21 jun 2021

EL AMOR DE MAMÁ UNA HERMOSA HISTORIA




EL AMOR DE MAMÁ

UNA HERMOSA HISTORIA



 

Mi madre guardó el amor que no pudo darme en un cofre de cartón

Llevo más de veinte años refugiándome en esa caja que es como una máquina del tiempo.

 

Brian Rea

 

En el fondo de mi armario hay un pequeño baúl de cartón con asas y pestillos de latón que me ha seguido a cada nueva dirección; es lo primero a lo que le encuentro un lugar cuando el camión de la mudanza se aleja. 

Una vieja calcomanía en el fondo dice que es un artículo de la tienda Ross con un precio de 26,99 dólares. 

El único contenido que queda son tres regalos envueltos marcados con la pulcra caligrafía cursiva de mi madre: “Compromiso”, “Boda” y “Primer bebé”.

Mi madre, que puso en práctica su licenciatura en negocios dirigiendo una pequeña empresa de bebidas nutricionales con mi padre en Santa Rosa, California, mientras nos criaba a mi hermano mayor y a mí, siempre estaba preparada. 

Durante el día elaboraba eslóganes de mercadotecnia, estrategias de distribución y planes quinquenales. 

Por la noche: baños de burbujas, torres de almohadas y cuentos para dormir.

Ella y yo cumplíamos años el mismo día de febrero. 

Cada año, mis padres organizaban grandes fiestas. 

Una vez se pasó una semana haciendo un banco de peces de origami para que nadaran entre las algas de papel de seda que colgaban del techo de nuestro comedor.

 


 

Cuando yo tenía 3 años, se enteró de que tenía cáncer de mama en estado avanzado e inmediatamente empezó a prepararse con investigaciones sobre todos los tratamientos disponibles: convencionales, alternativos, supersticiones. 

Inundó su cuerpo con quimioterapia y jugo de zanahoria.

Cada día se sentaba durante horas en nuestra larga mesa ovalada, con su pelo oscuro y liso recogido, rodeada de montones de papeles, estudiando párrafos densos y técnicos.

“Investigación médica”, decía mi padre mientras me sacaba de la habitación.

Siempre buscaba la manera de sobrevivir.

Cuando yo tenía 7 años, los materiales de la mesa del comedor empezaron a cambiar. 

El papel para envolver y las cintas ocuparon el lugar de sus páginas resaltadas mientras sus brazos trabajaban afanosamente bajo el cabello rapado de su cabeza. 

Las tijeras silbaban a través del papel de regalo. El papel crujía bajo sus dedos. 

La cinta se cortaba a la medida con un solo tijeretazo. 

Los nudos se unían con un ruidito. 

Silbido, crujido, recorte, ruidito.

Había empezado a armar dos cajas de regalo: una para mi hermano y otra para mí.

La habitación tenía un ritmo. 

Se inclinaba cada vez más para escribir las etiquetas mientras su visión empezaba a fallar a consecuencia del cáncer, que se había extendido a su cerebro.

Dentro, empacó regalos y cartas para los hitos de nuestras vidas que se perdería: la licencia de conducir, la graduación y todos los cumpleaños hasta los 30 años. 

Cuando las cajas quedaron llenas, mi padre las subió a nuestras habitaciones. 

Murió diez días antes de nuestro cumpleaños en común.

Esa mañana, cuando cumplí 12 años, y ella habría cumplido 49, me desperté temprano. 

La caja estaba a tres pasos del pie de mi cama.

Tal y como me había enseñado mi madre, levanté los pestillos y la abrí.

Las hileras de regalos envueltos brillaban como los tulipanes de primavera que acababan de nacer en el jardín. 

Abrí el paquete marcado como “Cumpleaños 12” y encontré un pequeño anillo con una amatista en el centro. 

Una tarjeta blanca que rodeaba el regalo decía: “Siempre quise un anillo con mi piedra natal cuando era niña. Tu abuela finalmente me compró uno y me encantó mucho más de lo que puedo expresar. Espero que a ti también te guste. Feliz cumpleaños, mi niña. Con cariño, tu mamá”.

Me puse el anillo y seguí el trazo de su letra con la yema del dedo. 

Sus palabras, escritas para acortar la distancia que nos separaba, atravesaban el espacio y el tiempo.

Cuando tuve mi primera menstruación y no me atreví a hablar con mi padre de eso, una carta de cuatro páginas de mi madre (marcada como “Primera menstruación”) contenía consejos prácticos: “Tómate tiempo para hacerte amiga de ti misma. Tómate tiempo para saber qué te interesa, cuáles son tus opiniones y sentimientos, encuentra tu propio sentido del mundo y cuáles son los valores que más aprecias”.

