AMÉRICA LATINA |NICARAGUA
El misterio de las
revoluciones
Martín Caparrós viajó al país que está viviendo la mayor masacre de su historia en tiempos de paz, para tratar de responder a esa pregunta.
La gobernaba con mano de hierro y de banderas y de dólares una de las parejas más coloridas del continente verde loro: el comandante Daniel Ortega Saavedra, de 72 años, y su esposa y vicepresidenta y poetisa y hechicera Rosario Murillo Zambrana, de 66.
Ortega ya gobernó Nicaragua once años entre 1979 y 1990 y otros once desde 2007, y no quiere dejarlo.
Como otros jefes latinoamericanos recientes, se entregó a la tentación de sí mismo; para cumplirla, armó una constitución que le garantizaba la reelección eterna.
Y nadie parecía en condiciones de impedirlo.
Durante varios años su país había crecido al cuatro por ciento anual; hasta que la caída de Venezuela resquebrajó el espejo.
Pero mantenía el apoyo de un buen tercio de la población, la tolerancia de otro, la obediencia de los empleados públicos, el sostén activo del ejército, el control férreo de la policía y los parapoliciales, el hastío indolente de los jóvenes.
A mediados de abril, apurado por problemas de caja, el comandante Ortega decidió anunciar un recorte de las jubilaciones y un aumento de las cotizaciones al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social.
Sus aliados empresarios se sorprendieron: normalmente, el comandante consensuaba esas políticas con ellos, y esta vez no lo hizo.
Era un tropiezo, nada grave.
Tampoco lo serían las dos o tres pequeñas marchas con que unos pocos viejitos intentarían rezongar.
Pero en la de León, la segunda ciudad del país, el 18 de abril, unos muchachos sandinistas atacaron a los viejos.
Las imágenes inundaron las redes sociales.
Esa tarde, estudiantes decidieron protestar.
Eran tan pocos que se citaron en un paseo de compras de la periferia de Managua, Camino de Oriente, con la esperanza de que allí no llegaría la larga mano.
Para eso cuenta, por supuesto, con una policía y un ejército, pero también con esos grupos de matones que los nicaragüenses llaman “la turba” o “los motorizados”.
Suelen llegar en moto, suelen estar empleados en alguna dependencia estatal, suelen intervenir cuando hay que defender la causa popular con cachiporras o, si acaso, plomo.
Esa tarde, en aquel mall, empezaron a repartir palazos, a robar a periodistas, a quebrar cabezas.
Bajo la atenta mirada de la policía.
Era el remedio habitual para los muy escasos revoltosos: los ponías en su lugar y se calmaban.
Pero esa noche miles los vieron por televisión, miles por las redes y sintieron que ya era suficiente.
Al otro día, miles y miles salieron a la calle.
Darwin reconoció a algunos —años antes había vendido tamales en los claustros— y decidió ayudarlos: hacía años que en Managua no pasaba nada semejante.
Los muchachos estaban excitados: rompían tabúes, prohibiciones, abrían —quizás— algún camino. La policía se acercó, amenazadora; ellos cantaron el himno nacional.
Se oyeron los disparos; Darwin cayó con el cuello partido.
Y un policía de civil le sugirió que dijera que la bala vino de los estudiantes, pero ella se negó porque sabía que no estaban armados.
Así que las autoridades lo dijeron, y también dijeron que Darwin era un vago, un ladrón: en esas horas, todavía, era una muerte sola, aislada, y era más fácil decir cosas.
El gobierno confiaba: siempre supusieron que si algunos se pasaban de la raya había que amedrentarlos y si los palos no bastaban, alcanzaría con matarles un par para que se calmaran.
Esa noche hubo dos muertes más y al otro día en lugar de la calma fue el desmadre: la calle estaba llena de batallas.
El débil ya no quería seguir siéndolo; el fuerte ya no supo qué hacer.
Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta, salió a decir que los culpables “parecen vampiros reclamando sangre. […] Son esos grupos minúsculos, esas almas pequeñas, tóxicas, llenas de odio. […] Son esos seres mezquinos, seres mediocres, seres pequeños, esos seres llenos de odio que todavía tienen la desfachatez de inventarse muertos. Fabricar muertos, cometer fraudes jugando con la vida es un pecado”.
Si quería asustarlos no lo pudo hacer peor: sus injurias avivaron el fuego, terminaron de convencer a los dudosos.
Con esas muertes, con esas palabras, Nicaragua empezaba a ser distinta.
Una revolución es un cambio radical en el estado conocido: llega cuando todo lo que dábamos por cierto deja de serlo de repente.
Cuando los jóvenes indolentes se deciden a jugarse la vida, cuando los empresarios satisfechos se pelean con su gerente general, cuando los curas dejan la sumisión y encuentran su misión, cuando el hombre fuerte se hace débil y ya nadie le teme.
