ESTADOS UNIDOS EN…
LA ENCRUCIJADA
El abismo estadounidense
Trump, la turba y lo que viene después: observaciones de un historiador del fascismo y la atrocidad política.
Cuando Donald Trump se paró frente a sus seguidores el 6 de enero y los instó a marchar hacia el Capitolio de Estados Unidos, estaba haciendo lo que siempre había hecho.
Nunca tomó en serio la democracia electoral ni aceptó la legitimidad de su versión estadounidense.
Incluso cuando ganó, en 2016, insistió en que la elección fue fraudulenta, que se emitieron millones de votos falsos para su oponente.
En 2020, sabiendo que iba detrás de Joe Biden en las encuestas, pasó meses afirmando que la elección presidencial estaba amañada y señalando que no aceptaría los resultados si no le favorecían.
El día de las elecciones afirmó erróneamente que había ganado y luego endureció su retórica: con el tiempo, su victoria se convirtió en una avalancha histórica y las diversas conspiraciones que la negaban cada vez eran más sofisticadas e inverosímiles.
La gente le creyó, lo que no es para nada sorprendente.
Se necesita una gran cantidad de trabajo para educar a los ciudadanos a resistir la poderosa atracción de creer lo que ya creen, o lo que otros a su alrededor creen, o lo que le daría sentido a sus propias decisiones anteriores.
Platón advirtió de un riesgo particular sobre los tiranos: que al final se verían rodeados de gente que siempre les dice que sí y de facilitadores.
A Aristóteles le preocupaba que, en una democracia, un demagogo rico y talentoso pudiera dominar fácilmente las mentes de la población.
Conscientes de estos y otros riesgos, los creadores de la Constitución de Estados Unidos instituyeron un sistema de pesos y contrapesos.
No se trataba simplemente de asegurar que ninguna rama del gobierno dominase a las demás, sino también de anclar en las instituciones diferentes puntos de vista.
En este sentido, la responsabilidad de la presión de Trump para anular una elección debe ser compartida por un gran número de miembros republicanos del Congreso.
En vez de contradecir a Trump desde el principio, permitieron que su ficción electoral floreciera.
Tenían motivos para hacerlo.
Un grupo de integrantes del Partido Republicano se preocupa sobre todo por jugar con el sistema para mantener el poder, aprovechando al máximo las imprecisiones constitucionales, las manipulaciones y el dinero sucio para ganar las elecciones con una minoría de votantes motivados.
No les interesa que colapse la peculiar forma de representación que permite a su partido minoritario un control desproporcionado del gobierno.
El más importante de ellos, Mitch McConnell, permitió la mentira de Trump sin hacer ningún comentario sobre sus consecuencias.
Sin embargo, otros republicanos vieron la situación de manera diferente: podrían realmente romper el sistema y tener el poder sin democracia.
La división entre estos dos grupos, los que participan en el juego y los que quieren patear el tablero, se hizo muy evidente el 30 de diciembre, cuando el senador Josh Hawley anunció que apoyaría la impugnación de Trump al cuestionar la validez de los votos electorales el 6 de enero.
En ese momento, Ted Cruz prometió su propio apoyo, junto con otros diez senadores.
Más de un centenar de representantes republicanos asumieron la misma postura.
Para muchos, esto lucía como un espectáculo más: las impugnaciones a los votos electorales de los estados forzarían retrasos y votos en el pleno pero no afectarían al resultado.
Credit...Ashley Gilbertson/VII para The New York Times
Sin embargo, que el Congreso obviara sus funciones básicas tenía un precio.
Una institución elegida que se opone a las elecciones está invitando a su propio derrocamiento.
Los miembros del Congreso que sostuvieron la mentira del presidente, a pesar de la evidencia disponible y sin ambigüedades, traicionaron su misión constitucional.
Hacer de sus ficciones la base de la acción del Congreso les dio vigor.