Mientras leía, quería atravesar la página blanca, de textura ligera, y de alguna manera caer en sus brazos.

“Por favor, intenta no perder tu esencia”, continuaba. 

“Estos son años difíciles. Pídeme ayuda cuando te sientas confundida”.

La mañana de mi graduación de la secundaria, un collar de perlas hizo un sonido como el de una maraca cuando lo saqué de la caja. 

Su nota decía: “Al parecer, en mi familia existía la tradición de regalarles un collar de perlas a las mujeres para celebrar su graduación de la secundaria. Pues, bien, mi collar de perlas nunca llegó”.

Eso es porque mi madre, destinada a la aventura, se saltó su último año y se compró esas perlas cuando terminó de estudiar negocios. 

Ella quería que yo supiera que había más de un camino para explorar el mundo, y que yo merecía ser celebrada. 

Aquella tarde me puse las perlas al cruzar el campo de fútbol para aceptar mi diploma.

Año tras año, mi madre se adelantaba en el tiempo para recibirme, siempre en forma de un paquetito con un lazo rosa y una tarjetita blanca: “¡Felices 15!”, “¡Felices 16!”, “¡Felicidades por tu licencia de conducir!”, “¡Eres universitaria!”, “¡Felices 21!”, “¡Feliz cumpleaños, mi niña! Con cariño, tu mamá”.

Cada vez que abría la caja, por un breve instante podía habitar una realidad compartida, algo que ella imaginó para nosotros hace muchos años. 

Era como un aroma medio recordado, las primeras notas de una canción familiar, cada vez, un pequeño atisbo de ella.

Cuando era niña, abrir el siguiente paquete me parecía una búsqueda del tesoro. 

A medida que crecía, comenzó a sentirse como algo mucho más esencial, como el aire o el sentido de comunidad, algo así como la oración.

Sus mensajes llegaban a mí como señales de guía en un bosque oscuro; si sus palabras no podían señalar el camino, al menos ofrecían el consuelo de saber que alguien había estado allí antes.

Una década después de perder a mi madre, mi padre la siguió de forma repentina. 

Ella había pasado años preparando su salida, pero mi papá se fue en un abrir y cerrar de ojos.

La mañana de su funeral, la caja me miraba fijamente sin nada que decir. 

No había carta para eso.

Intenté conjurar su voz, pero no pude. 

Mi padre no dejó pistas ni cartas. 

La única crianza que tendría, a partir de los 22 años, estaba en la caja.

Cuando llegué a los 30, la caja casi vacía estaba en mi departamento de Brooklyn, entre los muebles. Solo quedaban estos tres paquetes: “Compromiso”, “Boda” y “Primer bebé”

Estaban en su cartón brillante y su cinta rosa, expectantes, esperando.

El problema era que no sabía si alguna de esas cosas ocurriría. 

No sabía si las elegiría.

Llevaba tres años viviendo con alguien. 

No sabía si quería casarme, pero estaba en una relación comprometida y amorosa, y, fuera cual fuera el consejo de mi madre sobre las relaciones comprometidas y amorosas, yo quería escucharlo en ese momento.

Volví a sentirme de 12 años, y rebelde, mientras sacaba el grueso sobre que decía “Compromiso”. Sentí las puntas de mis dedos enfriarse al abrirlo.

Decía: “Mi niña, por supuesto que ya no eres tan pequeña ahora que lees esto, pero eres pequeña ahora que lo escribo. Tan solo tienes 7 años y me enfrento a la terrible tristeza de que crecerás sin mí”.

Con las suaves páginas arrugadas en mi mano, encontré sus esperanzas sobre cómo podría ser mi matrimonio.

“Un verdadero matrimonio es lo más sagrado para ambos. Hay que tener facilidad para dar y recibir, la capacidad de perdonarnos a nosotros y al otro, un sentido personal del equilibrio que no dependa del equilibrio del otro, una especie de desprendimiento amoroso”.

No sabía si era capaz de un desprendimiento amoroso. 

No había desprendimiento en el amor que creó esa caja ni en el amor que la abrió.

“Siento mucho tener que dejarte. Por favor, perdóname. Sé que una caja de cartas y recuerdos no puede ocupar mi lugar, pero tenía muchas ganas de hacer algo para facilitarte el camino hacia el futuro. Con amor, tu mamá”.

Durante veinte años he sacado de la caja la maternidad, pero no sé si los próximos veinte incluirán los hitos que ella planeó para mí. 

A menudo deseo poder levantar los pestillos, saltar dentro del cofre y preguntarle qué camino debo tomar y cómo lo reconoceré. 