Estamos en un pasillo del tercer piso de un edificio moderno, sus vidrios, sus baldosas, sentados en el suelo; un gran cartel institucional dice que la Upoli “educa a sus estudiantes para servir de acuerdo con el modelo de Jesucristo; para ser líderes con espíritu emprendedor, creativo, investigativo y altamente competitivos en el contexto mundial”.
Solo podemos constatarlo después, cuando es un hecho.
Es fácil, ahora, decir que fueron esas muertes: que los nicaragüenses no soportaron esas muertes.
Es difícil saber por qué un gobierno que supo como ninguno mantenerlos tranquilos, satisfechos, temerosos, de pronto perdió pie y se lanzó a su propio abismo.
El 20 de abril ya se sabían diez muertes por las balas policiales y parapoliciales.
Varias universidades estaban tomadas, el país perplejo, miles de hombres y mujeres en las calles de todas sus ciudades.
Ya no solo protestaban contra el gobierno de Ortega; pedían, también, justicia por los muertos.
Tiene un bebé de quince meses; sus padres le ayudan a criarlo.
Ya lleva un mes de toma; solo puede ir a su casa algunas noches. Suri es flaquita, cara redonda, dulce, casi triste: el pelo negro que le cae en los ojos, la mirada de quien ha visto demasiado.
Como en todas las zonas remotas del imperio, aquí también los españoles se trataban de vos.
Suri tiene un cometido:
Primero que todo porque tengo un bebé. Yo los ayudo desde acá, pero ir afuera y que se venga la policía… creo que ahí nomás me desmayo. No todas somos iguales, hay algunas que sí son guerrilleras, pero yo…
Hubo un momento en que ellos, cuando empezaron a tener estos liderazgos bien machos, a mí me mandaron a la cocina y entonces yo los mandé a comer mierda.
La Upoli es la universidad más combativa: en su toma participan muchachos de los barrios difíciles que la rodean.
Alrededor del edificio central hay un gran parque, una puerta muy custodiada, muchachos que se pasean con morteros; más allá, las calles están cortadas con barricadas de adoquines —“las trincheras”—; los que las cuidan vienen aquí a comer, descansar, curarse si les toca.
Aquí hay muchachos embozados con pañuelos que caminan como si el suelo fuera su enemigo; hay grupitos que charlan en susurros, hay miradas.
Hay una sala donde fabrican las bombas para los morteros: las cuatro onzas, las media libra, que explotan y hacen más ruido que daño pero igual.
Y hay, en tres aulas de la planta baja, un hospital de campaña improvisado que atendió, en estas cinco semanas, a más de 120 heridos.
Y sufrió varios muertos.
Lo montaron porque en los hospitales públicos no los atienden o los detienen.
Está tirado en un catre de fortuna, dos bancos que sostienen una colchoneta, su botella de suero, sus vendajes.
Cuando hubo el primer fallecido fui a dejar víveres con un grupo de mi barrio, pero vimos lo que pasaba y decidimos quedarnos con ellos.
Estoy desde el principio, manejo como a 35 muchachos, pero ya no puedo volver a mi casa porque me tienen fichado…
Le pregunto por qué tiene a Guevara en el hombro.
Suri, más tarde, me dirá que se desespera cuando ve llegar a los heridos, que ojalá se acabara; yo le pregunto cómo cree que se terminará.
Y a nosotros nos van a empezar a cazar y vamos a ir desapareciendo uno a uno…
No queremos a este señor en el poder, no puede seguir ahí, es un genocida.
Ayer llegó un muchacho al que una camioneta de la turba lo atropelló y lo destrozó; yo tuve que prepararlo.
Y después vino el papá de ese muchacho y ver el rostro de ese señor me partió el alma, no hay palabras.
Me imagino cómo se sentirá mi madre de verme en ese lugar…
Quién sabe si lo hubiera sido: cuando uno tiene quince años la vida es una incógnita llena de tentaciones.
Pero esa mañana, viernes 20 de abril, decidió ir a ayudar a los estudiantes que, desde el día anterior, se peleaban con la policía.
Álvaro tenía anteojos, un gran mechón de pelo negro, muy buenas notas en la escuela; tocaba la guitarra, hacía acrobacias con su patineta, corría en el equipo de su colegio de jesuitas.
Así que, cuando se presentó en la Universidad Nacional de Ingeniería, lo pusieron a correr entre las barricadas llevando agua y bicarbonato a los muchachos que los necesitaban para aguantar los lacrimógenos.
Los policías los atacaban con gases y balas, los estudiantes se defendían con piedras y bombas molotov.
Álvaro corría cuando sintió ese tiro en el cuello.
Nadie supo de dónde venía; los estudiantes sospecharon que había francotiradores apostados en un estadio de béisbol vecino.
Sus amigos lo metieron en un coche y lo llevaron a un hospital público —el Cruz Azul— donde no quisieron recibirlo; se dice que había órdenes del gobierno de no atender a los manifestantes.
