ENTRE LA GRIETA Y…
LA COYUNTURA
El "bananismo" de Macri y la fórmula mágica de Lavagna
Jorge Fernández Díaz
17 de marzo de 2019
" No
le hagas caso a la gente, Mauricio . La
gente ha demostrado, a la largo de nuestra historia, ser delirante, retrógrada,
voluble, impaciente, profundamente populista e irresponsable. Yo soy testigo
ocular de los últimos setenta años de nuestras desgracias; conozco muy bien la
mentalidad que las produjo. Todo político democrático debe estar con la
sociedad, pero nunca detrás de ella, siempre adelante. Así fue como Felipe
González logró meter a España en la modernidad, a pesar de las fuertes
resistencias a izquierda y a derecha de aquel pueblo, que era también muy
conservador".
El controversial consejo, cumbre de la incorrección
política, se lo dio a Macri, cara a cara, Juan José Sebreli, que por primera
vez en toda su vida fue convocado a Olivos y fue escuchado por un jefe del
Estado.
Provisto de su lúcida, larga y amarga experiencia, y de tantas
evidencias históricas negativas, Sebreli no cree demasiado en la sociedad
argentina; Macri, sí.
Uno de los dos se equivoca.
El intelectual piensa que, a
pesar de sus múltiples errores de apreciación y de gestión, Cambiemos es
contracultural en un país decadente e inviable donde la norma es la anomalía.
El
verbo "normalizar" tiene por estos pagos una conjugación explosiva.
Y
si este maltrecho proyecto político que gobierna desde 2015 posee un único
activo este acaso consista precisamente en pretender la normalización, asunto
revolucionario y quizás utópico.
En todo caso, siempre peligrosísimo.
Ponerles
proa al déficit fiscal, al disparate tarifario, a la cartelización de la obra
pública, a la mafia sindical, a la cultura prebendaria, al negocio narco de la
policía, al aislamiento internacional, a la impunidad política; levantar el
cepo judicial y permitir que se procese a las principales corporaciones
privadas, poner presos a gremialistas multimillonarios, y hacer todo esto sin
escribanías legislativas ni mayorías automáticas en la Corte Suprema subleva y
envalentona a los perjudicados y provoca toda clase de resistencias.
Nadie
quiere perder nada, y el cuerpo social rechaza el remedio, porque está cómodo
con la enfermedad.
Asoma, por estos días, una tendencia invisible, regada
secretamente con billetes, para que este proceso acabe.
Es la sociedad de los
cuadernos muertos, que no solo integran kirchneristas en apuros, sino
conmutadores de pena e indultadores seriales del justicialismo eterno,
alegremente acompañados ahora por progresistas desorientados a quienes solía
repugnarles la corrupción y el olvido.
Para estos últimos, Massa es un muchacho
fiable y progre, y Lavagna , un
Salvador Allende custodiado amorosamente por Duhalde y Barrionuevo.
Para huir
de la "derecha", van corriendo hacia los brazos de Pichetto y de los
burócratas de la CGT, como Pino Solanas hace con el PJ bonaerense, reconocido
aparato de la Patria Socialista.
Nada de todo
esto excusa -ni siquiera la letal hipoteca ni la fatalidad de los avatares de
un mundo convulso- las tonterías del petit comité de Macri. Que no quiere ser
gorila, pero sí se hace el "banana".
En el transcurso de estos tres
años, el gabinete nacional practicó el "bananismo", mal que consiste
en sobrar la situación, mirar con pena o sorna a los escépticos de buena
voluntad, confiarse a las planillas y errar frecuentemente las proyecciones.
En
varias ocasiones pisaron la cáscara y se cayeron de traste, y es por eso que
hoy a los argentinos nos duelen todos los huesos.
No se trata ni siquiera de
una estrategia comunicacional, sino de una filosofía interna: creemos en
nuestros cálculos hasta que los números nos demuestren lo contrario.
Ese
"bananismo" limó muchísimo la necesaria credibilidad para regenerar
expectativas, combustible del que Cambiemos vivió durante los dos primeros
años.