Ahora Trump podría exigir que los senadores y congresistas se sometan a su voluntad.
Podía poner la responsabilidad personal sobre Mike Pence, a cargo de los procedimientos formales, para pervertirlos.
Y el 6 de enero, ordenó a sus seguidores que ejercieran presión sobre estos representantes elegidos, lo que procedieron a hacer: asaltaron el edificio del Capitolio, buscaron gente para castigar y saquearon el lugar.
Por supuesto que esto tenía sentido de cierto modo: si la elección realmente había sido robada, como los senadores y congresistas insinuaban, entonces ¿cómo se podía permitir que el Congreso siguiera adelante?
Para algunos republicanos, la invasión del Capitolio debe haber sido una sorpresa, o incluso una lección.
Sin embargo, para quienes buscaban una ruptura, puede haber sido un atisbo del futuro.
Luego, ocho senadores y más de 100 representantes votaron a favor de la mentira que les obligó a huir de sus cámaras.
Credit...Ashley Gilbertson/VII para The New York Times
La posverdad es prefascismo, y Trump ha sido nuestro presidente de la posverdad.
Cuando renunciamos a la verdad, concedemos el poder a aquellos con la riqueza y el carisma para crear un espectáculo en su lugar.
Sin un acuerdo sobre algunos hechos básicos, los ciudadanos no pueden formar una sociedad civil que les permita defenderse.
Si perdemos las instituciones que producen hechos que nos conciernen, entonces tendemos a revolcarnos en atractivas abstracciones y ficciones.
La verdad se defiende particularmente mal cuando no queda mucho de ella, y la era de Trump —como la era de Vladimir Putin en Rusia— es una de decadencia de las noticias locales.
Las redes sociales no son un sustituto: sobrecargan los hábitos mentales por los que buscamos estímulo emocional y comodidad, lo que significa perder la distinción entre lo que se siente verdadero y lo que realmente es verdadero.
La posverdad desgasta el Estado de derecho e invita a un régimen de mitos.
Estos últimos cuatro años, los estudiosos han discutido la legitimidad y el valor de invocar el fascismo en referencia a la propaganda trumpista.
Una posición cómoda ha sido etiquetar cualquier esfuerzo como una comparación directa y luego tratar esas comparaciones como tabú.
De manera más productiva, el filósofo Jason Stanley ha tratado el fascismo como un fenómeno, como una serie de patrones que pueden observarse no solo en la Europa de entreguerras sino más allá de esa época.
Mi propia opinión es que un mayor conocimiento del pasado, fascista o no, nos permite notar y conceptualizar elementos del presente que de otra manera podríamos ignorar, y pensar más ampliamente sobre las posibilidades futuras.
En octubre me quedó claro que el comportamiento de Trump presagiaba un golpe de Estado, y lo dije por escrito; esto no es porque el presente repita el pasado, sino porque el pasado ilumina el presente.
Credit...Ashley Gilbertson/VII para The New York Times
Como los líderes fascistas históricos, Trump se ha presentado como la única fuente de la verdad.
Su uso del término fake news (“noticias falsas”) se hizo eco de la difamación nazi Lügenpresse (“prensa mentirosa”); como los nazis, se refirió a los reporteros como “enemigos del pueblo”.
Como Adolf Hitler, llegó al poder en un momento en que la prensa convencional había recibido una paliza; la crisis financiera de 2008 hizo a los periódicos estadounidenses lo que la Gran Depresión le hizo a los diarios alemanes.
Los nazis pensaron que podían usar la radio para remplazar el viejo pluralismo del periódico; Trump trató de hacer lo mismo con Twitter.
Gracias a la capacidad tecnológica y al talento personal, Donald Trump mintió a un ritmo tal vez inigualado por ningún otro líder de la historia.
En su mayor parte eran pequeñas mentiras, y su principal efecto era acumulativo.
Creer en todas ellas era aceptar la autoridad de un solo hombre, porque creer en ellas era descreer en todo lo demás.
Una vez establecida esa autoridad personal, el mandatario podía tratar a todos los demás como mentirosos; incluso tenía el poder de convertir a alguien de un consejero de confianza en un deshonesto sinvergüenza con un solo tuit.
Sin embargo, mientras no pudiera imponer una mentira verdaderamente grande, una fantasía que crease una realidad alternativa en la que la gente pudiera vivir y morir, su prefascismo se quedó corto.
Credit...Ashley Gilbertson para The New York Times
Algunas de sus mentiras fueron, sin duda, de tamaño mediano: que era un hombre de negocios exitoso; que Rusia no lo apoyó en 2016; que Barack Obama nació en Kenia.
Esas mentiras de tamaño medio eran la norma de los aspirantes a autoritaristas en el siglo XXI.
En Polonia el partido de la derecha construyó un culto al martirio que giraba en torno a responsabilizar a los rivales políticos por el accidente de avión que mató al presidente de la nación.
El húngaro Viktor Orban culpa a un número cada vez más reducido de refugiados musulmanes de los problemas de su país.
Pero esas afirmaciones no eran grandes mentiras; se extendían pero no rompían lo que Hannah Arendt llamaba “el tejido de la realidad”.
Una gran mentira histórica discutida por Arendt es la explicación de Joseph Stalin de la hambruna en la Ucrania soviética en 1932-33.
El Estado había colectivizado la agricultura, y luego aplicó una serie de medidas punitivas contra Ucrania que provocaron la muerte de millones de personas.
Sin embargo, la versión oficial era que los hambrientos eran provocadores, agentes de las potencias occidentales que odiaban tanto el socialismo que se estaban matando a sí mismos.
Una ficción aún más grande, en el relato de Arendt, es el antisemitismo hitleriano: las afirmaciones de que los judíos dirigían el mundo, los judíos eran responsables de las ideas que envenenaban las mentes alemanas, los judíos apuñalaron a Alemania por la espalda durante la Primera Guerra Mundial.
Curiosamente, Arendt pensaba que las grandes mentiras solo funcionan en las mentes solitarias; su coherencia sustituye a la experiencia y al compañerismo.
En noviembre de 2020, al llegar a millones de mentes solitarias a través de las redes sociales, Trump dijo una mentira peligrosamente ambiciosa: que había ganado unas elecciones que, de hecho, había perdido. (1)
Esta mentira era grande en todos los aspectos pertinentes: no tan grande como “los judíos dirigen el mundo”, pero lo suficientemente grande.
La importancia del asunto en cuestión era grande: el derecho a gobernar el país más poderoso del mundo y la eficacia y fiabilidad de sus procedimientos de sucesión.
El nivel de mendacidad era profundo.
La afirmación no solo era errónea, sino que también se hizo de mala fe, en medio de fuentes poco fiables.
Cuestionaba no solo las pruebas sino también la lógica: ¿Cómo podría (y por qué debería) una elección haber sido amañada contra un presidente republicano pero no contra senadores y representantes republicanos?
Trump tuvo que hablar, absurdamente, de una “Elección (para Presidente) amañada”.
Credit...Ashley Gilbertson/VII para The New York Times
La fuerza de una gran mentira reside en su demanda de que muchas otras cosas deben ser creídas o no creídas.
Para dar sentido a un mundo en el que las elecciones presidenciales de 2020 fueron robadas se requiere desconfiar no solo de los reporteros y de los expertos, sino también de las instituciones gubernamentales locales, estatales y federales, desde los trabajadores electorales hasta los funcionarios electos, la Seguridad Nacional y hasta la Corte Suprema.
Esto trae consigo, por necesidad, una teoría de la conspiración: imagina a toda la gente que debe haber estado en ese complot y a toda la gente que habría tenido que trabajar en el encubrimiento.
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