Se desangraba; cuando llegó a un hospital religioso donde sí lo aceptaron ya era tarde.
Los medios, ahora, lo han bautizado “el Niño Mártir” y los manifestantes llevan su imagen con anteojos en fotos y pancartas. Álvaro, tan chiquito, se ha vuelto la cara de estos días.
Managua no es misteriosa, solo incomprensible.
Managua es ancha y chata, temerosa: hecha de casas bajas para que no se caigan cuando tiemble.
Managua no tiene un centro claro, se desmembra; cada tanto hay algún centro comercial o un barrio de casonas o casitas, cada tanto un vacío: una ciudad sin terminar.
Y, cada poco, los árboles famosos.
La Iglesia católica siempre supo que el primer imperativo de una fe es ocupar su espacio y llenó los suyos de iglesias y de cruces.
Los Estados lo saben y lo colman de estatuas y banderas.
El gobierno de los Ortega, medio fe medio Estado, lo atiborró con sus “árboles de la vida”.
Hay unos 140 repartidos por toda la ciudad.
Se basan en una pintura de Gustav Klimt, 1905, y están llenos de firuletes y sentidos ocultos y pistas esotéricas: la Cábala, la Biblia y otros libros de la tradición materialista dialéctica.
Cada “árbol” es una estructura metálica de unos veinte metros de alto, 25.000 dólares de costo, tanto valor simbólico: deberían representar la paz y el amor y esas cosas pero significan, más que nada, el poder de Rosario Murillo.
Incluidos muchos sandinistas.
En la economía política que suele ordenar las dictaduras, ella es la mala, la culpable, la que hace que su pobre marido haga cosas horribles: un personaje así suele ser útil.
Por eso no solo le dicen “la Chayo”, el apodo de Rosario, sino también “la Chamuca” (la bruja, la hechicera).
Por eso a sus árboles no solo los llaman “arbolatas” sino, sobre todo, “chayopalos”.
Por eso la noche del 20 de abril, cuando unos manifestantes derribaron el primero, pareció que sucedía algo serio.
Y que el silencio que cubría al país se rompía en gritos.
Era una gran sorpresa.
Cuatro años antes, cuando el gobierno de Daniel Ortega decidió poner wifi gratis en los parques y plazas, algunos denunciaron la maniobra: esas conexiones servirían para mantener a los jóvenes entretenidos con sus chats y fotitos y demás pavadas.
No que lo necesitaran: todos decían que eran los más apáticos y frívolos de la historia, tan distintos de sus mayores, que se la habían jugado en guerras y revoluciones.
Ahora, de pronto, esas redes que debían mantenerlos en su babia se habían vuelto su arma, su instrumento: gracias a ellas se llamaban, se reunían, se pasaban consignas e instrucciones, resistían.
Y las imágenes de la reacción venían de todas partes, grabadas por los participantes.
Algunas eran tremendas: la crueldad de un ataque, la agonía de un herido, el dolor de una muerte.
La televisión oficial seguía mintiendo calma, pero el truco ya no funcionaba.
Pronto intentaron mejorarlo: mandaban noticias falsas —imágenes antiguas o amañadas— por las redes sociales para después decir que eran inventos y desacreditar a las demás.
“Te dijeron tal y cual y te mintieron”, decía una minicampaña oficial de desprestigio en las redes.
Y poco después cortaron el wifi de las plazas, pero ya ni modo: las grabaciones siguieron su camino.
Ahora, la ciudad está tomada por los que se callaban: en cada rincón, en cada esquina puede haber un grupo de estudiantes, de vecinos, de hombres y mujeres con banderas azul y blanco que protestan, que exigen que se vaya.
Su madre, Rosa Amanda Cruz, había emigrado al norte dieciocho años antes y consiguió trabajo en un restaurante mexicano en San Mateo, California.
Nunca más vio a Michael, porque no tenía papeles y si salía de Estados Unidos no podría volver pero, gracias a sus remesas, el muchacho estudió, se fue haciendo una vida.
Se hablaban todos los días: aquella mañana, el 21, Michael le dijo que iría a apoyar a esos compañeros de la facultad que habían salido a defender a los ancianos; Rosa le pidió que no fuera, que era peligroso y él le dijo que no podían permitir que el gobierno le sacara la plata a su abuelo y a todos los abuelos, y que no se preocupara, amita, que no le iba a pasar nada.
Su madre llegó a Managua esa misma noche: sabe que ya no podrá volver a Estados Unidos, pero le da lo mismo: “Yo estaba allá por él, para darle una educación, una vida. Ahora ya qué me importa”.
Rosa lo miraba de reojo; su hermana me dijo que era habitual: que las siguen, las intimidan, intentan asustarlas).
Un día de abril cientos de protestantes —los llaman “protestantes”— lo derribaron y remplazaron con una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada.
Pero poco después vinieron los sandinistas encabezados por la alcaldesa, la rompieron y pusieron en su lugar una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada.
Al otro día los rebeldes volvieron y sacaron esa imagen de la virgen de Cuapa y pusieron otra imagen de la virgen de Cuapa.
Y así de seguido. Hasta que intervino el señor cura, llamó a la paz y la conciliación y terminaron acordando en poner a la virgen de Cuapa de los rebeldes en el centro y la virgen de Cuapa de la alcaldesa en un rincón: fue, sin duda, una gran victoria de las fuerzas del cambio.
Y se quedó en la calle y habló con la policía para que no tiraran a matar y pidió por los presos; más tarde se desmayó por el gas lacrimógeno.
Y el obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, acompaña las protestas y la conferencia episcopal convocó la mesa de diálogo donde ahora se discute algo que no termina de estar claro, quizás el destino del país.
Chan es un líder de los rebeldes de Monimbó y me muestra los rincones y las barricadas y me cuenta dónde se paraban y cómo rechazaron a la policía, y me explica que no se puede soportar más que esos del gobierno vivan así mientras ellos tienen que trabajar como perros para ganar cien córdobas.
Que se tienen que ir, que son unos aprovechados y unos dictadores y unos genocidas.
Y que lo están siguiendo, que lo tienen marcado. Yo le pregunto qué va a hacer.
El rechazo a los partidos se oye en todas partes: casi todos dicen que no son políticos, que no hacen política, que repudian a los políticos y a la política y a todo lo que esté “politizado”.
Mientras toman la calle para voltear a un gobierno, pura política en acción.
Magias de la palabra: por algunas se pelean, de otras huyen.
Franco tenía 24 años, estudiaba tercero de abogacía y trabajaba de carpintero para pagar sus gastos y los de su hija de cuatro.
Estelí es una ciudad mediana, tranquila, templada, “un bastión sandinista” o “la ciudad mil veces heroica”; no es el lugar más apropiado para un rapero, pero Renfán seguía peleándola.
Con un grupo de amigos solía grabar sus canciones y subirlas a YouTube: estaban bien hechas, criticaban los abusos y la corrupción y conseguían visitas.
En ese momento Nicaragua era una siesta y sus palabras parecían solo palabras; esa noche los estudiantes de Managua salieron a la calle, y el 20 la agitación llegó a Estelí, se volvieron proféticas.
Franco fue al parque central a sumarse a las protestas que tanto había cantado.
Dos horas después, un disparo que pareció venir de la alcaldía le entró por el ojo izquierdo y lo mató.
Otra de sus canciones se llamaba Pilatos: “No hay olvido sin sepultura / para quien lucha por lo que es. / Que la muerte me regrese / lo que la vida me ha quitado”.
Una revolución es el momento en que cambian las preguntas, en que se puede no tener respuestas.
Estos días, en la ciudades nicas, la vida es diferente: en las calles puede pasar, a cada momento, cualquier cosa.
Hay barricadas, cortes de ruta —“tranques”—, pequeñas manifestaciones —“plantones”—, grandes marchas.
Hay, sobre todo, un estado de expresión permanente, de gente que se calló la boca mucho tiempo y ahora habla y disfruta de hablar y trata de olvidar esos silencios.
Y, mientras, los negocios están medio vacíos y las calles están medio vacías y el miedo medio lleno, la incertidumbre entera.
Es sábado a la tarde, hace un calor estrepitoso, y a lo largo de la avenida De Bolívar a Chávez —se llama así: De Bolívar a Chávez— hay pantallas gigantes que nos muestran los muchos que somos y lo bien que revoleamos los colores.
Aquí en la vida real, bajo este sol hiperreal, la cosa es más modesta: no parecemos tantos, y las docenas de micros que los trajeron, y la sospecha de que muchos son empleados públicos que castigan si no vienen.
Augusto Sandino se definió, hace noventa años, como “el general de los hombres libres”.
Y así lo registró la historia.
Pero la historia cambia más que nada y ahora la locutora lo presenta como “el general de los hombres y mujeres libres”: efectos del #MeToo.
Allá arriba, una cara gigante de Chávez nos mira desde lo alto de su arbolata/chayopalo.
Aquí abajo, sobre el asfalto medio derretido, se pasean muchachos con morteros, señoras con tacones, señores con anillos, señoras con chancletas, señores con las manos callosas arruinadas: hay mucho espacio sin llenar.
Para un país que estuvo en guerra tantos años la narrativa de la paz es decisiva.
Entonces todos se reprochan mutuamente haberla roto, y el gobierno ha decidido hacerla su estandarte.
El gobierno, que siempre dijo que la calle era suya, ahora la está peleando (y no parece que gane la pelea).
Esa misma tarde, en León, decenas de miles de personas se juntan para exigirles que se vayan.
Al día siguiente, domingo a la mañana, en una rotonda de Managua, unos cuantos revolean banderas azul y blanco.
