CARNALITO…
¿ME ESTAS VACILANDO?
Besos, abrazos y estampas
contra el coronavirus
Los
líderes latinoamericanos tienen que estar a la altura de una emergencia de
salud como la del COVID-19.
Pero: López Obrador ha sido renuente a aceptar las
recomendaciones médicas y Bolsonaro ha dicho que el virus ha traído “histeria”.

Por Diego
Fonseca
El autor es periodista.
IGUALADA, Cataluña — Es difícil superar a Donald Trump como
el peor líder manejando la crisis del coronavirus, pero —hombre— Andrés Manuel
López Obrador sí que hace el esfuerzo.
Sigan estos hechos.
El 4 de marzo, después de que expertos
sanitarios de su gobierno recomendaran mantener la distancia social por el
coronavirus, el presidente de México dijo que no había nada malo en abrazarse, y lo
encomió.
Una semana después, la Organización Mundial de la Salud calificaba de
pandemia la crisis del COVID-19, e igual no importó: López Obrador siguió
repartiendo amor a cientos de personas en sus mítines propagandísticos.
El
momento cenital de su Virus de los Abrazos llegó cuando alzó en brazos a una niña y la besó ocho veces
antes de encajarle tres mordiscos en la mejilla.
No acabó ahí: la última imagen
del cinismo de un presidente llegó cuando AMLO dijo en una de sus conferencias de prensa
matutinas que la defensa contra el virus era la honestidad.
Luego mostró dos
estampas de santos a los que llamó sus guardaespaldas.
En pocas palabras: López Obrador es irresponsable.
Su
desdén a tomar medidas preventivas y liderar con el ejemplo es una parodia
peligrosa de un reyezuelo displicente.
México tiene poblaciones vulnerables,
ciudades sobrepobladas, transporte público desbordado y un sistema de salud
debilitado por los recortes presupuestario de su gobierno en 2019.
Esta crisis demanda esfuerzo colectivo, pero exige, sobre
todo, que esa decisión individual sea reforzada a diario por la conducta de los
funcionarios electos.
Presidentes, alcaldes, gobernadores, diputados deben ser
prescriptores de conducta.
Su figura orienta comportamientos, fija los límites
simbólicos de lo permitido.
Por algo a algunos se les llama primeros
mandatarios o primeros ciudadanos: porque han de ser ellos quienes cumplan la
ley antes que todos.
Mi pareja, mi hija y yo estamos confinados en Igualada,
la capital de la primera comarca confinada en España.
Setenta mil personas
sometidas a régimen de aislamiento: nadie entra, nadie sale, cero aglomeración.
Para cuando se dictó el confinamiento, ya había un muerto y hoy la tasa de fallecidos
por habitantes es una de las más altas del país.
España llegó tarde, como
Italia, a proteger a su población del coronavirus.
A los gobiernos les ha
costado hacer comprender cuán apremiante es la distancia social y la
cuarentena.
Los muertos marcan la medida del titubeo o la indiferencia.
Hay una gran distancia entre los errores nacidos de la
buena voluntad y los desafíos, ignorantes, cínicos o frívolos de líderes que
debieran dar la nota en el tono adecuado.
Una cosa es el error mínimo y otra el
fallo sistémico de tratar a la mayor pandemia en un siglo como una alergia
estacionaria.
La necedad carece de propietarios ideológicos y tiene la
capacidad —viral— de hacerse ubicua.
La falibilidad humana es capaz de
empujarnos al absurdo, seguro, y en ocasiones los deslices pueden ser risueños.
Pero la ignorancia y el cinismo matan gente sin necesidad de apretar gatillos.
Basta creer bulos, desoír a los expertos o actuar como un patán que se cree
inmortal.
En eso, AMLO no está solo, en especial en América Latina,
dada su vulnerabilidad ante una pandemia, con sistemas de salud pública
endebles y pobreza estructural.
Jair Bolsonaro, por ejemplo, también se dio un
baño de masas en contra del consejo médico —incluso después de estar con un
funcionario enfermo— y ha dicho que “el virus trajo una cierta histeria”.
El gobierno
de Nicaragua convocó a una marcha bajo el lema “Amor en tiempos del COVID-19”
en un país con uno de los peores sistemas sanitarios de América
Latina.
Entiendo la excepcionalidad del momento, claro.
Los
gobiernos están sometidos a una presión única.
Están entrenados para lidiar con
opositores, ganar elecciones, manejar un paro o, incluso, una revuelta.
Pero
una pandemia inesperada, velocísima y novísima empuja sus capacidades al
límite.
Tienen que liderar a una ciudadanía asustada con el uniforme de
comandantes de la nación o, cuanto menos, tienen que atender su propio futuro:
el modo en el que gestionen esta crisis renovará mandatos o hundirá carreras.
Por eso es necesario que lideren con el ejemplo.
La crisis
sanitaria del coronavirus está dotando a los presidentes de poderes
significativos, inusuales en una democracia de días normales.
No la suma del poder
público, pero sí la potestad de tomar decisiones que afecten nuestros derechos
más personales.
Y la ciudadanía ha aceptado esos recortes sin alboroto: los que
podemos hacerlo renunciamos a nuestras vidas un poco quedándonos en casa a
cambio de facilitar a las autoridades el manejo de la enfermedad.
Ahora bien, esa renuncia exige compensación.
Si hemos de
dar más atribuciones a nuestros gobiernos, sus líderes deben actuar a la altura
de las circunstancias.
No, AMLO: no se puede andar a los abrazos.
Apiñar gente
en un país que no es capaz de atender cuestiones menores de salud es criminal,
Daniel Ortega.
Bolsonaro, esta enfermedad demanda gestos serios, no burlas.
Liderar no es aparecer siempre primero en las fotos rodeado
de aliados que aplauden cada ocurrencia como si fueran la enunciación de una
máxima filosófica.
Liderar también es saber apartarse para que quienes saben
—en este caso, los expertos— conduzcan el proceso.
Por eso no debieran
comportarse como si no les cupiere responsabilidad ni debieran dar ejemplo.
Un
rey torpe conduce seguro a la derrota.
Mil abrazos, ocho besos y tres
mordiscos, también.
Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times
y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur,
su nuevo libro de perfiles, se publica en abril.
Fuente
“THE NEW YORK TIMES”, 22.03.2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario