Tras ese pedazo de tela se han ido disipando los sueños de este joven cubano de cuerpo nudoso: conseguir un trabajo en Moscú, vivir en un pisito compartido con un par de compañeros, mandar dinero a la familia en la Isla.
Cuando salió de La Habana en enero, con la promesa de un compatriota de que, previo pago, le ayudaría a establecerse en la capital rusa, no pensó que su futuro era esa litera en un apartamento que comparte con otros nueve cubanos, en una de las colmenas de los suburbios moscovitas.
Las esperanzas por las que desembolsó 2.000 dólares se han evaporado; igual que aquel compatriota.
La obra en la que empezó a trabajar de manera informal y donde recibía unos cuantos rublos de pascuas a ramos se ha suspendido por el coronavirus.
Sin trabajo no hay alojamiento gratis; y el día de pagar la litera se acerca.
“Vine a Rusia a buscar una vida mejor y al final me van a tener que mandar dinero de Cuba”, dice, “¡de Cuba!”.
Gracias al acuerdo entre Moscú y La Habana, aliados históricos, no necesitan visado y pueden permanecer en el país euroasiático hasta 90 días; solo visitando, sin trabajar.
Muchos, como Josué Pérez, llegaron para quedarse.
Otros, pagaron entre 5.000 y 7.000 dólares por cabeza a las mafias de tráfico de personas por el billete hasta Moscú y los papeles que en teoría les permitirían seguir hasta España o Italia; documentos que nunca llegan porque Rusia no está en el espacio Schengen y no se puede cruzar de manera legal.
Ahora, con la ciudad confinada y en hibernación económica, la pandemia de coronavirus ha revelado las grietas de estos esquemas de inmigración y empleo irregular en los que muchos cubanos terminan explotados a manos de mafias cuyos tentáculos llegan de Moscú a La Habana; y vuelta.
Ese dinero les daría derecho al billete de ida La Habana-Moscú, alojamiento el primer mes y empleo en la construcción.
“Te dicen que las plazas de trabajo se compran y que luego ya vas cobrando mes a mes”, explica Castro, de la Isla de la Juventud, que aterrizó en la capital rusa en diciembre.
Allá trabajaba en la lavandería de un resort.
En Moscú ha compartido obra con Antonio y sus otros cinco compañeros de piso.
Doce horas al día levantando un edificio de oficinas.
Sin librar, aseguran en una de las dos habitaciones, la más amplia, que pese a las camas usan también como sala de estar.
“Escogemos Rusia por la facilidad para llegar, sin saber a qué nos exponemos aquí, la vulnerabilidad de no conocer el idioma, las costumbres, la explotación. Ahora lo único que buscamos es un sustento”, se lamenta con las manos en los bolsillos Antonio, hasta hace poco, informático en una fábrica de cerámica blanca de Holguín.
Comprar un vuelo a Moscú es más caro desde la isla, así que muchos recurren a algún intermediario que les envía el pasaje desde fuera, y que por algo más de dinero les promete alojamiento, trabajo y resolver los trámites burocráticos.
Ese intermediario, generalmente cubano, proporciona mano de obra barata a contratistas informales rusos, armenios, azerbaiyanos o serbios que nutren de personal a obras por toda la capital.
Siempre sin contrato, sin seguridad y sin garantía de cobro.
Si todo va según lo pactado, el trabajador recibe su salario —que suele rondar el equivalente a unos 300 euros mensuales— de manos del intermediario, que se queda una comisión de lo que ya probablemente es un sueldo mermado.
El cónsul de Cuba en Moscú, Eduardo Escandell, afirma que en ocasiones han asistido, tratando de localizar ayuda legal, a algunos que decidieron denunciar la explotación laboral.
No es frecuente, reconoce Mario Carrazana, consultor jurídico cubano establecido en Rusia.
La mayoría tiene miedo a las represalias o a la deportación.
Así que callan y se buscan otra cosa.
Y vuelta a empezar.
En Cuba era enfermera y decidió vender lo poco que tenía y salir de la isla con su hija, Shabely, de 15 años.
Compró el billete por su cuenta, pero el piso en el que iba a vivir lo encontró por un intermediario que, como muchos otros, se dedican al realquiler para cubanos por todo Moscú.
Cuando llegaron allí, lo que debía ser un apartamento para las dos era en realidad una cama compartida en un piso con diez hombres.
“Salí de allí rápido, estar con gente desconocida, con la niña”, cuenta.
Terminó compartiendo un piso de tres espacios más cocina con su amiga Yuris Lady y otras ocho personas.
Todos se dedican a la limpieza, explica Marco Antonio Herrera, uno de los veteranos.
Empleos de 12 horas al día, todos los días de la semana, por unos 25.000 rublos (300 euros); un poco más del salario mínimo legal en la capital (20.000 rublos), pero por muchas más horas que lo que marca la normativa.
“Y eso cuando los cobramos…”, dice su compañera Clara Elsi Felipe en el recibidor de paredes amarillas en el que destaca un brillante póster con la imagen de un lago.
Para poder trabajar deben pagar a un intermediario 3.000 rublos (37 euros), según distintas conversaciones online que ha podido leer este diario.
Y otros 3.000 de “multa” cada vez que se ausentan un día.
En ocasiones, el pacto incluye que el primer mes es “de prueba” y no se retribuye.
El esquema es muy similar al de las mafias de la construcción, y los abusos son constantes, expone el abogado Carrazana.
Casi todos saben que si se busca trabajo, basta dejarse caer por ahí.
Aunque la mayoría también son conscientes de que el salario no siempre llega.
“Lo que nos sucede es una estafa. Tienes una idea, sabes que a la gente la engañan pero piensas que a ti no te va a pasar”, comenta Josué Pérez, desolado.
“En Cuba yo me dedicaba a la gastronomía turística, las cosas ya estaban muy mal y ahora con el virus irán peor, pero si todo sigue así habrá que buscar la vía para volverse. Allá no te llenas el estómago, pero no te mueres de hambre, siempre hay un vecino que te da un pan, una taza de arroz; esto es distinto”, dice.
Vendieron la casita que tenían cerca de La Habana para viajar a Rusia, y ahora el parón laboral y el confinamiento ha devorado los pocos ahorros de los que disponían tras pagar a un intermediario los pasajes de todos y los supuestos trámites.
Llegaron en noviembre con la madre de ella, Nilda Paula, y sus dos hijos, Paula, de 12 años, y Pedro, de tres.
Desde entonces, la niña está sin escolarizar.
“Sin papeles y sin saber ruso, cómo hacerle”, se pregunta Castillo.
Él, en la construcción.
Ella, en la limpieza, hasta que el embarazo se lo impidió; está de siete meses y hace ya muchas semanas que no ha tenido seguimiento prenatal.
“Del sueldo ni hablamos”, remarca Leodón.
Ahora, sin ingresos, no hay para pagar el alquiler y están tirando de la cesta de productos básicos que una fundación musulmana —Dom Dobroty— ha repartido entre personas que, como ellos, viven en situación de extrema necesidad.
“Es un dolor saber que mañana quizá los niños no tengan para comer”, se lamenta Castillo.
Varadas en Moscú, sin dinero y sin medicación
Pero llegó el coronavirus, el aumento de contagios, los cierres de fronteras.
Y todos esos planes se fueron al traste.
Ahora está varada en la capital rusa, sin recursos y sin una fecha concreta de vuelta.
“Y mi contador corre”, remarca.
León, de 30 años, es seropositiva, y los retrovirales que toma desde hace 11 años y que trajo a Moscú ya se le han terminado.
“Esto es un problema grave”, se lamenta atusándose el turbante blanco.
Sentadas a su lado en una de las camas del piso que comparten, asienten Yoandra Agüero y Natalie Fonseca, que como ella afrontan la doble discriminación de ser trans y tener VIH.
Muchos cubanos viajan a Moscú desde La Habana aprovechando que no precisan visado y que pueden entrar de vuelta a la isla con 120 kilos de productos por cabeza al año.
Así que, en torno a un par de mercados al por mayor de la capital rusa se ha creado toda una infraestructura para ese negocio.
Gran parte de los 25.000 cubanos que llegan como turistas a Rusia se llevan material para comercializar.
En los puestos de esos grandes bazares muchos precios están ya en español.
Hay hotelitos, hostales y apartamentos para esos viajes de compras.
Piezas de coches soviéticos —como los Lada o los Moscovich, que todavía abundan en la isla y para los que allí se hace difícil tener repuestos o son caros—, zapatos, electrodomésticos, ropa.
Compran en Rusia, venden en Cuba.
Son lo que muchos en la isla llaman “pacotilleros”.
Aunque también abundan las “mulas”, personas que a cambio del billete de vuelta o de una pequeña cantidad llevan las alforjas llenas.
Es la segunda vez que viaja a Rusia.
La primera hace un par de años vino con ahorros y le salió bien, cuenta.
“Ahora me habían prometido un trabajo en la recogida de manzanas que luego no fue verdad, qué ilusa”, se lamenta León, que trabajó durante años como profesora hasta que lo dejó por el turismo.
Para Fonseca es su primera vez.
No solo en Rusia, sino fuera de casa.
Tiene 22 años y hace mucho que dejó de estudiar.
Cuenta que sus compañeros la acosaban por ser trans.
“A mis padres les costó, pero terminaron por aceptar que me viniera un par de meses”, cuenta.
Se conocían de vista y terminaron por coincidir en ese pequeño apartamento moscovita, infestado de cucarachas que suben por las paredes y las puertas, sin temor a las personas.
“No te creas que todo el mundo alquila a mujeres trans”, dice Viki Fonseca, otra de las jóvenes, que a diferencia de sus compañeras quiere buscar a toda costa una solución para no tener que volver a la isla.
En la casa viven en total seis personas más.
Pagaban 10.000 rublos (120 euros) por cabeza por dormir en una litera o compartir una de las dos camas.
Ahora, sin medios, se lo han rebajado a 5.000.
“Y aun así vivimos ahogadas por el miedo a no tener cómo pagar”, dice Natalie Almansa.
Amigos y familiares les han enviado algo de dinero.
La Fundación SPID (centro sida, en ruso) ha podido suministrarles los fármacos antirretrovirales para una semana a cada una, pero el tiempo pasa y el miedo sigue ahí.
Este ingeniero montó un negocio de comidas en Cienfuegos y había viajado a la capital rusa con todos sus ahorros para comprar cosas para su establecimiento.
Tenía que volver este domingo, pero los vuelos están suspendidos y el dinero que tanto tiempo le costó reunir, se agota.
“Esta es una situación extraordinaria y alguien debería darnos una respuesta, pero no es así y estamos aquí tirados, dejados a nuestra suerte”, se duele Calderín, que vive de momento en un piso del sur de Moscú con otros compatriotas.
Ahora, tratan de estimar cuántos ciudadanos están en la situación de León, Fonseca o Calderín, por si se da la posibilidad de coordinar con las autoridades rusas un vuelo de retorno, como se ha hecho desde otros países.
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