No todas son iguales; Dolly, militante feminista, me dirá que se
fue de la Upoli porque no quería participar de “una toma de machos”:
—Quienes están al frente de las trincheras son los chavalos, y
eso tiene que ver con nuestra cultura.
Hubo un momento en que ellos, cuando
empezaron a tener estos liderazgos bien machos, a mí me mandaron a la cocina y
entonces yo los mandé a comer mierda.
Dice, cuando le pregunto por qué será que todas las víctimas de
la represión sandinista son hombres.
La Upoli es la universidad más combativa:
en su toma participan muchachos de los barrios difíciles que la rodean.
Alrededor del edificio central hay un gran parque, una puerta muy custodiada,
muchachos que se pasean con morteros; más allá, las calles están cortadas con
barricadas de adoquines —“las trincheras”—; los que las cuidan vienen aquí a
comer, descansar, curarse si les toca.
Aquí hay muchachos embozados con
pañuelos que caminan como si el suelo fuera su enemigo; hay grupitos que
charlan en susurros, hay miradas.
Hay una sala donde fabrican las bombas para
los morteros: las cuatro onzas, las media libra, que explotan y hacen más ruido
que daño pero igual.
Y hay, en tres aulas de la planta baja, un hospital de
campaña improvisado que atendió, en estas cinco semanas, a más de 120 heridos.
Y sufrió varios muertos.
Lo montaron porque en los hospitales públicos no los
atienden o los detienen.
—Aquí no solo somos estudiantes, aquí está la población
apoyándolos.
Me dice un hombre que no me va a decir su nombre, treinta y
tantos años, el cuerpo ancho, un tatuaje de Guevara sobre un hombro, barba de
varios días, una herida de bala en una pierna.
Está tirado en un catre de
fortuna, dos bancos que sostienen una colchoneta, su botella de suero, sus
vendajes.
—Yo soy conductor de camiones pero también quise ayudar a la
causa.
Cuando hubo el primer fallecido fui a dejar víveres con un grupo de mi
barrio, pero vimos lo que pasaba y decidimos quedarnos con ellos.
Estoy desde
el principio, manejo como a 35 muchachos, pero ya no puedo volver a mi casa
porque me tienen fichado…
—¿Y cuándo vas a poder volver?
—No, yo ya no puedo. Si esto no se aclara, si el dictador no se
va, yo ya no voy a poder volver.
—¿Y te parece que se va aclarar tan rápido?
—Bueno, todos tenemos la confianza de que no haya que llegar a
una guerra civil. Pero si nos va a tocar…
Dice, recostado en su catre, la sonrisa ancha.
Le pregunto por
qué tiene a Guevara en el hombro.
—Porque es un revolucionario, una persona que anduvo en varios
países ayudando las revoluciones.
—¿ Y vos te considerás un revolucionario?
—Hacia mi patria, sí. Yo quiero una nación donde todos seamos
iguales, que tengamos los mismos derechos, con libertad, que todos podamos
hablar sin ser reprimidos.
Esto es una dictadura y tenemos que liberarnos de
ella.
Dice el hombre que yace.
Suri, más tarde, me dirá que se
desespera cuando ve llegar a los heridos, que ojalá se acabara; yo le pregunto
cómo cree que se terminará.
—No sé. Si no ganamos, esta lucha va a ser en vano, las muertes
de los que murieron van a ser en vano y todo quedará como si nada.
Y a nosotros
nos van a empezar a cazar y vamos a ir desapareciendo uno a uno…
Un manifestante en una protesta contra el presidente Daniel Ortega el 26 de mayo en Managua, Nicaragua
Credit
Oswaldo Rivas/Reuters
—¿Y
te parece que eso es lo que va a pasar?
—Yo
espero que no, que podamos echarlo.
No queremos a este señor en el poder, no
puede seguir ahí, es un genocida.
Ayer llegó un muchacho al que una camioneta
de la turba lo atropelló y lo destrozó; yo tuve que prepararlo.
Y después vino
el papá de ese muchacho y ver el rostro de ese señor me partió el alma, no hay
palabras.
Me imagino cómo se sentirá mi madre de verme en ese lugar…
Dice
Suri, y me muestra las fotos de los muertos: muchas, brutas, pavorosas las
fotos de los muertos.
***
#5.
Álvaro Conrado quería ser bombero o policía.
Quién sabe si lo hubiera sido:
cuando uno tiene quince años la vida es una incógnita llena de tentaciones.
Pero esa mañana, viernes 20 de abril, decidió ir a ayudar a los estudiantes
que, desde el día anterior, se peleaban con la policía.
Álvaro tenía anteojos,
un gran mechón de pelo negro, muy buenas notas en la escuela; tocaba la
guitarra, hacía acrobacias con su patineta, corría en el equipo de su colegio
de jesuitas.
Así que, cuando se presentó en la Universidad Nacional de
Ingeniería, lo pusieron a correr entre las barricadas llevando agua y
bicarbonato a los muchachos que los necesitaban para aguantar los lacrimógenos.
Los policías los atacaban con gases y balas, los estudiantes se defendían con
piedras y bombas molotov.
Álvaro corría cuando sintió ese tiro en el cuello.
Nadie supo de dónde venía; los estudiantes sospecharon que había
francotiradores apostados en un estadio de béisbol vecino.
Álvaro
cayó; le salía mucha sangre pero estaba consciente: mientras lo cargaban en
brazos entre varios —su jean manchado, su camiseta roja— gritaba me duele
respirar, me duele mucho. Sus amigos lo metieron en un coche y lo llevaron a un
hospital público —el Cruz Azul— donde no quisieron recibirlo; se dice que había
órdenes del gobierno de no atender a los manifestantes.
Se desangraba; cuando
llegó a un hospital religioso donde sí lo aceptaron ya era tarde.
Los medios,
ahora, lo han bautizado “el Niño Mártir” y los manifestantes llevan su imagen
con anteojos en fotos y pancartas. Álvaro, tan chiquito, se ha vuelto la cara de
estos días.
Una manifestación en memoria del estudiante Álvaro Conrado, de 15 años, que murió en abril durante una protestaCreditBienvenido Velasco Blanco/EPA, vía Shutterstock
***
Dicen que existe un plan para poner nombres y números a las
calles de Managua, y que la cooperación japonesa prometió apoyarlo, pero por
ahora las direcciones en la ciudad son azarosas — “de la loma de Chico Pelón
una cuadra al lago y tres arriba” o “del Pharaohs Casino dos abajo y una y
media al sur”—, un reducto de resistencia a Google Maps.
Managua no es
misteriosa, solo incomprensible.
Managua es ancha y chata, temerosa: hecha de
casas bajas para que no se caigan cuando tiemble.
Managua no tiene un centro
claro, se desmembra; cada tanto hay algún centro comercial o un barrio de
casonas o casitas, cada tanto un vacío: una ciudad sin terminar.
Y, cada poco,
los árboles famosos.
La Iglesia católica siempre supo que el primer imperativo de una
fe es ocupar su espacio y llenó los suyos de iglesias y de cruces.
