaba una
ideología que sus cultores llamaban marxismo-leninismo y que asumía al peronismo desde un ángulo exterior a él como
un gran potencial humano en disponibilidad.
“El peronismo es una emoción ideológicamente
vacía”, me dijo en 1975 un miembro de ese círculo. “Nuestra tarea es inyectar ideología esa emoción”.
El círculo siguiente era el de las agrupaciones
insertadas en distintos frentes de trabajo – las universidades, los colegios,
los sindicatos, las villas – y provistas todas ellas de una ideología
intermedia entre el peronismo histórico y la sabiduría marxista de la cúpula: “un
peronismo revolucionario”.
Se daba por supuesto en este nivel que el peronismo
contenía virtualidades y potencialidades revolucionarias, impedidas hasta
entonces de manifestarse por la “traición” de la burocracia o por lo que en una
admisión tardía se solía llamarlos “errores de Perón”.
La misión del peronismo era la de sacar esos
contenidos a la superficie.
Un tercer círculo fue durante cierto período el
Partido Auténtico, al que se le asignó una ideología no muy distante del
peronismo a secas.
El supuesto que parecía admitirse a este nivel era que
el peronismo histórico tenía explícita y no sólo potencialmente contenidos
liberadores, desvirtuados más tarde por dirigencia acomodaticias que ignoraban
o falsificaban órdenes de Madrid.
“Nosotros queremos rescatar la pureza doctrinaria del
peronismo”, dijo en 1974 un dirigente de este círculo durante una reunión con
periodistas, en una aseveración que distaba bastante de aquel peronismo
ideológicamente yermo visualizado desde la cúpula.
La estratificada sociedad de la antigua India, con su
rígida división en castas, presentó también en algunos momentos – antes de la
reforma del hinduismo monástico – una parecida diversificación religiosa
ajustada a su jerarquización social, con un abstracto monoteísmo para la casta
brahamánica de la cumbre y una muchedumbre de divinidades sanguíneas y
populacheras para los parias.
Montoneros parecía reproducir vagamente en su seno
esta religiosidad escalafonaria, con Lenin para la
cúpula y Perón para la plebe.
Los montoneros utilizaban bastante el concepto de centralismo democrático
para justificar la verticalidad de su estructura orgánica, encabezada por un
aparato militar en funciones de mando.
Pero en los hechos poco o nada había de la elaboración
colectiva que constituye por lo menos teóricamente, el fundamento de este tipo
de organización partidaria.
Las formalidades exteriores del centralismo
democrático eran observadas mediante documentos de la conducción que descendían
a las bases hasta el nivel de las agrupaciones, para ser sometidos a supuestas
sesiones de discusión política.
Pero en la práctica esas sesiones no eran puntos de
rebote a partir de las cuales el documento volvía enriquecido con
observaciones, inquietudes y aportes de la militancia.
“Se trataba de simples exámenes orales en los que sólo
se buscaba verificar si habíamos entendido el documento”, me dijo una militante
de la agrupación, ahora alejada del movimiento.
Aun en el seno de la propia cúpula montonera era de
rigor esta rígida articulación entre órdenes de arriba y obediencia de abajo,
denunciada luego con feroz rencor por el grupo disidente de Juan Gelman y
Rodolfo Galimberti.
El carácter militar de la organización asimilaba sus
decisiones a los mecanismo de la verticalidad castrense, identificándolas con
el poder de mando concentrado en la oficialidad en la oficialidad superior (*).
(*)El
elitismo militar de Firmenich lo llevó a extremar el vanguardismo leninista en
términos que llegaban incluso a establecer una discontinuidad orgánica entre el
grupo dirigente y la masa.
Mientras los
partidos comunistas de extracción leninista clásica se conciben a sí mismos
como partidos de masa.
Firmenich
temía que con la inclusión de conductores y conducidos en un mismo encuadre
organizativo, la cúpula quedara expuesta a continuidades y contaminaciones
peligrosas.
“Nosotros
pensamos que el partido revolucionario no tiene que ser un partido de masas”,
dijo Firmenich en una entrevista concedida en el exilio a la revista
Afrique-Asie.
“Cuando un
partido revolucionario se esfuerza por convertirse en un partido de masas, de
dos ocurre una: o bien hace pesar el rigor ideológico antes que la unidad
política de las masas, y en ese caso no será un partido de masas, o bien diluye
su ideología para no dividir a las masas. Y entonces, aunque se haga llamar un
partido, será de hecho un movimiento” (afrique-Asie, 30 de octubre de 1978).
La gestación de las decisiones montoneras fue siempre
un misterio para mí.
¿Qué mecanismo entraba en funcionamiento para
elaborarlas?
¿En qué nivel se producían y con qué grado de apertura
a la participación de los cuadros inferiores?
¿Había alguna diferenciación orgánica e
institucionalizada entre las instancias de decisión estratégica y las de
decisión táctica?
Estos interrogantes tienen su importancia, pues de las
respuestas que se les dé dependerá en gran medida la definición política y
cultural del grupo a propósito del cual se la formula.
Algunos ejemplos pueden ayudar a precisar el problema.
Paco Urondo, quien podía ser considerado un cuadro
intermedio de cierto relieve en su condición de oficial montonero, fue
designado a mediados de 1973 comisario político de la organización en el diario
Noticias, cuyo lanzamiento estaba
previsto para el 17 de octubre de ese año.
A tal título, me citó un día para ofrecerme la
secretaría de redacción del rotativo.
Sorprendido, le recordé mi actitud crítica ante la
trayectoria pasada de montoneros, aunque manifestándome al mismo tiempo
disponible para cambiar de opinión a la luz de las expectativas generadas por
la organización con el nuevo curo legal que parecía haber emprendido tras el
ascenso de Cámpora a la presidencia.
En definitiva, le dije que no podía adoptar una
decisión final ante el ofrecimiento sin una previa discusión política en
profundidad que me aclarara la naturaleza del proyecto a cuyo servicio se planeaba
lanzar el diario.
Paco estuvo de acuerdo y la solicitada discusión tuvo
por escenario, dos semanas más tarde, la sobremesa de una cena que compartimos
en mi casa.
Concluido el postre, Paco y yo quedamos solos en la
antecocina donde habíamos comido, luego de que mi mujer arriara a los demás
comensales hacia otras dependencias.
Nuestra conversación, abundantemente asistida por dos
botellas de vino y una de whisky, se internó en la madrugada hasta una hora que
el alcohol marginó de mi memoria.
Recuerdo un tortuoso silogismo que me pasó por la
cabeza mientras el diálogo se aproximaba a su black-out final: Ningún guerrillero responsable se emborracharía
con un extraño en tiempos de guerra; Paco está borracho; ergo: los montoneros
han optado por la paz.
Esta conclusión, por otra parte, parecía corroborar de
alguna manera el largo discurso que acababa de escucharle a Paco, y que en
sustancia subrayaba una supuesta opción estratégica ya adoptada por los
montoneros en favor de la actuación legal.
La guerra había quedado atrás, y se trataba ahora de
consolidar el recobrado ordenamiento constitucional reemplazando las armas con
la actividad legal.
La argumentación no me convenció del todo.
La actividad política aparecía en ella como un línea
de acción “priorizada” en la nueva etapa sobre la militar, que resultaba
degradada en la escala de las prioridades montoneras, pero no abandonada.
Pero de cualquier manera me conformé con la idea de
que estaba en presencia de un grupo en transformación, cargado aún de residuos
militaristas destinados a desaparecer una vez que la transfiguración se
completara.
Al día siguiente comuniqué a Paco mi decisión de
aceptar el cargo.
Muy pocos días después, los montoneros asesinaban a
Rucci, en una operación cuyas posibilidades de calzar en el todavía fresco
discurso de Paco eran tantas como las de hacer caber un elefante en un dedal.
Otro ejemplo. En 1975, yo había comenzado a escribir
en el diario La Opinión una serie de
notas pesadamente críticas sobre Montoneros, con las que creo haber contribuido
a movilizar en algunos miembros del grupo procesos íntimos de revisión que
acabaron por alejarlos de la organización.
Un oficial montonero de rango similar al de Paco me
visitó un día en la redacción del diario y me invitó a “discutir políticamente”
los temas tratados en mis artículos.
Me halagó, confieso, la idea de que la organización
creyera tener razones suficientes para intentar disuadirme de insistir en mis
críticas.
Acordamos almorzar juntos al día siguiente en un
restaurante de la calle Lavalle, con lo que me tocaría participar de una
segunda sobremesa política muy parecida, formal y sustancialmente, ala
anterior.
Mis artículos habían subrayado la incongruencia entre
la entre la decisión de retomar a la lucha armada y los posteriores esfuerzos
de la organización por abrir espacios legales para un partido político
ostensible y casi declaradamente ligado a la guerrilla.
En uno de los artículos me preguntaba qué insondable
tipo de estrategia podía conciliar la campaña entonces en curso por lograr el
reconocimiento legal de Partido Auténtico y las paralelas jornadas de piromanía
escenificada por los montoneros en las calles de Buenos Aires, con acciones que
incluían desde el incendio de dos bares reputados como símbolos de la oligarquía
y la destrucción de casi un millar de lanchas de paseo en el Tigre.
Mi interlocutor de la segunda sobremesa explicó que
retorno montonero a la clandestinidad había sido una necesaria medida de
seguridad ante el aumento de la represión, pero que este paso no implicaba una
renuncia a la actividad política legal.
Se trataba por el contrario de posibilitar la acción
política garantizándole un mayor marco de seguridad.
En este sentido me aseguro que Montoneros estaba
siguiendo una línea de acción que privilegiaba de un modo absoluto la actividad
política y que para no perturbar su desarrollo se había resuelto limitar el uso
de la violencia a unas pocas operaciones menores de “apriete” que en ningún
caso excederían el nivel de la bomba molotov, es decir el disturbio callejero
más o menos pesado.
Con el concepto de “apriete” explicó y justificó
finalmente el incendio de los bares y de las lanchas en el Tigre, afirmando que
con operaciones de tipo sólo se pretendía advertir al gobierno y los militares
sobre lo que podría ocurrir si se cerraban las vías legales para la actuación
del Partido Auténtico.
Pocos días después de esta conversación, los
montoneros entraron en operaciones contra las fuerzas armadas por primera vez
desde el ascenso de Cámpora a la presidencia, en una rápida escalada de
violencia que incluyó el intento de sabotear un buque de guerra, la voladura de
un avión militar cargado de gendarmes y finalmente y finalmente el asalto a la
guarnición de Formosa.
Son dos ejemplos de una discursividad montonera en las
que no hay cabida imaginable para los actos montoneros que le siguen.
Y podría contar otra docena de ejemplos similares.
¿Qué conclusión puede extraerse de ellos?
En ambos casos, los actos eran de una magnitud que no se
permitía incluirlos entre las opciones tácticas previsibles a partir delos
discursos que los precedieron.
En relación con éstos, encerraban un vuelco
estratégico, es decir una decisión de esas en que los partidos democráticos
sólo pueden ser adoptadas en el nivel de un congreso.
Y en ninguno de estos dos casos funcionó entre el
discurso y el acto un mecanismo participativo equivalente al de un congreso que
sancionara un cambio de estrategia.
Todos estos eran elementos de juicio que, con motivo
de la operación que acabó con la vida de Rucci, me embarcaron en inquietantes
reflexiones sobre mi conversación de sobremesa con Paco.
Las posibilidades eran dos: que Paco me hubiera engañado, presentándome
un diseño estratégico montonero que él sabía falso en un esfuerzo instrumental
por motivar mi aceptación del cargo que me ofrecía; o bien el propio Paco
hubiera sido engañado.
En este último caso, era de esperar que Paco recibiera
el asesinato de Rucci como una amarga sorpresa, como un shock que pusiera en crisis
su militancia.
Pero nada pude descubrir en su comportamiento
posterior que denotara algún estremecimiento en sus convicciones montoneras.
¿Me había engañado entonces?
Creo que no. Yo estaba seguro de que Paco había sido
sincero en su exposición de aquella noche, como lo estaría más tarde de la
sinceridad de su colega en la segunda sobremesa.
Mi conclusión era que ambos se movían con arreglo a
una lógica distinta de la que me planteaba a mí esa disyuntiva entre creerme
engañado por ellos y considerarlos engañados por terceros.
Los envolvía un determinado tipo de cultura política e
el que la obediencia y la pasividad ante niveles de decisión que los excluían
eran asumidos por ellos como conductas que integraban el orden natural de las
cosas.
Es lo que ocurre cuando una comunidad militar que no
puede o no quiere dejar de serlo ingresa en el universo de la política,
trasplantando a este segundo campo de acción los mecanismos decisorios que son
propios del primero.
La diferencia entre una comunidad militar y una
comunidad política radica en que la primera vive en función de un solo fin
estratégico, que por su singularidad no está sujeto a discusión, mientras que
la segunda tiene delante un amplio abanico de fines posibles que por su
pluralidad son en cambio discutibles, opinables, susceptibles de ser encarados
como objetos de una elección.
Sería inadmisible en el orden militar, discutir la
finalidad de derrotar al enemigo.
En el orden político en cambio, se distingue por
controvertibilidad de sus fines.
La instauración del socialismo, la defensa del
ordenamiento democrático, la preservación de un sistema económico-social basado
en el privilegio y el establecimiento de un régimen totalitario son, por su
pluralidad orientaciones estratégicas posibles, pero no necesarias.
Es posible debatirlas, aceptarlas, repudiarlas, elegir
entre ellas.
Los fines de la estrategia política son una opción; los de una estrategia
militar un destino.
De ahí que las decisiones militares, por su
singularidad e incontrovertilidad de su fin, pueden adoptarse en la reducida
intimidad de un estado mayor, sin ser por ello violatorias de expectativas,
derechos o libertades de opción en los demás niveles del aparato castrense.
Las decisiones políticas por la pluralidad de sus
fines posibles, son en cambio, violatorias de tales derechos y libertades, si
el ámbito de su adopción es también el de un distante estado mayor.
En Montoneros, el trasplante de la verticalidad
militar al ordenamiento interno de un grupo político tendió a inhibir todo
mecanismo participativo de decisión.
La asunción de las modalidades, los estilos y las
prácticas militares como propias de la actividad política por parte de toda la
organización generó en cada nivel de la militancia un estado de permanente
disponibilidad para recibir orientaciones política de arriba con el mismo grado
de acatamiento con que el sargento recibe órdenes de un mayor.
En toda organización política, son dos las maneras
posibles de encarar la elaboración de decisiones: o la cúpula actúa por
delegación de la base, o bien la cúpula absorbe el papel del sujeto,
convirtiendo a la base en materia instrumentalización y de uso.
Montonero era por antonomasia, un caso de esta segunda
variante.
fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA", Capítulos 16,17 y 18
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