La pelea por los colores es tenaz: durante décadas, el rojo y negro fue la divisa sandinista; desde que los opositores sacaron la nacional, azul y blanca, los sandinistas empezaron a usarla también: no podían entregarles a sus enemigos el color de la patria.
Los dos bandos se pelean por las mismas palabras, las mismas consignas, las mismas canciones: todo el refranero izquierdista de los años setenta, que tantos tratan de olvidar, aquí es un botín que se disputa.
Una señora pasa en silla de ruedas con un cartel escrito a mano en el regazo: “El poder reside en el pueblo. Es el pueblo el que pone y quita gobiernos”, dice, firmado por Daniel Ortega, 1979.
La guerra por la palabra es usar la palabra como búmeran: a nadie se le aplica mejor lo que dijiste que a vos mismo.
Y la señora reclama su legitimidad: forma parte de las Madres de Abril, la asociación de las madres de las víctimas.
Las tenía secuestradas esta dictadura, pero ahora son nuestras otra vez.
En un altavoz suena el hit del mes, Mercedes Sosa con “Que vivan los estudiantes”, pero las vuvuzelas lo tapan inclementes.
Un pequeño grupo de mujeres grita que no queremos pitos queremos consignas; nadie les hace caso.
Los coches que pasan por la avenida ondean sus banderas: todo suena muy patrio.
Hay mezcla, mucha mezcla: desde un cartel bien clasista —“En un país gobernado por un ignorante, los profesionales son la amenaza”— hasta los que reclaman más igualdad y menos hambre.
La explosión de palabras es puro gozo, felicidad en verbo:
“Tanto valiente sin armas y tanto cobarde armado”.
“Te permitimos todo, Daniel. Pero no hubieras matado a los chavalos”.
Y los gritos que dicen que no se confundan, que “No eran delincuentes, / eran estudiantes”, y los que definen la confusión central, que “Daniel, / Somoza, / son la misma cosa”.
Y, sobre todo, aquel hit sandinista recuperado por los que quieren derrocarlos: “¡Que se rinda tu madre!”.
Después explicó que quizá los otros fueran, pero que él sabía que su papá se llamaba Ángel, como él.
Pronto su familia tuvo que huir a Venezuela, corrida por la guerra; allí pasaron privaciones y Ángel empezó a trabajar antes de sus 10 años.
A su vuelta consiguió estudiar periodismo en una universidad de su región Caribe; durante años trabajó en lo que pudo —vendedor de comida o de chatarra o de comida chatarra, gerente de un cíber— hasta que, ya casado, pudo fundar con su mujer Migueliuth Sandoval un pequeño diario digital: El Meridiano.
Lo hacían entre los dos y conseguían sobrevivir; Ángel recorría la ciudad en su moto saludando a todos, iba a las misas evangélicas, criaba a sus dos hijos, se vestía de chef y cocinaba, había empezado a estudiar para abogado.
Decidieron que ella; él temía lo que pudiera pasar y se fue solo.
En un Facebook Live, ya de noche, Ángel muestra a unos jóvenes que tiran piedras contra la alcaldía; después dice —su voz en off en el video— que “vamos a buscar dónde refugiarnos ya que la policía se dirige hacia acá”.
Los enfoca, muestra su llegada y la relata y, de golpe, la imagen se conmueve y funde al negro y solo se oyen gritos. Una bala le ha atravesado la cabeza; el video de un compañero lo muestra en el suelo, ensangrentado, muerto.
Nadie sabe quién, nadie sabe por qué; se sospecha de un francotirador oficial u oficialista, pero la justicia prefirió acusar a dos muchachos que ni tenían armas ni estaban allí.
El mejor truco para no resolver un caso como este es pretender que ya lo resolviste.
Esa mañana se inauguraba la Mesa para el Diálogo que había convocado la Iglesia católica en su Seminario Interdiocesano.
Se encontraban las partes en conflicto: los estudiantes, las federaciones campesinas, las patronales, los obispos, la “sociedad civil”, el señor presidente y su señora vice.
El protocolo preveía que Daniel Ortega hablara primero; estaba a punto de hacerlo cuando Lesther Alemán se paró, con su camisa negra por el luto y su pañoleta azul y blanca por la patria, y se lanzó:
Y nadie se atrevía a interrumpirlo.
Tres metros más allá, Daniel Ortega y Rosario Murillo lo escuchaban sin dar crédito: nadie en todos estos años, había hecho nada así.
Entonces Lesther —sus anteojos, su cuerpo apuesto flaco, su pelo bien cortado modernito— les lanzó la estocada:
Las autoridades de un país paralizadas ante un chico de 20 años que les decía lo que nunca nadie: sereno, sin levantar el tono, como si le explicara una obviedad a un tío un poco espeso.
La escena era hipnótica y conmovedora, y no se terminaba:
Después me dirá que fueron los demás participantes de la mesa los que decidieron que él hablara: que le dijeron que “por la voz, por la autoridad moral, por la rectitud y por el conocimiento”.
Y entonces lo vi a él, le vi la cara, los ojos, que se le dilataron sus pupilas viéndome, no sé si era lo sorprendido o que pensaba muchas cosas de mí. Y Rosario tragaba agua sin parar.
Fue tan raro. Yo pensaba que no iba a poder hablar mucho, esperaba que él me interrumpiera.
Pero que me permitiera todos esos minutos, en silencio, y que luego la gente tuviese la reacción que tuvo, los que me han dicho en estos días que estaba hablando por todo un pueblo… Yo me sentí un Rigoberto López Pérez.
Y ahí le dice que va a liberar el país, nada más.
Entonces, ese miércoles, yo pensé: en mí se reencarnó Rigoberto. Pensé: no fue con balazos, sí fue con la palabra.
—Sí, preparé las grandes líneas. Yo no me aprendo las cosas al tubo, de memoria, porque creo que la emoción te hace decir las palabras certeras.
Pero la noche antes caminé por el pasillo del hotel, de lado a lado, muchas veces, y me decía qué yo voy a hacer, qué va a decir la gente, cuál va a ser la reacción del pueblo.
Y me preguntaba cómo hacer para que no me callaran.
Y fui escribiendo esas líneas, hice dos borradores que ahí están, puño y letra.
Después pensé que no puedo botar esa hoja, se la voy a enseñar a mi hijo, mire m’hijo, esta fue la hoja…
En los alrededores de Managua, en el centro universitario donde él y sus compañeros de la Coalición Universitaria se refugian, medio clandestinos, me cuenta que es hijo de una familia de trabajadores azucareros y que estaba cursando, con una beca, el cuarto año de Comunicación en la Universidad Centroamericana —jesuita— de Managua.
Y que todo empezó unas semanas antes, en la marcha para exigir que el gobierno se ocupara del incendio de la reserva de Indio Maíz.
Aquella tarde, dice, había un micrófono y él, por primera vez, se atrevió a usarlo.
—Era un micrófono abierto, la gente leía cosas, recitaban, y mis compañeros me dijeron: “Lesther, es tu momento”.
Porque yo desde pequeño he tenido el sueño de ser presidente de este país y ellos lo saben.
Entonces me dijeron eso, burlándose, y yo: “Ah, ok, lo voy a hacer”, y hablé y la gente gritaba; yo me sentía que ya estaba en la candidatura…
Tras todos estos días de no pasar por casa, de vivir a salto de mata, Lesther sigue impecable: una camisa marrón ajustada, un pantalón negro, unas botas complejas.
El pantalón tiene manchitas blancas y se ve que le molestan, las rasca sin éxito; en esa mano tiene un anillo de sello y un reloj ínfimo, casi de muñeca.
Mis mejores amigos ya de siempre me llamaban Comandante.
—Me preocupa. La mezcla de tus dos sueños nos lleva derecho al golpe militar.
Pero que él nunca se desalienta, que ha leído mucho sobre los ideales sandinistas, que el fundador y prócer del Frente, Carlos Fonseca, muerto poco antes del triunfo de su revolución, es su héroe.
Su himno es Nicaragua Nicaragüita, sus canciones favoritas son las testimoniales.
Pero eso duró como dos horas, hasta que llegaron las turbas sandinistas y fue una histeria colectiva, algunos de puro miedo se metían hasta en la sacristía, profanando todos los lugares santos… Yo en ese momento pensé: “Nos mataron”, pensé que quedaba ahí asesinado en Catedral.
Y mis compañeros lloraban, yo lloré, nos metían gases, balas… pero yo traté de que no se me notara, de mantener la calma.
Como líder tenés que hacerlo, para no dar pautas de sufrimiento a los demás.
Pero al otro día los dejaron salir.
Lesther estuvo entre los últimos: el cansancio, el alivio, la decisión más firme.
–No, me entraba tristeza por mi mamá. Pero Lesther hasta hoy no ha tenido miedo. Yo no temo por mi vida.
—¿Por qué no?
—Es una de mis frases: quien ama a su patria está dispuesto a entregarse en una cruz. El sufrimiento, el dolor son necesarios si amas a tu pueblo.
—Puede ser. Pero no soy como esos que temen por su vida, por su seguridad, que se han ido del país… y quizá ni han participado y ya están fuera.
No es que yo me jacte del lugar en el que estoy pero… todo el mundo me conoce, así que yo tendría que irme muy lejos.
Y que nunca antes estuvo en un grupo político, que “la juventud sandinista no es sandinista sino pura bacanal”, que le interesan muchos ideales del socialismo y del comunismo pero no sus maneras, que no cree en los políticos porque nunca lo han representado, que tuvieron la oportunidad para hacerle frente a este dictador y no lo hicieron, que no tienen autoridad moral.