Los Estados
lo saben y lo colman de estatuas y banderas.
El gobierno de los Ortega, medio
fe medio Estado, lo atiborró con sus “árboles de la vida”.
Hay unos 140
repartidos por toda la ciudad.
Se basan en una pintura de Gustav Klimt, 1905, y
están llenos de firuletes y sentidos ocultos y pistas esotéricas: la Cábala, la
Biblia y otros libros de la tradición materialista dialéctica.
Cada “árbol” es
una estructura metálica de unos veinte metros de alto, 25.000 dólares de costo,
tanto valor simbólico: deberían representar la paz y el amor y esas cosas pero
significan, más que nada, el poder de Rosario Murillo.
Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta, tiene anillos en
todos los dedos, un programa diario en tres canales oficialistas, tanto mando y
el odio de varios millones de nicaragüenses.
Incluidos muchos sandinistas.
En
la economía política que suele ordenar las dictaduras, ella es la mala, la
culpable, la que hace que su pobre marido haga cosas horribles: un personaje
así suele ser útil.
Por eso no solo le dicen “la Chayo”, el apodo de Rosario,
sino también “la Chamuca” (la bruja, la hechicera).
Por eso a sus árboles no
solo los llaman “arbolatas” sino, sobre todo, “chayopalos”.
Por eso la noche
del 20 de abril, cuando unos manifestantes derribaron el primero, pareció que
sucedía algo serio.
Manifestantes parados sobre la escultura de metal del árbol de la vida, derribada por los inconformes durante una protesta contra el gobierno del presidente Ortega en Managua, el 26 de mayo
CreditOswaldo Rivas/Reuters
Y era que miles de jóvenes se habían decidido: que la calle, que
el sandinismo controló durante tantos años, se volvía un lugar disputado.
Y que
el silencio que cubría al país se rompía en gritos.
Era una gran sorpresa.
Cuatro años antes, cuando el gobierno de Daniel Ortega decidió poner wifi
gratis en los parques y plazas, algunos denunciaron la maniobra: esas
conexiones servirían para mantener a los jóvenes entretenidos con sus chats y
fotitos y demás pavadas.
No que lo necesitaran: todos decían que eran los más
apáticos y frívolos de la historia, tan distintos de sus mayores, que se la
habían jugado en guerras y revoluciones.
Ahora, de pronto, esas redes que
debían mantenerlos en su babia se habían vuelto su arma, su instrumento:
gracias a ellas se llamaban, se reunían, se pasaban consignas e instrucciones,
resistían.
Y las imágenes de la reacción venían de todas partes, grabadas
por los participantes.
Algunas eran tremendas: la crueldad de un ataque, la
agonía de un herido, el dolor de una muerte.
La televisión oficial seguía
mintiendo calma, pero el truco ya no funcionaba.
Pronto intentaron mejorarlo:
mandaban noticias falsas —imágenes antiguas o amañadas— por las redes sociales
para después decir que eran inventos y desacreditar a las demás.
“Te dijeron
tal y cual y te mintieron”, decía una minicampaña oficial de desprestigio en
las redes.
Y poco después cortaron el wifi de las plazas, pero ya ni modo: las
grabaciones siguieron su camino.
—Esto es clave. Esto cambió la historia.
Me dice, ahora, el periodista de una radio independiente
mostrándome su móvil.
Ahora, la ciudad está tomada por los que se callaban: en
cada rincón, en cada esquina puede haber un grupo de estudiantes, de vecinos,
de hombres y mujeres con banderas azul y blanco que protestan, que exigen que
se vaya.
***
#9. El sacrificio de su madre había dado resultado: a sus
treinta años, Michael Humberto Cruz tenía un bebé de cinco meses, un carro, un
buen pasar y cursaba un posgrado en su universidad, la Upoli.
Su madre, Rosa
Amanda Cruz, había emigrado al norte dieciocho años antes y consiguió trabajo
en un restaurante mexicano en San Mateo, California.
Nunca más vio a Michael,
porque no tenía papeles y si salía de Estados Unidos no podría volver pero,
gracias a sus remesas, el muchacho estudió, se fue haciendo una vida.
Se
hablaban todos los días: aquella mañana, el 21, Michael le dijo que iría a
apoyar a esos compañeros de la facultad que habían salido a defender a los
ancianos; Rosa le pidió que no fuera, que era peligroso y él le dijo que no
podían permitir que el gobierno le sacara la plata a su abuelo y a todos los
abuelos, y que no se preocupara, amita, que no le iba a pasar nada.
Estaba en una barricada de la Upoli cuando dos balazos en el
pecho lo mataron en el acto.
Su madre llegó a Managua esa misma noche: sabe que
ya no podrá volver a Estados Unidos, pero le da lo mismo: “Yo estaba allá por
él, para darle una educación, una vida. Ahora ya qué me importa”.
(Mientras me lo contaba, en una manifestación de banderas azul y
blanco, un hombre mal afeitado, camisa abierta, reloj naranja, nos miraba, nos
fotografiaba.
Rosa lo miraba de reojo; su hermana me dijo que era habitual: que
las siguen, las intimidan, intentan asustarlas).
***
En la carretera que va de Managua a Masaya hay una rotonda que
se llama Ticuantepe; allí, como en otras, había un chayopalo.
Un día de abril
cientos de protestantes —los llaman “protestantes”— lo derribaron y remplazaron
con una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada.
Pero poco
después vinieron los sandinistas encabezados por la alcaldesa, la rompieron y
pusieron en su lugar una virgen de Cuapa, una imagen de metro y medio bien
pintada.
Al otro día los rebeldes volvieron y sacaron esa imagen de la virgen
de Cuapa y pusieron otra imagen de la virgen de Cuapa.
Y así de seguido. Hasta
que intervino el señor cura, llamó a la paz y la conciliación y terminaron
acordando en poner a la virgen de Cuapa de los rebeldes en el centro y la
virgen de Cuapa de la alcaldesa en un rincón: fue, sin duda, una gran victoria
de las fuerzas del cambio.
—Acá hay curas que nos han mostrado cómo es estar cerca del
pueblo.
Me dice Chan Carmona un poco más allá, en Monimbó, y me cuenta
que en uno de los momentos más brutos del enfrentamiento hubo una tregua cuando
el cura párroco, César Augusto Gutiérrez, llegó hasta allí, los reunió, les
dijo que la iglesia apoyaba los reclamos justos, les pidió que respetaran la
vida y los hizo rezar un padrenuestro.
Y se quedó en la calle y habló con la
policía para que no tiraran a matar y pidió por los presos; más tarde se
desmayó por el gas lacrimógeno.
—Hay curas que son casi más huevones que nosotros.
“Huevón” en nica significa valiente y Monimbó es un barrio
indígena con una larga tradición de resistencia, pero la historia no es
original: en muchos rincones del país curas mediaron, se interpusieron,
apoyaron reclamos, atendieron heridos, intentaron moderar la violencia.
Y el
obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, acompaña las protestas y la
conferencia episcopal convocó la mesa de diálogo donde ahora se discute algo
que no termina de estar claro, quizás el destino del país.
—Yo los respeto. Mucho no me gustan, pero estos días los
respeto. Se lo ganaron en la calle.
Chan Carmona es un muchacho flaco, fibroso, alto, la barba negra
y los ojos hundidos de días sin dormir.
Chan es un líder de los rebeldes de
Monimbó y me muestra los rincones y las barricadas y me cuenta dónde se paraban
y cómo rechazaron a la policía, y me explica que no se puede soportar más que
esos del gobierno vivan así mientras ellos tienen que trabajar como perros para
ganar cien córdobas.
Que se tienen que ir, que son unos aprovechados y unos
dictadores y unos genocidas.
Y que lo están siguiendo, que lo tienen marcado.
Yo le pregunto qué va a hacer.
—Nada, qué querés que haga; seguir en la pelea. Si me matan
todos van a saber quién fue.
—¿Pero no tenés miedo?
—Miedo, miedo… Bueno, es mi vida. Me gusta, me gustaría seguir
en esta joda. Porque ya muerto, pa’ qué.
Dice, y se ríe. En el colegio salesiano de Masaya, justo al
lado, cientos de vecinos reciben a la delegación de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) que viene a recibir denuncias.
Un líder local
discursea desde las escaleras del colegio:
—¡A nosotros no nos mueve ninguna ideología ni partido, sino el
amor por nuestro pueblo y nuestra patria!
Grita, robusto y atildado, y da vivas geográficas: a Nicaragua,
a Masaya, a Monimbó.
El rechazo a los partidos se oye en todas partes: casi
todos dicen que no son políticos, que no hacen política, que repudian a los
políticos y a la política y a todo lo que esté “politizado”.
Mientras toman la
calle para voltear a un gobierno, pura política en acción.
Magias de la
palabra: por algunas se pelean, de otras huyen.
Manifestantes bloquean la carretera panamericana en protesta contra el gobierno del presidente Daniel Ortega en León, Nicaragua, el 24 de mayo. CreditOswaldo Rivas/Reuters
***
#14.
En Estelí, a 150 kilómetros de Managua, a Franco Valdivia lo conocían por su
nombre artístico, el rapero Renfán.
Franco tenía 24 años, estudiaba tercero de
abogacía y trabajaba de carpintero para pagar sus gastos y los de su hija de
cuatro.
Estelí es una ciudad mediana, tranquila, templada, “un bastión
sandinista” o “la ciudad mil veces heroica”; no es el lugar más apropiado para
un rapero, pero Renfán seguía peleándola.
Con un grupo de amigos solía grabar
sus canciones y subirlas a YouTube: estaban bien hechas, criticaban los abusos
y la corrupción y conseguían visitas.
El
18 de abril subió a su Facebook un poema en tono rapeado: “Hoy es un gran día
para morir. / Por no elegir el camino que la corrupción / nos quiere hacer
seguir. / Y aunque a mi vida días le reste / seguiré diciendo verdades cueste
lo que cueste. / Sandino tenía un sueño y les / aseguro que no era este”.
En
ese momento Nicaragua era una siesta y sus palabras parecían solo palabras; esa
noche los estudiantes de Managua salieron a la calle, y el 20 la agitación
llegó a Estelí, se volvieron proféticas.
Franco fue al parque
central a sumarse a las protestas que tanto había cantado.
Dos horas después,
un disparo que pareció venir de la alcaldía le entró por el ojo izquierdo y lo
mató.
Otra de sus canciones se llamaba Pilatos: “No hay olvido sin
sepultura / para quien lucha por lo que es. / Que la muerte me regrese / lo que
la vida me ha quitado”.
***
Estos
días, en Nicaragua, la vida se ha vuelto diferente.
La política —tan denostada—
ocupa tanto espacio: las personas piensan en asuntos en los que no pensaban, se
preguntan cosas, se imaginan.
Una revolución es el momento en que cambian las
preguntas, en que se puede no tener respuestas.
Estos días, en la ciudades
nicas, la vida es diferente: en las calles puede pasar, a cada momento,
cualquier cosa.
Personas participan en una marcha para marcar un mes del inicio de las protestas contra el gobierno, el 18 de mayo en Managua. CreditDiana Ulloa/Agence France-Presse — Getty Images
En estos últimos años Managua se jactaba de ser la capital más
tranquila de la región; ahora es una ciudad sacudida por su historia: en cada
rincón una bandera, personas que las agitan, gritan algo.
Hay barricadas, cortes
de ruta —“tranques”—, pequeñas manifestaciones —“plantones”—, grandes marchas.
Hay, sobre todo, un estado de expresión permanente, de gente que se calló la
boca mucho tiempo y ahora habla y disfruta de hablar y trata de olvidar esos
silencios.
Y, mientras, los negocios están medio vacíos y las calles están
medio vacías y el miedo medio lleno, la incertidumbre entera.
—¡El pueblo / unido / jamás será vencido!
Gritan ahora miles de personas con banderas rojas y negras y
azules y blancas: marchan para apoyar al gobierno sandinista.
Es sábado a la
tarde, hace un calor estrepitoso, y a lo largo de la avenida De Bolívar a
Chávez —se llama así: De Bolívar a Chávez— hay pantallas gigantes que nos
muestran los muchos que somos y lo bien que revoleamos los colores.
Aquí en la
vida real, bajo este sol hiperreal, la cosa es más modesta: no parecemos
tantos, y las docenas de micros que los trajeron, y la sospecha de que muchos
son empleados públicos que castigan si no vienen.
—¡Viva la paz, viva el amor!
Grita una locutora y suena “Solo le pido a Dios” en versión caja
de ritmos, y después la locutora habla de Sandino.
Augusto Sandino se definió,
hace noventa años, como “el general de los hombres libres”.
Y así lo registró
la historia.
Pero la historia cambia más que nada y ahora la locutora lo
presenta como “el general de los hombres y mujeres libres”: efectos del #MeToo.
—Estamos encendiendo la llama del sagrado derecho de vivir en
santa paz, iluminados por el espíritu de Sandino y guiados por el saber del
comandante Daniel Ortega.
Dice la locutora y, por alguna razón que me escapa, nadie
contesta amén.
Allá arriba, una cara gigante de Chávez nos mira desde lo alto
de su arbolata/chayopalo.
Aquí abajo, sobre el asfalto medio derretido, se
pasean muchachos con morteros, señoras con tacones, señores con anillos,
señoras con chancletas, señores con las manos callosas arruinadas: hay mucho
espacio sin llenar.
—Esos vándalos van a tener que entender que acá se necesita paz.
Me dice un muchachón fornido, su gorra para atrás, su cuello con
tatuajes, su camiseta verde camuflaje, hablando de los estudiantes y demás
rebeldes.
Para un país que estuvo en guerra tantos años la narrativa de la paz
es decisiva.
Entonces todos se reprochan mutuamente haberla roto, y el gobierno
ha decidido hacerla su estandarte.
