Loris Zanatta PARA LA NACION
Por qué el Papa llamó a Roma a monseñor Silvio Báez, obispo auxiliar de Managua, el crítico más duro del régimen de Daniel Ortega y su esposa?
La decisión causó sensación y el interesado no la tomó bien: "No fue mi voluntad, me voy por 'responsabilidad' del Papa", dijo.
Más claro, imposible.
Que Báez corre peligro se sabe; que sea la razón de su retiro es poco probable: el que lo amenaza es el mismo régimen que la Santa Sede acepta como interlocutor.
Para ser creíbles, acaba de decir un cardenal mexicano, debemos "estar dispuestos a entregar la vida".
¿Es posible que el Papa no esté de acuerdo?
Al pensar mal se peca, pero a menudo se acierta: ¿no será que lo que quiere evitar es un mártir de la causa "equivocada"?
Pero contradictorio: ¿acaso Romero o Angelelli, ambos beatificados, habían ido demasiado lejos?
¿Los muertos de Ortega valen menos que los de los escuadrones de la muerte salvadoreños?
¿Los de Maduro, menos que los de Videla?
No me digan que es diferente: son regímenes autoritarios que matan, torturan y falsifican elecciones.
Que lo hagan en nombre del "pueblo" e invocando a Cristo no es excusa, sino agravante.
Además, América Latina está llena de obispos metidos en política; en la Argentina, el exvocero del Papa acaba de explicar a quiénes no tienen que votar los católicos; hace unos meses, algunos obispos arengaron a una plaza contra el Gobierno.
En esos casos, nadie fue llamado a Roma.
El retiro de Báez no puede deberse al exceso de celo político; más bien, al hecho de haber puesto su celo al servicio de la causa "equivocada".
Lo mismo que el cardenal Urosa en Caracas: tenía la costumbre de denunciar los abusos del régimen. Chávez lo había tildado de "troglodita".
Al cumplir 75 años, el Papa no demoró mucho en aceptarle la renuncia: le concedió a Maduro la "cabeza" que ahora le concede a Ortega.
¿Consiguió paz? ¿Democracia? ¿Alivio para los venezolanos? Nada.
En Nicaragua hoy, como en Venezuela ayer, la mediación vaticana coloca a las víctimas y a los victimarios en el mismo plan; les da oxígeno a regímenes que no piensan aflojar las riendas, sino estrecharlas a medida que pierden popularidad.
¿Puede haber paz sin justicia?
No hace falta ser muy perspicaz para notar que la Iglesia no habla en Roma el mismo idioma que en Caracas, Managua, La Paz; las capitales de lo que queda del eje bolivariano.
En boca del Papa no se oye ni el eco de las denuncias de los episcopados locales.
"¿Qué opina de Maduro?", le preguntaron.
"Lo encontré dos veces -contestó-. Parece un hombre convencido de sus ideas".
Eso fue todo; como si nada.
Como si no fuera responsable de graves y documentadas violaciones de los derechos humanos.
¿Por qué tanta tolerancia hacia los Ortega o los Maduro, figuras mezquinas de las que la historia apenas recordará el nombre?
¿Por qué no le merecen las mismas invectivas lanzadas a los populistas europeos?
¿Por qué increpa contra el neoliberalismo y guarda silencio sobre las recetas de aquellos líderes, que tanta pobreza y tantos éxodos causan?
¿No es una actitud ideológica?
¿No mide con dos raseros?
Un hilo rojo recorre la historia de América Latina.
Al seguirlo se comprenden muchas cosas: es el hilo jesuita, animado alguna vez por el sueño del Reino de Dios en la Tierra, impermeable a la corrupción del mundo y de la historia.
Una tierra prometida donde el pueblo era uno y puro; la sociedad era un orden sagrado, un organismo natural donde el todo era superior a la parte, la comunidad al individuo, nos repite Francisco; la fe lo abrevaba todo.
Enemigos externos: protestantes, científicos, comerciantes, librepensadores; enemigos internos: elites cosmopolitas cansadas de ratio studiorum (1), de un orden moral donde la prosperidad era pecado; la libertad, herejía.
Así fue erosionándose la cristiandad antigua. Estado en el Estado, Iglesia en la Iglesia.
Los jesuitas levantaron barricadas contra el "progreso" que derribaba terraplenes, separaba esferas, sembraba incredulidad.
El siglo XIX lo jugaron a la defensiva, disparando desde las trincheras contra el secularismo, las constituciones, el liberalismo.
Los jesuitas encabezaron la revancha, teorizaron la colaboración con los fascismos contra la apostasía, la democracia, el mercado, culpables de trastornar el plan de Dios, de corromper al pueblo puro e inocente.
¿El remedio? El "nuevo orden cristiano": unánime, jerárquico, corporativo; orgánico como la cristiandad antigua.
Así lo explicó Hernán Benítez, jesuita, ventrílocuo de Eva Perón, alma mesiánica del régimen.
Así era su mundo: un clivaje moral entre nosotros y ellos, fieles y herejes, nación y antinación.
La eterna guerra de religión siguió su camino.
Los jesuitas volvieron al timón.
¿El modelo? Cuba: un Estado confesional, una reducción jesuita. Estamos orgullosos de Castro, se jactó Pedro Arrupe, padre general jesuita.
Con razón: se había criado con jesuitas falangistas.
Santurrón, pauperista, totalitario hasta la médula, siempre fue uno de ellos: un español antiguo, un cruzado de la lucha eterna contra la llustración.
¿La libertad? Pecado. ¿La prosperidad? Vicio.
Chávez fue hijo de Castro, sobrino de Perón: ¿podría faltar un jesuita a su corte?
Claro que no: su nombre era Jesús Gazo: "Chávez ama al pueblo y ama a Jesús", decía.
Farsa después de la tragedia, repitió el guion: todo en el precipicio detrás del flautista de Hamelín, del soldado que prometió el Reino.
La Iglesia venezolana olfateó azufre: otro mortal que se creía Dios.
Para Bergoglio olía a oveja: el chavismo era de familia, odiaba la globalización liberal, el racionalismo de la Ilustración, la clase media "colonial".
Sus acólitos en la Argentina repiten los mismos mantras: todo lo que dicen ya lo dijeron Perón, Castro, Chávez con las mismas palabras.
¿Son Ortega y Maduro ovejas negras?
Tal vez lo piense. Pero son su rebaño, no puede dejarlos caer así no más, repetir el error de 1955.
Es una vieja historia: siempre diferente, siempre igual. Y continúa.
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