Al destruirse el gradualismo, la política de shock y sus tétricas
secuelas cayeron justo en el peor momento, cuando el presidente de la Nación
debe recomponer su capacidad de entusiasmo y su espíritu esperanzador, por lo
menos si quiere superar el voto castigo y no marcharse en diciembre bajo el
halo de la bronca justificada, la frustración y la mediocridad.
Difícil tarea,
contemplada al menos desde este marzo negro, en el que todos la estamos pasando
tan mal.
No extraña entonces que los dirigentes e intelectuales de la oposición
le cuelguen el cartel de "fracasado", aunque ¿quién no ha fracasado
económicamente en la Argentina?
Desde Alfonsín hasta los Kirchner, todos lo han
hecho, y cada uno a su manera.
Lo que extraña es que casi ninguna voz del oficialismo
salga a dar esa batalla dialéctica, y se mantengan casi todos en silencio, como
si aceptaran mansamente el sambenito.
Permitir que los demás instalen
cómodamente sus ocurrencias constituye otra clase magistral de
"bananismo".
"Eso solo les interesa a los politizados -aducen-.
A papá mono con banana verde".
Pero esos "relatos" calan hondo y
se transforman en tatuajes de la memoria popular que luego no salen ni con
cirugía plástica.
Macri dejó de lado el "bananismo" durante el
inusual discurso del Congreso, pero no permitió que la comunicación diaria
actuara en consecuencia y se tiñera de esa rara convicción épica.
Una de dos:
su mensaje fue un exabrupto, o su política del día a día es errada.
Resulta también interesante ver cómo,
más allá de los deslizamientos del dólar y las cifras espantosas de la
inflación, la aparente licuación de Cristina licua a su vez a Macri, tan unidos
se encuentran estos dos archienemigos.
Este posible espejismo (todavía las
encuestas no han confirmado la sensación térmica) se debe en parte a que el
kirchnerismo recibió una bofetada en Neuquén (donde insólitamente daba por
hecho un triunfo que iniciaría la campaña triunfal), a que el peronismo
alternativo menospreció su intención de voto ("no pasa del 25%") y a
que muchos camporistas ya aceptan que "ella sola no puede".
Cuando la
chance de Venezuela se aleja, los votantes "blandos" de Cambiemos
dejan de ser rehenes de su sufrida adherencia, y pueden permitirse el lujo de
pensar en apoyos más testimoniales y menos comprometidos.
¿Y qué puede
comprometer menos que Roberto Lavagna y su flamante conglomerado?
Nunca
gobernó.
Vende una gestión económica que les debe al pobre Remes Lenicov y a su
monstruoso Rodrigazo, y que le facultaron las muñecas expertas e inescrupulosas
de dos presidentes peronistas habilitados por la crisis de 2001.
Y es realmente
encantador escuchar su fórmula mágica e infalible: "Hay una palabra que se
llama ?ajuste' y otra que se llama ?crecimiento' -dijo el miércoles Lavagna-.
Hace muchos años que lo único que escuchamos es ajuste, ajuste, ajuste. Hay que
bajar la presión tributaria y mejorar la rentabilidad".
¿No es genial?
¿Cómo no se nos había ocurrido antes?
Solo falta la revolución productiva y tal
vez el salariazo.
De Mendiguren, que en cualquier góndola ve una lata de choclo
importado y le da un soponcio, debe sentirse exultante. Aunque no está solo.
El
inconsciente colectivo, como advierte Sebreli, ha sido formateado por la
extensa hegemonía peronista: también es estatista y proteccionista, sueña con
el anacronismo de "vivir con lo nuestro" y descree de cualquier
capitalismo y de la necesidad de entrar en el comercio internacional, siendo
que estas taras lejos de llevarnos al progreso nos fueron hundiendo
progresivamente en la ciénaga.
Lavagna conecta de algún modo con esas
supersticiones de "la gente".
No deja, sin embargo, de ser una buena
noticia que su kirchnerismo cultural se proponga operar dentro del sistema
democrático y no por fuera.
Gentileza Diario Clarin
Fuente
“LA NACIÓN”
17.03.2019
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