—Y lo van a entender por las buenas o por las malas, como
quieran.
Dice el muchachote.
El gobierno, que siempre dijo que la calle
era suya, ahora la está peleando (y no parece que gane la pelea).
Esa misma
tarde, en León, decenas de miles de personas se juntan para exigirles que se
vayan.
Al día siguiente, domingo a la mañana, en una rotonda de Managua, unos
cuantos revolean banderas azul y blanco.
La pelea por los colores es tenaz:
durante décadas, el rojo y negro fue la divisa sandinista; desde que los
opositores sacaron la nacional, azul y blanca, los sandinistas empezaron a
usarla también: no podían entregarles a sus enemigos el color de la patria.
—¡El pueblo / unido / jamás será vencido!
Gritan también los protestantes, insistiendo en la fake news más repetida
de las últimas décadas.
Los dos bandos se pelean por las mismas palabras, las
mismas consignas, las mismas canciones: todo el refranero izquierdista de los
años setenta, que tantos tratan de olvidar, aquí es un botín que se disputa.
Una señora pasa en silla de ruedas con un cartel escrito a mano en el regazo:
“El poder reside en el pueblo. Es el pueblo el que pone y quita gobiernos”,
dice, firmado por Daniel Ortega, 1979.
La guerra por la palabra es usar la
palabra como búmeran: a nadie se le aplica mejor lo que dijiste que a vos
mismo.
Y la señora reclama su legitimidad: forma parte de las Madres de Abril,
la asociación de las madres de las víctimas.
El gobierno nicaragüense siempre dijo que la calle era suya; ahora la está peleando y no parece que gane la pelea.CreditOswaldo Rivas/Reuters
—¿Sabés qué pasa? Que las canciones y las consignas volvieron al
pueblo. Las tenía secuestradas esta dictadura, pero ahora son nuestras otra
vez.
Me dice una chica de 15 o 16 años.
En un altavoz suena el hit del mes, Mercedes
Sosa con “Que vivan los estudiantes”, pero las vuvuzelas lo tapan inclementes.
Un pequeño grupo de mujeres grita que no queremos pitos queremos consignas;
nadie les hace caso.
Los coches que pasan por la avenida ondean sus banderas:
todo suena muy patrio.
Hay mezcla, mucha mezcla: desde un cartel bien clasista
—“En un país gobernado por un ignorante, los profesionales son la amenaza”—
hasta los que reclaman más igualdad y menos hambre.
La explosión de palabras es
puro gozo, felicidad en verbo:
“Hay décadas donde nada ocurre, y hay semanas donde ocurren
décadas”.
“Tanto valiente sin armas y tanto cobarde armado”.
“Te permitimos todo, Daniel. Pero no hubieras matado a los chavalos”.
Y hay metamorfosis: de la vieja consigna sandinista que propone “Patria
libre o morir”, alguien pasó a “Patria libre o vivir” y alguien, más cuidadoso,
a una opción razonable: “Patria libre para vivir”.
Y los gritos que dicen que
no se confundan, que “No eran delincuentes, / eran estudiantes”, y los que
definen la confusión central, que “Daniel, / Somoza, / son la misma cosa”.
Y,
sobre todo, aquel hit sandinista
recuperado por los que quieren derrocarlos: “¡Que se rinda tu madre!”.
***
#24. Cuando Ángel Gahona tenía 5 años, en 1981, su maestra de
Bluefields, una ciudad pequeña del Caribe, hizo que los chicos repitieran que
eran hijos de Sandino; el pequeño Ángel se negó.
Después explicó que quizá los
otros fueran, pero que él sabía que su papá se llamaba Ángel, como él.
Pronto
su familia tuvo que huir a Venezuela, corrida por la guerra; allí pasaron
privaciones y Ángel empezó a trabajar antes de sus 10 años.
A su vuelta
consiguió estudiar periodismo en una universidad de su región Caribe; durante
años trabajó en lo que pudo —vendedor de comida o de chatarra o de comida
chatarra, gerente de un cíber— hasta que, ya casado, pudo fundar con su mujer
Migueliuth Sandoval un pequeño diario digital: El Meridiano.
Lo hacían entre
los dos y conseguían sobrevivir; Ángel recorría la ciudad en su moto saludando
a todos, iba a las misas evangélicas, criaba a sus dos hijos, se vestía de chef
y cocinaba, había empezado a estudiar para abogado.
Ese domingo 21 las protestas llegaron a Bluefields; Ángel y
Migue pensaron en salir a transmitirlas, pero alguien tenía que quedarse con
los chicos. Decidieron que ella; él temía lo que pudiera pasar y se fue solo.
En un Facebook Live, ya de noche, Ángel muestra a unos jóvenes que tiran piedras
contra la alcaldía; después dice —su voz en off en el video— que “vamos a
buscar dónde refugiarnos ya que la policía se dirige hacia acá”.
Los enfoca,
muestra su llegada y la relata y, de golpe, la imagen se conmueve y funde al
negro y solo se oyen gritos.
Una bala le ha atravesado la cabeza; el video de un compañero lo muestra en el
suelo, ensangrentado, muerto.
Nadie sabe quién, nadie sabe por qué; se sospecha
de un francotirador oficial u oficialista, pero la justicia prefirió acusar a
dos muchachos que ni tenían armas ni estaban allí.
El mejor truco para no
resolver un caso como este es pretender que ya lo resolviste.
Madre y hermano del periodista Ángel Gahona, quien fue asesinado durante una transmisión en vivo de las protestas, sostienen una foto durante una movilización de las madres realizada el 10 de mayo para exigir justicia al gobierno de Ortega.
CreditOswaldo Rivas/Reuters
***
El
miércoles 16 de mayo un muchacho conmovió al país.
Esa mañana se inauguraba la
Mesa para el Diálogo que había convocado la Iglesia católica en su Seminario
Interdiocesano.
Se encontraban las partes en conflicto: los estudiantes, las
federaciones campesinas, las patronales, los obispos, la “sociedad civil”, el
señor presidente y su señora vice.
El protocolo preveía que Daniel Ortega
hablara primero; estaba a punto de hacerlo cuando Lesther Alemán se paró, con
su camisa negra por el luto y su pañoleta azul y blanca por la patria, y se
lanzó:
—No
estamos aquí para escuchar un discurso que por doce años lo hemos escuchado.
Presidente, conocemos la historia; no la queremos volver a repetir. Usted sabe
lo que es el pueblo. ¿Dónde radica el poder? En el pueblo. Estamos aquí y hemos
aceptado estar en esta mesa para exigirle ahorita mismo que ordene el cese
inmediato a los ataques que están cometiendo en nuestro país, […] represión y
asesinatos de las fuerzas paramilitares, de sus tropas, de las turbas adeptas
al gobierno. Ahora, usted sabe muy bien el dolor que hemos vivido en veintiocho
días. Pueden dormirse todos tranquilos; nosotros no hemos dormido tranquilos,
estamos siendo perseguidos, somos los estudiantes. Y por qué estoy hablando […]
porque nosotros hemos puesto los muertos, nosotros hemos puesto los
desaparecidos, los que están secuestrados, nosotros los hemos puesto.