Y que le gusta escribir y ahora está tratando de contar la historia de estos días “para que luego, cuando esté jubilado, pueda estar sentado con alguien, un nieto, y decirle este fui yo, esto hizo Lesther cuando era un chavalo”.
Un diario habló de la “lesthermanía”: hay muñequitos con sus rasgos y una capa azul y blanca de superhéroe, hay llaveros y afiches y pancartas, hay abrazos y besos y selfis cada vez que sale a la calle.
—Es una persona que no ordena sino que convence; el líder escucha, valora, analiza, critica, y después comunica.
Pero ante todo es la persona que debe tener más humildad, sobriedad, paciencia. Yo carezco de paciencia…
—Bueno, de humildad también.
Yo no considero que pueda decir yo soy así, yo digo esto, entonces mejor voy por la tangente: Lesther es así, Lester dice esto. Siempre me he visto como que salgo yo a hablar por Lesther… Tengo esa idea de no dejar que Lesther hable por Lesther…
—¿No entiendes que es como una locura mía…?
Es, al fin y al cabo, un chico de 20 años al que de pronto todos miran.
Es, también, en estos días, la persona más popular de Nicaragua, el héroe que vivía acá a la vuelta.
Ya había preguntado en todos los hospitales y finalmente, el 12 de mayo, se decidió a ir a la morgue del Instituto de Medicina Legal; cuando le dijeron que no estaba su alivio fue infinito: Javier debía estar vivo todavía.
Pero seguía perdido; al otro día, Margarita fue a tocar las puertas de la Dirección de Auxilio Judicial aka El Chipote, un centro de represión con ochenta años de historia criminal: allí le dijeron que no lo conocían, pero exdetenidos le contaron que lo habían visto adentro y que lo estaban torturando.
Su celular sonó mientras lo hacía.
Margarita atendió: un funcionario de Medicina Legal le dijo que tenían el cadáver de Javier.
Sus gritos se oyeron en todo el piso.
Más tarde, en el instituto, le dijeron que el chico había muerto “por causas naturales”.
Al otro día un forense independiente le contó la verdad: a Javier Munguía, la cara rota a golpes, lo habían estrangulado.
Como solemos decir, nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo.
Sí, muchos de nosotros fuimos atacados por la policía, ya sabemos cómo es eso.
Yo también estuve en la Catedral cuando nos rodeó la policía y la turba orteguista, y estuvimos tan cerca de la muerte.
De verdad creímos que hasta ahí llegábamos, unos se arrodillaron, se pusieron a rezar, otros lloraban…
Entonces nosotros teníamos sobre todo esa rabia de ver que mataban a nuestros compañeros…
Cuando vino la primera ola de ocupaciones, la UNAN se salvó: el sindicato de estudiantes oficialistas, UNEN, consiguió evitarlo.
La universidad estuvo cerrada dos semanas; el 7 de mayo, cuando volvieron a abrirla, sus estudiantes la ocuparon.
Y ahora estamos en un edificio —la Escuela de Geología— que los rebeldes usan como hospital, cocina, dormitorio. Melisa y Erasmo tienen alrededor de 20 años, hijos de clase media, muy articulados.
Los ocupantes, me dicen, son unos 500; les pregunto si no les parece cuestionable que el uno por ciento de los estudiantes se arrogue el derecho de tomar la universidad.
Melisa tiene muchas ganas de hablar y tiene la frente ancha, despejada bajo los rizos castaños, mirada inteligente:
El problema es que nadie quiere morir.
Nadie quiere ser mártir.
Pero ya tenemos mártires, ya hay más de sesenta muchachos muertos.
Y hay muchos que tienen miedo, pero eso no quiere decir que no estén de acuerdo…
Aquí son pocos, y esos pocos jaquean a un gobierno.
Tienen con ellos la legitimidad, la opinión pública, y eso a veces —solo a veces— vale más que la fuerza, que el número.
Sabemos que en cualquier momento nos pueden atacar, tenemos que estar preparados todo el tiempo.
Hay una red compleja de muchachas y muchachos que ocupan todo el espacio de la universidad, con un sistema de delegados y poderes, reuniones, asambleas, discusiones.
—Para que les entreguemos la universidad las autoridades tienen que tomar en cuenta por lo menos algunas de nuestras exigencias: la recomposición del movimiento estudiantil, la autonomía de la universidad y después, la más difícil, una Nicaragua democrática. Puede parecer una utopía, pero si cayó Somoza, si cayó el Muro de Berlín, ¿por qué no va a caer este?
Para acabar con el régimen y convocar elecciones deberían hacer una pirueta legal que no termina de estar clara.
Pero dicen que los más ricos ya le soltaron la mano al presidente: que la presión social es demasiado fuerte, que los suyos no les perdonarían que siguiesen aliados a un “dictador y genocida”.
Es la fuerza y la flaqueza de esta alianza rara: como no ofrecen ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, no tienen por qué pelearse entre ellos; como no ofrecen ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, tampoco tienen hacia dónde ir.