Quiero preguntarle si la vida que me estoy labrando se parece en algo a lo que ella hubiera deseado. 

Pero sé que este viaje en el tiempo funciona en un solo sentido.

Después de leer la carta de compromiso, la volví a guardar con su paquete sin abrir y cerré la caja. 

Esos tres últimos secretos seguirán siendo secretos, por ahora. 

Quizá los abra mañana, o dentro de diez años, o dentro de veinte.

Me consuela saber que queda algo en la caja.

Los regalos de mi madre, sus cartas, son un recordatorio constante de que ya me han dado lo que necesita todo niño, todo ser humano: he sido objeto de un amor feroz, extravagante y salvaje.


Genevieve Kingston, escritora y actriz en Brooklyn, está escribiendo un libro de memorias.

 

fuente

"THE NEW YORK TIMES", EE.UU. 05.06.2021

 


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¡BIENVENIDOS, GRACIAS POR ARRIMARSE!

Me atrevo a interpelar, por sentirlos muy cercanos, por más que las apariencias parecieran indicar lo contrario; insisto en lo de la cercanía, por que estamos en el mismo bote – que hace agua - , tenemos pesares, angustias y problemas comunes, recién después vienen las diferencias.

La idea es dialogar, hablar de nuestras cosas, hay textos que nos proporcionan la información básica – no única-, solo es una propuesta como para empezar. La continuidad depende de Ustedes, un eventual resultado adicional depende de todos.La idea es hablar desde un “nosotros” y sobre “nuestro futuro” desde la buena fe, los problemas exigen soluciones que requieren racionalidad, honestidad intelectual que jamás puede nacer desde la parcialidad, la mezquindad, la especulación.

Encontraran en “HASTA EL PELO MÁS DELGADO ...”, textos y opiniones sobre una temática variada y sin un orden temporal, es así no por desorganizado, sino por intención – a Ustedes corresponde juzgar el resultado -.Como no he vivido en una capsula, ya peino canas, tengo opiniones y simpatías, pero de ninguna manera significa dogmatismo, parcialidad cerrada.Soy radical (neto sin adiciones de letras ninguna), pero no se preocupen no es contagiosos … creo, solo una opción en el universo de las ideas argentinas. Las referencias al radicalismo están debidamente identificadas, depende de Ustedes si deciden “pizpear” o no.

El acá y ahora, el nosotros y el futuro constituyen la responsabilidad de todos.Hace más de cuatro décadas, en mi lejana secundaria, de una pasadita que nos dieron por Lógica, recuerdo el Principio de Identidad, era más o menos así: “Si 'A' no es 'A', no es 'A' ni es nada”, por esos años me pareció una reverenda huevada, hoy lo tomo con mucho más respeto y consideración. Variaciones de los mismo: no existe un ligero embarazo; no se puede ser buena gente los días pares.

Llegando al Bicentenario – y aunque se me tildé de negativo- siento que como pueblo, desde 1810, hemos estado paveando … a vos ¿qué te parece?. En algún momento perdimos el rumbo y ahí andamos “como pan que no se vende. Cuentan que don Ángel Vicente Peñaloza decía: “Como ei de andar, en Chile y di a pie, cuando hay de que no hay cunque, cuando hay cunque no hay deque”.

De tanto mirarnos el, ombligo y su pelusa, tenemos un cerebro paralitico, cubierto de telarañas y en estado de grave inanición. Padecemos una trágica concurrencia de factores que nos impiden advertir – debidamente -, este, nuestro triste presente y lo que es peor aún, nos va dejando sin futuro.

A los malos, los maulas, los sotretas, los villanos, los mala leche, los h'jo puta, los podemos enfrentar pero … ¿qué hacemos con los indiferentes, con los que solo se meten en sus cosas, y no advierten que el nosotros y el futuro por más que sean plurales son cosas personalisimas? Y luego dicen que quieren a sus hijos y su familia; ¡JA!, ¡doble JA!, ¡triple JA! (il lupo fero).

¡¡EL REY ESTÁ EN PELOTAS!!, dijo el niño de la calle, hijo de padre desconocido y madre ausente, ese niño es mi héroe favorito.

¿QUÉ ES PEOR LA IGNORANCIA O LA INDIFERENCIA?

¡¡NO LO SÉ Y NO ME IMPORTA!!

El impertinente, el preguntón es nuestra esperanza, nuestro “Chapulin Colorado”.

Mis querido “Chichipios” - diría don Tato- no olviden que además de ver el vaso medio vació o medio lleno, hay que saber que contiene – sino que le pregunten a Socrates - ¡Bienvenidos! Adelante. Julio


Mendoza, 11 de noviembre de 2009.