Dijo,
con esa voz de locutor antiguo, las gestos medidos, casi una sonrisa.
Y nadie
se atrevía a interrumpirlo.
Tres metros más allá, Daniel Ortega y Rosario
Murillo lo escuchaban sin dar crédito: nadie en todos estos años, había hecho
nada así.
Entonces Lesther —sus anteojos, su cuerpo apuesto flaco, su pelo bien
cortado modernito— les lanzó la estocada:
—Esta
no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida. Y lo sabe muy
bien, porque el pueblo es lo que ha solicitado. […] En un mes usted ha
desbaratado al país; Somoza lo costó muchos años, y usted lo sabe muy bien,
nosotros conocemos la historia, pero usted en menos de un mes ha hecho cosas
que nunca nos imaginamos y que muchos han sido defraudados por esos ideales que
no se han cumplido, de esas cuatro letras [FSLN] que le juraron a esta patria
ser libre y hoy seguimos esclavos, hoy seguimos sometidos, hoy seguimos
marginados, hoy estamos siendo maltratados. Cuántas madres de familia están
llorando a sus hijos, señor.
La
atención era extrema, la tensión tremenda.
Las autoridades de un país
paralizadas ante un chico de 20 años que les decía lo que nunca nadie: sereno,
sin levantar el tono, como si le explicara una obviedad a un tío un poco
espeso.
La escena era hipnótica y conmovedora, y no se terminaba:
—El
pueblo está en las calles, nosotros estamos en esta mesa exigiéndole el cese de
la represión. Sepa esto, ríndase ante todo este pueblo. Pueden reírse, pueden
hacer las caras que quieran, pero le pedimos que ordene el cese al fuego
ahorita mismo, la liberación de nuestros presos políticos. No podemos dialogar
con un asesino, porque lo que se ha cometido en este país es un genocidio.
A
las 9:47 de ese miércoles, Lesther Alemán ya era una de las personas más
conocidas, más odiadas, más amadas de Nicaragua.
Después me dirá que fueron los
demás participantes de la mesa los que decidieron que él hablara: que le
dijeron que “por la voz, por la autoridad moral, por la rectitud y por el
conocimiento”.
—Sí,
me acuerdo de muchas cosas. Primero vi que las cámaras se volteaban, estaban
apuntadas al presidente y se voltearon hacia mí. Y entonces lo vi a él, le vi
la cara, los ojos, que se le dilataron sus pupilas viéndome, no sé si era lo
sorprendido o que pensaba muchas cosas de mí. Y Rosario tragaba agua sin parar.
Fue tan raro. Yo pensaba que no iba a poder hablar mucho, esperaba que él me
interrumpiera. Pero que me permitiera todos esos minutos, en silencio, y que
luego la gente tuviese la reacción que tuvo, los que me han dicho en estos días
que estaba hablando por todo un pueblo… Yo me sentí un Rigoberto López Pérez.
Dice
Lesther, y me cuenta esa historia.
López Pérez fue un periodista de 25 años
que, en plena dictadura del primer Somoza, Anastasio, el asesino de Sandino, se
le acercó en un baile y lo mató de tres balazos. Corría septiembre de 1956.
—Él
solo decía: “Va a llegar el fin de la dictadura”. ¿Cómo?, le preguntaban. “Va a
llegar el fin de la dictadura”, decía él, y se metió en aquel salón y lo mató.
Después lo cosieron a balazos, como trescientos tiros. Dos días antes él le
había escrito una carta a su mamá, una de las cartas más bellas que yo he
leído. Y ahí le dice que va a liberar el país, nada más. Entonces, ese
miércoles, yo pensé: en mí se reencarnó Rigoberto. Pensé: no fue con balazos,
sí fue con la palabra.
—¿Las
habías preparado?
—Sí, preparé las grandes líneas.
Yo no me aprendo las cosas al tubo, de
memoria, porque creo que la emoción te hace decir las palabras certeras.
Pero
la noche antes caminé por el pasillo del hotel, de lado a lado, muchas veces, y
me decía qué yo voy a hacer, qué va a decir la gente, cuál va a ser la reacción
del pueblo.
Y me preguntaba cómo hacer para que no me callaran.
Y fui
escribiendo esas líneas, hice dos borradores que ahí están, puño y letra.
Después pensé que no puedo botar esa hoja, se la voy a enseñar a mi hijo, mire
m’hijo, esta fue la hoja…
Lesther
todavía no tiene ningún hijo y es de noche.
En los alrededores de Managua, en
el centro universitario donde él y sus compañeros de la Coalición Universitaria
se refugian, medio clandestinos, me cuenta que es hijo de una familia de
trabajadores azucareros y que estaba cursando, con una beca, el cuarto año de
Comunicación en la Universidad Centroamericana —jesuita— de Managua.
Y que todo
empezó unas semanas antes, en la marcha para exigir que el gobierno se ocupara
del incendio de la reserva de Indio Maíz.
Aquella tarde, dice, había un
micrófono y él, por primera vez, se atrevió a usarlo.
—¿Y
por qué se te ocurrió hablar?
—Era un micrófono abierto, la gente leía cosas, recitaban, y mis compañeros me
dijeron: “Lesther, es tu momento”.
Porque yo desde pequeño he tenido el sueño
de ser presidente de este país y ellos lo saben.
Entonces me dijeron eso,
burlándose, y yo: “Ah, ok, lo voy a hacer”, y hablé y la gente gritaba; yo me
sentía que ya estaba en la candidatura…
Manifestantes enmascarados realizan un bloqueo carretero y sostienen morteros caseros en Nagarote, municipio ubicado a 40 kilómetros de Managua, la capital. CreditInti Ocon/Agence France-Presse — Getty Images
Dice ahora y me mira muy serio, risueño pero serio, y que es
verdad y que siempre tuvo dos sueños: uno, entrar en el ejército, porque le
encanta el orden y la seriedad y los uniformes camuflados; el otro, ser el
presidente.
Tras todos estos días de no pasar por casa, de vivir a salto de
mata, Lesther sigue impecable: una camisa marrón ajustada, un pantalón negro,
unas botas complejas.
El pantalón tiene manchitas blancas y se ve que le
molestan, las rasca sin éxito; en esa mano tiene un anillo de sello y un reloj
ínfimo, casi de muñeca.
—Por eso el único seudónimo que les permito que me digan es
Comandante. Mis mejores amigos ya de siempre me llamaban Comandante.
—Me preocupa. La mezcla de tus dos sueños nos lleva derecho al golpe militar.
Lesther se ríe, un batallón de dientes blancos en orden de
revista, y dice que tiene que estudiar mucho, prepararse para ser presidente
con todos los conocimientos y los méritos, pero que eso podría pasar en un país
distinto, que en este la dictadura los desalienta, que muchos de sus compañeros
de la facultad de Comunicación, por ejemplo, no quieren ser periodistas porque
para qué, si el control y la censura son la norma.