Todavía. Y como no tienen un líder, el gobierno no tiene con quién negociar. O también: no tiene a quién comprar.
Muchos, después, interpretaron esta generación diciendo que eran chicos que vieron que eso solo sirvió para que unos pocos mandaran y se enriquecieran y que por eso era lógico que solo les importaran los juegos en red y los juegos de Messi y ciertas músicas y ciertos bailoteos: que eran una generación de apáticos individualistas, pobrecitos, que nunca sabrían lo que es en realidad la vida.
Pero también eran chicos que se pasaron la vida escuchando historias heroicas, revolucionarias de sus padres, sus abuelos, y reproches por ser vagos e indolentes, por no hacer esas cosas. Se ve que se cansaron.
—¿Y tu mamá qué dice?
–Mi mama dice que si me agarra…
—Claro, pero ¿y cuando tengan que volver a sus casas?
—Esa es la pregunta del millón. ¿Qué pasa?
Daniel Ortega menos que nadie: debe estar perplejo.
Hace un mes, los pobres de las barriadas y los empresarios de Managua se peleaban por hacerse selfis con él.
Es probable que algunos de esos pobres todavía las guarden; muy probable que la mayoría de los empresarios ya las hayan borrado.
Y el sistema de control social clientelista funcionaba a pleno: el partido te daba los avales para conseguir un empleo, te traía el zinc para el techo del ranchito, te podía arruinar la vida.
No sabemos qué pasará esta vez, lo tiene difícil, pero hay que estar atentos, muy atentos.
Y todo está en suspenso.
Algunos suponen que los estudiantes, la “sociedad civil” y algunas asociaciones agrarias y empresariales pueden convocar un paro nacional que cerraría las carreteras, las calles, las actividades; y aceleraría la caída del gobierno.
O podría cansar a muchos ciudadanos, que se hartarían de los problemas y dificultades, la penuria, las pérdidas, las incomodidades, y empezarían a extrañar los tiempos más tranquilos.
Fabián Medina, editor en La Prensa, dice que Ortega ahora es como un boxeador que acaba de recibir un golpe duro: debe agarrarse del contrario para impedir que le siga pegando, tomar aire, ganar tiempo y terminar el round.
Es una carrera desesperada: él sabe —probablemente sabe— que si pasa estos días no será fácil sacarlo; sus oponentes más entusiastas saben —probablemente saben— que si los pasa se va a vengar de ellos.
Aunque más no sea para que todos sepan que no se puede desafiar al comandante gratis.
Mientras, Ortega se desarma: cada vez más sectores lo abandonan. El poder solo se mantiene cuando realmente se lo tiene; cuando se empieza a perder, los buitres se van a buscar carne más fresca.
Hay, sobre todo, incertidumbre, pero todos saben que la situación no puede prolongarse.
O el gobierno desactiva las protestas o las protestas terminarán por desactivarlo.
Y el gobierno no va a caer sin pelear: si llega ese enfrentamiento, el ejército puede ser el árbitro.
Si los protestantes consiguieran una masa crítica podrían desbordar a la policía y a las turbas, y entonces el ejército tendrá que decidir si defiende a su comandante jefe o lo deja caer. Es cuestión de días, de semanas.
A menos que haya una presión mayor, si es que puede haber una presión sin sangre…
Pero Ortega no piensa irse y sin su salida no hay cómo seguir, porque la indignación es generalizada.
Aunque, dice, eso no significa que desaparezca el Frente Sandinista, porque es una fuerza política importante, que aún en medio de estos crímenes terribles sigue siendo el 30 por ciento de la población.
O sea que hay que contar con ellos, dice, porque sin esa fuerza tampoco hay estabilidad en el país.
Estamos en un café en un mall; cada poco se acerca algún desconocido, lo saluda, lo felicita, lo palmea.
Él no tiene la ambición de ser rico; su ambición es tener poder.
No tiene vida alternativa al poder, no es una persona que se pueda retirar a una finca a cultivar café o escribir sus memorias; para él solo existe el poder.
Esa es la dificultad, el nudo gordiano.
Además, incluso si lo dejaran tomar su dinero e irse con su familia, ¿adónde se va a ir? ¿A Cuba, a Venezuela? Sería ir de la llama a las brasas. ¿A Rusia?
Y no estaría seguro en ningún otro lado, porque ahora que la Comisión dice que hay que investigar si no hubo ejecuciones extrajudiciales, y esos ya son crímenes de lesa humanidad…
Y, otra vez: ¿cómo empiezan las revoluciones?
Lo bueno es que nunca nadie sabe.
Es tan alentador que haya momentos como estos, historias como estas, que demuestran que todo lo que uno sabe es discutible: uno se cree que sabe cosas, y en general son tristes, desalentadoras, razonables.
Que suceda lo que nadie previó, que, cada tanto, la realidad te demuestre que estás equivocado, es un baño de humildad, un canto de esperanza.