CORRUPCIÓN:
EL QUINTO JINETE
¿La cruzada
anticorrupción ha llegado demasiado lejos en
América Latina?
Una figura inflable del expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva fue instalada frente a la sede de la Policía Federal en Brasilia el 6 de abril de 2018.
Credit
Ueslei Marcelino/Reuters
CIUDAD DE MÉXICO — Después de dos años de juicios e
investigaciones, el escándalo de Lava Jato, o autolavado, sigue generando caos en la política
brasileña.
El 4 de abril, el Supremo Tribunal Federal de Brasil falló en contra de un recurso del expresidente Luiz Inácio Lula da
Silva para evitar ser encarcelado y se le podría prohibir contender de nuevo por la presidencia.
De manera similar, apenas en marzo, el presidente de Perú Pedro
Pablo Kuczynski se vio obligado a renunciar después
de que se captó en video cómo sus simpatizantes compraban votos para frenar su
inminente juicio político.
Kuczynski estaba acusado de haber recibido dinero de
Odebrecht, la empresa brasileña de construcción, hace más de una
década.
Es el líder latinoamericano más reciente en caer en desgracia por una
interminable serie de escándalos de corrupción, pero es probable que no sea el
último.
A medida que se calienta la campaña electoral en México, las
encuestas y los expertos coinciden en que el tema central para muchos votantes
es la corrupción.
Cada candidato acusa a los otros de haber estado
involucrados en algún acto de corrupción, de ser cómplice de uno o de haberlo
permitido.
El ganador será el candidato que convenza de mejor manera a los
votantes de su efectividad para combatir el flagelo tradicional de México.
¿Las acciones recientes en contra de la corrupción han comenzado
a amenazar la democracia y el Estado de derecho en lugar de fortalecerlos?
Se
puede argumentar a favor de esas dudas, pero sería un argumento débil y, a fin
de cuentas, imperfecto.
Sin importar cuáles son los inconvenientes y los
peligros de la estrategia anticorrupción que se vive actualmente en la región,
son preferibles a la alternativa: un intolerable statu quo.
Hoy y el sábado Lima albergará la Cumbre de las Américas, la
única reunión regional donde se sientan en la misma mesa los líderes de todas
las naciones del hemisferio occidental, entre ellas Cuba y Estados Unidos.
Para
cada encuentro de la cumbre, el grupo elige un tema por adelantado.
En esta
ocasión, será la corrupción.
Habría que preguntarse si el surgimiento de demagogos anticorrupción o
el descrédito de los regímenes democráticos que traen consigo estos escándalos
no son más perjudiciales que el pecado original.
En Argentina, han salido a la luz escándalos que involucran a los
gobiernos de Kirchner y Fernández y se están emprendiendo
acciones legales.
Y en El Salvador, Guatemala y Honduras algunos de sus expresidentes están en la cárcel,
bajo investigación o bajo sospecha de haber participado en una serie de actos
de corrupción.
Es útil recordar que la región ha sido famosa porque durante
muchas décadas ha tenido un alto grado de corrupción.
En 1992, cuando era
presidente de Brasil, Fernando Collor de Mello renunció antes de
ser llevado a juicio político por corrupción; se descubrieron millones de dólares
en el Riggs Bank a nombre del dictador chileno Augusto
Pinochet; y se sospecha que desde la década de los cuarenta los presidentes mexicanos han
acumulado enormes fortunas injustificadas.
Todo esto pasó desapercibido o, de
cualquier modo, sin castigo.
Ya no es el caso.
Álvaro Colom, expresidente Guatemala, durante un juicio el 1 de marzo de 2018 en el que se le acusaba de corrupción.
Credit
Luis Soto/Associated Press
En la actualidad, el problema no es si seguirá el impulso del
combate a la corrupción en América Latina ni si representa un cambio en la
marea dentro del proceso operativo estándar de la región.
Las dos aseveraciones
son innegables.
Sin embargo, habría que preguntarse si el surgimiento de
demagogos anticorrupción o el descrédito de los regímenes democráticos que
traen consigo estos escándalos no son más perjudiciales que el pecado original.
Las instituciones provisionales como la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala,
la cual promovió Naciones Unidas, o la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en
Honduras, un mecanismo que ayudó a iniciar la OEA, ¿no socavan los
esfuerzos para construir instituciones permanentes en contra de la corrupción?
En Brasil, donde los jueces independientes han ejercido un
impacto directo en el proceso electoral, ¿acaso no han abierto la puerta a
agitadores extremistas como el candidato conservador Jair Bolsonaro, y al
mismo tiempo han hecho que el país sea ingobernable?
Y en México, ¿las peticiones de que haya una comisión de la
verdad en el tema de la corrupción y las violaciones a los derechos humanos son
un síntoma de una sociedad civil harta de los escándalos interminables o una
amenaza para un sistema judicial mexicano que siempre ha sido débil?
No hay respuestas sencillas a esas preguntas.
Cualquier juicio
rotundo, en cualquier dirección, está destinado a ser esquemático y sesgado.
Los hechos concretos son que, salvo dos o tres excepciones —Uruguay, Chile y
tal vez Costa Rica—, ningún país de América Latina ha logrado evitar las dosis
inmensas de corrupción.
Dejar solas a las instituciones nunca ha funcionado con
eficacia para eliminarla, para disminuir su presencia de una manera visible ni
para tomar medidas en contra de la impunidad por corrupción o de las
violaciones a los derechos humanos.
Al respecto de la plaga de estas últimas,
por la cual la región tiene una reputación funesta incluso en estos días, la
cooperación internacional de un tipo o de otro ha demostrado ser indispensable
para llevar a los criminales ante la justicia o al menos nombrarlos y
avergonzarlos para las generaciones por venir.
El mejor ejemplo tal vez sea
Guatemala, pero también lo es Argentina, donde los expresidentes de la Junta
militar fueron condenados y encarcelados por violaciones a los derechos
humanos.
El 22 de marzo de 2018, un día después de la renuncia de Pedro Pablo Kuzcynski a la presidencia de Perú, se organizó en Lima una protesta contra la corrupción.
Credit
Ernesto Benavides/Agence France-Presse — Getty Images
Pareciera que la única opción
es enfrentar la falta de castigo de una manera legal, democrática y eficaz
antes de considerar otras posibilidades: la construcción de instituciones, la
soberanía nacional, la estabilidad política, el rendimiento económico a corto
plazo.
Algunos de los acontecimientos que se han dado durante los últimos años
en todos los países de la región son positivos, esperanzadores.
Al fin y al
cabo, fortalecerán a la sociedad civil, la democracia representativa, el Estado
de derecho y el progreso económico.
No debilitan las instituciones; ayudan a
transformarlas y a hacerlas funcionar.
Cuando el hemisferio empiece a combatir la corrupción con el mismo vigor
con el que libra guerras insensatas contra las drogas, cambiarán muchas cosas
en América Latina.
También, abordar la corrupción a un nivel supranacional que se
deba enfrentar por medio de cooperación internacional no es abdicar a la
soberanía; es un cambio deseable.
De hecho, tal vez sea la
vía más creativa y productiva para combatir la corrupción.
Por definición, es
un fenómeno transnacional: la gente que roba dinero lo suele esconder lejos de donde lo robó.
El escándalo de Odebrecht, los “Panama Papers”, la Ley de Prácticas Corruptas
en el Extranjero de Estados Unidos y la legislación equivalente de la Unión
Europea son indicadores de la necesidad y la tradición de llevar la corrupción
más allá de las fronteras estrictamente nacionales.
La inclusión del capítulo
anticorrupción en lo que sería el nuevo Tratado de Libre Comercio de
América del Norte —que se está negociando entre México, Estados Unidos y
Canadá— es un paso en la dirección correcta.
No obstante, se debe hacer mucho
más respecto a esta estrategia supranacional.
Los gobiernos deben intercambiar información sobre
las cuentas bancarias, los activos y los viajes de una manera expedita y total.
Los individuos o las empresas —incluidas las deslocalizadas o las ficticias—,
los nuevos candidatos y los propietarios permanentes deben contar con un
certificado limpio de sus visas, sus propiedades y sus tenencias monetarias.
Los códigos fiscales deben hacerse valer con rigor, sin que nadie se haga de la
vista gorda.
Las solicitudes de arrestos y extradiciones deberían ser
respondidas con prontitud y justicia.
Las adquisiciones, las ventas y los
intercambios deben ser monitoreados y cuestionados.
Una buena parte de estas
situaciones ocurren en los países ricos: miembros de la Organización para la
Cooperación y Desarrollo Económicos y de la Unión Europea.
En la mayoría de los
países latinoamericanos y en Estados Unidos apenas está comenzando.
Cuando el
hemisferio empiece a combatir la corrupción con el mismo vigor con el que
libra guerras insensatas contra las
drogas y la inmigración, cambiarán
muchas cosas en América Latina.
Vamos en la dirección correcta; solo debemos
movernos más lejos y más rápido.
Fuente
“The New York Times. es”, 13.04.2018
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