Pero que él nunca se
desalienta, que ha leído mucho sobre los ideales sandinistas, que el fundador y
prócer del Frente, Carlos Fonseca, muerto poco antes del triunfo de su
revolución, es su héroe.
—Lesther comenzó a construir sus ideales a partir de libros, de
videos, de canciones. Su himno es Nicaragua Nicaragüita, sus canciones
favoritas son las testimoniales.
Dice Lesther; después me explicará que muchas veces habla de sí
mismo en tercera persona: Lesther piensa tal cosa, Lesther dice tal otra.
—Lesther nunca se imaginó llegar hasta aquí.
Dice, y que el peor momento fue aquella tarde en la Catedral,
cuando intentaron refugiarse del ataque policial y parapolicial y los sitiaron.
—Cuando nos secuestran en Catedral, que la policía nos empieza a
rodear, éramos más de dos mil y no sabíamos qué hacer, entonces armamos un
grupo para ordenar y conducir la situación.
Pero eso duró como dos horas, hasta
que llegaron las turbas sandinistas y fue una histeria colectiva, algunos de
puro miedo se metían hasta en la sacristía, profanando todos los lugares
santos…
Yo en ese momento pensé: “Nos mataron”, pensé que quedaba ahí asesinado
en Catedral.
Y mis compañeros lloraban, yo lloré, nos metían gases, balas… pero
yo traté de que no se me notara, de mantener la calma.
Como líder tenés que
hacerlo, para no dar pautas de sufrimiento a los demás.
Estuvieron encerrados casi treinta horas, esperando el ataque
final: esa noche les cortaron la luz, seguían amenazándolos, estaban agotados,
desarmados, esperaban el fin.
Pero al otro día los dejaron salir. Lesther
estuvo entre los últimos: el cansancio, el alivio, la decisión más firme.
—Cuando pensaste que te podían matar, ¿qué sentías? ¿Miedo,
tristeza…?
–No, me entraba tristeza por mi mamá. Pero Lesther hasta hoy no ha tenido
miedo. Yo no temo por mi vida.
—¿Por qué no?
—Es una de mis frases: quien ama a su patria está dispuesto a entregarse en una
cruz. El sufrimiento, el dolor son necesarios si amas a tu pueblo.
Dice, con esa voz que parece salir de otra persona, más maciza,
más añosa, más vivida.
—Pero vivo sos más útil que muerto, ¿no?
—Puede ser. Pero no soy como esos que temen por su vida, por su seguridad, que
se han ido del país… y quizá ni han participado y ya están fuera.
No es que yo
me jacte del lugar en el que estoy pero… todo el mundo me conoce, así que yo
tendría que irme muy lejos.
Lesther me cuenta que querría ser periodista, que hace un par de
años estuvo en Nueva York y se sacó una foto en la puerta del New York Times,
que le gusta leer diarios de papel y escuchar radio en una radio de verdad, que
como milenial es demasiado analógico, que sus amigos le dicen que es un viejo
en el cuerpo de un muchacho de veinte.
Y que nunca antes estuvo en un grupo
político, que “la juventud sandinista no es sandinista sino pura bacanal”, que
le interesan muchos ideales del socialismo y del comunismo pero no sus maneras,
que no cree en los políticos porque nunca lo han representado, que tuvieron la
oportunidad para hacerle frente a este dictador y no lo hicieron, que no tienen
autoridad moral.
Y que le gusta escribir y ahora está tratando de contar la
historia de estos días “para que luego, cuando esté jubilado, pueda estar
sentado con alguien, un nieto, y decirle este fui yo, esto hizo Lesther cuando
era un chavalo”.
Ahora no lo necesita: lo recuerdan todos.
Un diario habló de la
“lesthermanía”: hay muñequitos con sus rasgos y una capa azul y blanca de
superhéroe, hay llaveros y afiches y pancartas, hay abrazos y besos y selfis
cada vez que sale a la calle.
—¿Qué es ser un líder?
—Es una persona que no ordena sino que convence; el líder escucha, valora,
analiza, critica, y después comunica.
Pero ante todo es la persona que debe
tener más humildad, sobriedad, paciencia. Yo carezco de paciencia…
—Bueno, de humildad también.
Le digo, y se ríe incómodo, pero trata de pensarlo: lo
discutimos.
Entonces me explica que una de sus formas de humildad es esto de
hablar de sí mismo en tercera persona.
—Es para no sentirme limitado. Yo no considero que pueda decir
yo soy así, yo digo esto, entonces mejor voy por la tangente: Lesther es así,
Lester dice esto. Siempre me he visto como que salgo yo a hablar por Lesther…
Tengo esa idea de no dejar que Lesther hable por Lesther…
Dice, y me ve la cara de sorpresa y le salta la risa:
—¿No entiendes que es como una locura mía…?
Le digo que sí, que eso lo veo, nos reímos, sigue explicándome
lo inexplicable, se pone casi nervioso: esos tímidos que la timidez hace más
expansivos, más eléctricos.
Es, al fin y al cabo, un chico de 20 años al que de
pronto todos miran.
Es, también, en estos días, la persona más popular de
Nicaragua, el héroe que vivía acá a la vuelta.
Una protesta el 18 de mayo. Cientos de manifestantes marcharon del centro de Managua a la Universidad Centroamericana para exigir la renuncia del presidente Ortega. CreditBienvenido Velasco Blanco/EPA, vía Shutterstock
***
#63. Margarita Mendoza llevaba cuatro días aterrada: Javier
Munguía, su hijo, 19 años, albañil desempleado, había sido detenido por la
policía el 8 de mayo cerca de la Universidad Politécnica y no aparecía.
Ya
había preguntado en todos los hospitales y finalmente, el 12 de mayo, se
decidió a ir a la morgue del Instituto de Medicina Legal; cuando le dijeron que
no estaba su alivio fue infinito: Javier debía estar vivo todavía.
Pero seguía
perdido; al otro día, Margarita fue a tocar las puertas de la Dirección de
Auxilio Judicial aka El
Chipote, un centro de represión con ochenta años de historia criminal: allí le
dijeron que no lo conocían, pero exdetenidos le contaron que lo habían visto
adentro y que lo estaban torturando.
El viernes 18, Margarita fue una de los cientos de parientes que
se presentaron ante la delegación de la CIDH: quería denunciar la desaparición
de su hijo.
Su celular sonó mientras lo hacía.
Margarita atendió: un
funcionario de Medicina Legal le dijo que tenían el cadáver de Javier.
Sus
gritos se oyeron en todo el piso.
Más tarde, en el instituto, le dijeron que el
chico había muerto “por causas naturales”.
***
—Sí, claro que tengo miedo todavía.
Pero uno empieza a perder el
miedo en la calle.
Como solemos decir, nos quitaron tanto que nos quitaron
hasta el miedo.
Sí, muchos de nosotros fuimos atacados por la policía, ya
sabemos cómo es eso.
Yo también estuve en la Catedral cuando nos rodeó la
policía y la turba orteguista, y estuvimos tan cerca de la muerte.
De verdad
creímos que hasta ahí llegábamos, unos se arrodillaron, se pusieron a rezar,
otros lloraban…
Dice Melisa, y Erasmo la apuntala:
—Dicen que el valor no es la ausencia de miedo sino el miedo
mismo junto a la voluntad de seguir.
Entonces nosotros teníamos sobre todo esa
rabia de ver que mataban a nuestros compañeros…
Melisa y Erasmo estudian en la Universidad Nacional Autónoma de
Nicaragua (UNAN), la más grande del país, 40.000 alumnos y 30 hectáreas de
bosque sembrado de edificios: matorrales, árboles, cañadas y, ahora, algunas
tiendas de campaña que cobijan estudiantes vigilantes.
Cuando vino la primera
ola de ocupaciones, la UNAN se salvó: el sindicato de estudiantes oficialistas,
UNEN, consiguió evitarlo.
La universidad estuvo cerrada dos semanas; el 7 de
mayo, cuando volvieron a abrirla, sus estudiantes la ocuparon.
Y ahora estamos
en un edificio —la Escuela de Geología— que los rebeldes usan como hospital,
cocina, dormitorio. Melisa y Erasmo tienen alrededor de 20 años, hijos de clase
media, muy articulados.
Los ocupantes, me dicen, son unos 500; les pregunto si
no les parece cuestionable que el uno por ciento de los estudiantes se arrogue
el derecho de tomar la universidad.
—Bueno, no vamos a negar que somos una pequeña parte. Pero es
que hay muchos que no pueden estar. Por ejemplo, yo me quedé desde el lunes de
la semana pasada, y sé que si voy a mi casa ya no puedo volver.
Erasmo es uno de los jefes de la toma y es alto, fornido, la
piel oscura, la sonrisa brillante. Le pregunto por qué.
—Porque mi mamá no me deja. Y así hay muchos que no los dejan o
tienen miedo de meterse o involucrar a la familia, que hay gente que ha ido a
intimidar a nuestras casas…
Dice Erasmo, y Melisa lo corta. Melisa tiene muchas ganas de
hablar y tiene la frente ancha, despejada bajo los rizos castaños, mirada
inteligente:
—Sí, hay muchos universitarios que están de acuerdo con
nosotros, aunque no estén acá.
El problema es que nadie quiere morir.
Nadie
quiere ser mártir.
Pero ya tenemos mártires, ya hay más de sesenta muchachos
muertos.
Y hay muchos que tienen miedo, pero eso no quiere decir que no estén
de acuerdo…
Un joven camina junto un letrero en la barricada en la Universidad Nacional Agraria en Managua, Nicaragua.CreditJorge Torres/EPA, vía Shutterstock
La
idea de que unos pocos hacen lo que muchos harían es una de las bases de la
política del siglo XX: lo llamaban vanguardia.
Aquí son pocos, y esos pocos
jaquean a un gobierno.
Tienen con ellos la legitimidad, la opinión pública, y
eso a veces —solo a veces— vale más que la fuerza, que el número.
—Nosotros
nunca pensamos que nos íbamos a pasar acá tanto tiempo, así que nos fuimos
organizando poco a poco, dando cuenta de lo que esto significa, de la
importancia que tiene, los peligros que tiene.
Sabemos que en cualquier momento
nos pueden atacar, tenemos que estar preparados todo el tiempo.
Dice
Melisa. En la práctica, desalojarlos no parece difícil; para el gobierno,
podría ser carísimo.
Los pocos cientos también están organizados en grupos que
se ocupan de la comida, la sanidad, las guardias, los choques.
Hay una red
compleja de muchachas y muchachos que ocupan todo el espacio de la universidad,
con un sistema de delegados y poderes, reuniones, asambleas, discusiones.
—¿Y
cómo creen que termine la toma?
—Para que les entreguemos la universidad las autoridades tienen que tomar en
cuenta por lo menos algunas de nuestras exigencias: la recomposición del
movimiento estudiantil, la autonomía de la universidad y después, la más
difícil, una Nicaragua democrática.
Puede parecer una utopía, pero si cayó
Somoza, si cayó el Muro de Berlín, ¿por qué no va a caer este?
No
hay una forma demasiado legal de acabar con el gobierno de Daniel Ortega: si él
renuncia debe sucederlo su mujer, la vicepresidenta, y si los dos renuncian, el
siguiente, presidente de la Asamblea, sigue siendo un incondicional.
Para
acabar con el régimen y convocar elecciones deberían hacer una pirueta legal
que no termina de estar clara.
Pero dicen que los más ricos ya le soltaron la
mano al presidente: que la presión social es demasiado fuerte, que los suyos no
les perdonarían que siguiesen aliados a un “dictador y genocida”.
La vicepresidenta Rosario Murillo y el presidente Daniel Ortega, en la primera ronda de diálogo después de las protestas contra su gobierno CreditOswaldo Rivas/Reuters
—Ortega tiene que entender que debe renunciar. Si no, va a
llegar un momento en que Nicaragua se va a encachimbar. Y cuando se encachimbe
Nicaragua, créame que ese señor no va a tener dónde meterse.
Dice Erasmo, casi amenazante.
Encachimbar es grave, y nadie
quiere que suceda, pero tampoco hay un proyecto alternativo.
Es la fuerza y la
flaqueza de esta alianza rara: como no ofrecen ninguna propuesta más allá de
echar a Ortega, no tienen por qué pelearse entre ellos; como no ofrecen ninguna
propuesta más allá de echar a Ortega, tampoco tienen hacia dónde ir.
Todavía. Y
como no tienen un líder, el gobierno no tiene con quién negociar.
O también: no
tiene a quién comprar.
—Nadie quiere un conflicto bélico.
Nosotros no estamos armados,
somos hijos de la posguerra.
Nuestros padres sí son excombatientes, algunos
vivieron la revolución, la contra, militaron, pero nosotros qué sabemos de esas
cosas militares, logísticas… Ni queremos saber, pero Nicaragua aguanta poco y
tenemos miedo de que se vuelva a armar una guerra.
Así que estamos muy
pendientes del diálogo, a ver si lo podemos evitar…
Entre 1970 y 1990, en veinte años de guerra, murieron cien mil
nicaragüenses.
Muchos, después, interpretaron esta generación diciendo que eran
chicos que vieron que eso solo sirvió para que unos pocos mandaran y se
enriquecieran y que por eso era lógico que solo les importaran los juegos en
red y los juegos de Messi y ciertas músicas y ciertos bailoteos: que eran una
generación de apáticos individualistas, pobrecitos, que nunca sabrían lo que es
en realidad la vida.
Pero también eran chicos que se pasaron la vida escuchando
historias heroicas, revolucionarias de sus padres, sus abuelos, y reproches por
ser vagos e indolentes, por no hacer esas cosas. Se ve que se cansaron.
—Ya desde antes teníamos inconformidad con este gobierno, solo
que estábamos adormecidos, no nos habíamos puesto en marcha.
Ahora se pusieron y pusieron al país a preguntarse qué hacer, a
pensarse de nuevo.
—Ya nadie quiere más muertos. Estamos cansados de los muertos.
No queremos que nadie más se muera, apostamos a la vía pacífica, que se
resuelva sin que haya que usar armas.
—¿Y tu mamá qué dice?
–Mi mama dice que si me agarra…
Dice Erasmo, se ríe; Melisa quiere aclarar el punto:
—Hay muchos que están sin permiso de sus padres. Mi papá me
apoya, él estuvo en la revolución sandinista… Y dice que por ahora estamos más
seguros acá que en nuestras casas.
—Claro, pero ¿y cuando tengan que volver a sus casas?
—Esa es la pregunta del millón. ¿Qué pasa?
Nadie sabe.
***
Ahora nadie sabe qué puede pasar. Daniel Ortega menos que nadie:
debe estar perplejo.
Hace un mes, los pobres de las barriadas y los empresarios
de Managua se peleaban por hacerse selfis con él.
Es probable que algunos de
esos pobres todavía las guarden; muy probable que la mayoría de los empresarios
ya las hayan borrado.
Y el sistema de control social clientelista funcionaba a
pleno: el partido te daba los avales para conseguir un empleo, te traía el zinc
para el techo del ranchito, te podía arruinar la vida.
—Con Daniel uno siempre se equivoca. El error más común es
subestimarlo, porque al final siempre consigue sacar algo de cada situación.
No
sabemos qué pasará esta vez, lo tiene difícil, pero hay que estar atentos, muy
atentos.
Dice Carlos Fernando Chamorro, periodista histórico, ahora
director de Confidencial.
Y todo está en suspenso.
Algunos suponen que los
estudiantes, la “sociedad civil” y algunas asociaciones agrarias y
empresariales pueden convocar un paro nacional que cerraría las carreteras, las
calles, las actividades; y aceleraría la caída del gobierno.
O podría cansar a
muchos ciudadanos, que se hartarían de los problemas y dificultades, la
penuria, las pérdidas, las incomodidades, y empezarían a extrañar los tiempos
más tranquilos.
Algunos recuerdan el ejemplo de Venezuela: hace unos meses
parecía que su gobierno estaba listo y ahora acaba de regalarse unas
elecciones.
Fabián Medina, editor en La Prensa, dice que Ortega ahora es como
un boxeador que acaba de recibir un golpe duro: debe agarrarse del contrario
para impedir que le siga pegando, tomar aire, ganar tiempo y terminar el round.
Es una carrera desesperada: él sabe —probablemente sabe— que si pasa estos días
no será fácil sacarlo; sus oponentes más entusiastas saben —probablemente saben—
que si los pasa se va a vengar de ellos.
Aunque más no sea para que todos sepan
que no se puede desafiar al comandante gratis.
Por eso, mucha gente sabe que ya quemó las naves: que no pueden
ir para atrás, que solo pueden ir para adelante. O al abismo.
Mientras, Ortega
se desarma: cada vez más sectores lo abandonan.
El poder solo se mantiene
cuando realmente se lo tiene; cuando se empieza a perder, los buitres se van a
buscar carne más fresca.
Hay, sobre todo, incertidumbre, pero todos saben que
la situación no puede prolongarse.
O el gobierno desactiva las protestas o las
protestas terminarán por desactivarlo.
Y el gobierno no va a caer sin pelear:
si llega ese enfrentamiento, el ejército puede ser el árbitro.
Si los
protestantes consiguieran una masa crítica podrían desbordar a la policía y a
las turbas, y entonces el ejército tendrá que decidir si defiende a su
comandante jefe o lo deja caer.
Es cuestión de días, de semanas.
—¿Entonces, cómo termina todo esto?
Le pregunto, y Sergio Ramírez, el gran escritor nicaragüense,
último Premio Cervantes, que fue vicepresidente de Ortega entre 1979 y 1990,
lanza la carcajada:
—Eso quién lo sabe… Este diálogo es muy incierto.
Hay dos
universos totalmente distintos, el de Ortega, que no está pensando en irse, y
el de la sociedad civil, que piensa que sí.
Este choque de realidades va a
determinar todo.
A menos que haya una presión mayor, si es que puede haber una
presión sin sangre…
—¿Y puede?
Ramírez se calla, mira a ninguna parte.
—Es una pregunta terrorífica, esa. Bueno, tendría que haber una
resistencia civil verdadera, tranques, paros, paro general… Y por otro lado la
presión internacional.
Pero Ortega no piensa irse y sin su salida no hay cómo
seguir, porque la indignación es generalizada.
Dice Ramírez, y que el problema es que el país necesita que
Ortega desaparezca.
Aunque, dice, eso no significa que desaparezca el Frente
Sandinista, porque es una fuerza política importante, que aún en medio de estos
crímenes terribles sigue siendo el 30 por ciento de la población.
O sea que hay
que contar con ellos, dice, porque sin esa fuerza tampoco hay estabilidad en el
país.
—La gran dificultad es que Daniel Ortega no tiene vida
alternativa al poder, no es una persona a la que se le pueda decir: “Bueno,
coge tus millones y te vas a vivir a Estados Unidos”…
Dice, y nos interrumpe un hombre muy sonriente.
Estamos en un
café en un mall;
cada poco se acerca algún desconocido, lo saluda, lo felicita, lo palmea.
—Estados Unidos no existe para él ni tampoco los millones.
Él no
tiene la ambición de ser rico; su ambición es tener poder.
No tiene vida
alternativa al poder, no es una persona que se pueda retirar a una finca a
cultivar café o escribir sus memorias; para él solo existe el poder.
Esa es la
dificultad, el nudo gordiano.
Además, incluso si lo dejaran tomar su dinero e
irse con su familia, ¿adónde se va a ir? ¿A Cuba, a Venezuela? Sería ir de la
llama a las brasas. ¿A Rusia?
Y no estaría seguro en ningún otro lado, porque
ahora que la Comisión dice que hay que investigar si no hubo ejecuciones
extrajudiciales, y esos ya son crímenes de lesa humanidad…
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ya documentó,
entre el 18 de abril y el 23 de mayo, 76 muertos y 657 heridos: es, como dice
Chamorro, “la mayor masacre de la historia de Nicaragua en tiempos de paz”.
Y
ahora se suspendió el diálogo y las turbas mataron a dos muchachos más.
***
¿Cómo terminan las revoluciones?
Y, otra vez: ¿cómo empiezan las revoluciones?
Lo bueno es que nunca nadie sabe.
Es tan alentador que haya momentos como
estos, historias como estas, que demuestran que todo lo que uno sabe es
discutible: uno se cree que sabe cosas, y en general son tristes,
desalentadoras, razonables.
Que suceda lo que nadie previó, que, cada tanto, la
realidad te demuestre que estás equivocado, es un baño de humildad, un canto de
esperanza.
Fuente
“The New
York Times”, EE.UU., 29.05.2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario