DOÑA SOLEDAD EN EL SIGLO XXI
El mito de la soledad como
epidemia de salud
Por

El mes pasado, el Reino Unido nombró a su primera “ministra contra la soledad”, quien estará
encargada de atender lo que la primera ministra Theresa May definió como “la
triste realidad de la vida moderna”.
De inmediato, los funcionarios de salud pública alabaron la
idea.
En las últimas décadas, los investigadores han descubierto que, si no se
trata, la soledad no solo es físicamente dolorosa, sino que también puede tener
graves consecuencias médicas.
Los estudios epidemiológicos han vinculado la
soledad y el aislamiento social con las cardiopatías, el cáncer, la depresión,
la diabetes y el suicidio.
Vivek Murthy, quien fue la máxima autoridad
sanitaria de Estados Unidos, ha escrito que la soledad y el aislamiento social
están “asociados con una reducción de la expectativa de vida similar a la
causada por fumar 15 cigarrillos al día e incluso mayor a la que se asocia con
la obesidad”.
¿Será verdad que la soledad es, como muchos
especialistas y funcionarios advierten, una creciente “epidemia de salud”?
No lo creo y tampoco considero que describirla así pueda ayudar
a nadie.
La falta de conexión social es una cuestión seria pero si creamos
pánico sobre su prevalencia e impacto, es menos probable que lidiemos con ella
de manera adecuada.
La ansiedad sobre la soledad es una característica común de las
sociedades modernas.
En la actualidad, parece que existen dos causas
principales de soledad.
Una es que las sociedades de todo el mundo han adoptado
una cultura de individualismo.
Hoy existen muchas más personas que viven solas
y envejecen en soledad.
Las políticas sociales neoliberales han convertido a
los trabajadores en precarios agentes libres, y cuando el trabajo desaparece
todo se derrumba rápidamente.
Los sindicatos, las asociaciones civiles, las
organizaciones vecinales, los grupos religiosos y otras fuentes tradicionales
de solidaridad social están en constante declive.
La otra causa posible es el ascenso de la tecnología de la
comunicación que incluye a los teléfonos móviles, las redes sociales y el
internet.
Hace una década, empresas como Facebook, Apple y Google prometían que
sus productos ayudarían a crear comunidades y relaciones significativas.
En vez
de eso, hemos usado el sistema de las redes sociales para profundizar
divisiones ya existentes, tanto a nivel individual como grupal.
Podemos tener
miles de “amigos” o “seguidores” en Facebook e Instagram, pero en lo que
respecta a las relaciones humanas, resulta que no hay nada que sustituya al
viejo método de construirlas en persona.
Ante estas dos tendencias, es fácil creer que estamos
experimentando una “epidemia” de soledad y aislamiento.
Sorprendentemente, los
mejores datos disponibles no muestran picos drásticos ni en soledad ni en
aislamiento social.
La evidencia principal para el aumento del aislamiento proviene
de un artículo de una revista de sociología al que se le ha hecho mucha
referencia y que sostiene que, en 2004, uno de cada cuatro
estadounidenses no tenía a nadie en
su vida en quien sintiera que podía confiar, en contraste con uno de cada diez
durante la década de los ochenta.
No obstante, resulta que ese estudio está basado en datos incorrectos y
otras investigaciones muestran que la proporción de estadounidenses sin alguien
de confianza es aproximadamente la misma desde hace mucho tiempo.
Aunque uno de
los autores se desligó del artículo (declaró
que ya no es confiable), los estudiosos, periodistas y encargados de las
políticas continúan citándolo.
Los otros datos sobre la soledad son complicados y a menudo
contradictorios, en parte porque hay muchas maneras de medir el fenómeno.
No
obstante, está claro que las estadísticas sobre la soledad que citan quienes
hablan de una epidemia son atípicas.
Por ejemplo, un conjunto de estadísticas
proviene de un estudio que definía como personas solitarias a aquellas que
decían sentirse “excluidas”, “aisladas” o “faltas de compañía” —incluso solo
una “parte del tiempo”—.
Ese es un umbral excesivamente bajo y ciertamente no
es el que queremos que usen los médicos ni los encargados de las políticas
públicas.
Una razón por la que debemos ser cuidadosos sobre cómo medimos y
respondemos a la soledad es que, como argumenta el psicólogo John Cacioppo de
la Universidad de Chicago, un sentimiento ocasional y transitorio de soledad
puede ser saludable y productivo.
Es una señal biológica de que necesitamos
establecer vínculos sociales más fuertes.
Cacioppo ha pasado gran parte de su carrera documentando los
peligros de la soledad pero es notable que él se apoya en estadísticas más mesuradas
al escribir sus artículos científicos.
Uno de sus trabajos, publicado el año
pasado, informa que cerca del 19 por ciento de los estadounidenses mayores
dijeron que se habían sentido solos gran parte de la semana antes de la
encuesta y que en el Reino Unido casi el seis por ciento de los adultos dijeron
que se sentían solos todo o la mayor parte del tiempo.
Esas son cifras
alarmantes, pero son bastante similares a las reportadas en el Reino Unido en
1948, cuando cerca del ocho por ciento de los adultos mayores dijeron que se
sentían solos a menudo o siempre, y también a las de estudios estadounidenses
previos.
Cacioppo es uno de los mayores defensores de un mejor
tratamiento para la soledad.
Sin embargo, tal como él ha escrito: “llamarla
epidemia de soledad supone el riesgo de que se le relegue a las columnas de
consejos”.
En particular, exagerar el
problema puede dificultar que nos enfoquemos en las personas que necesitan más
ayuda.
Cuando el Reino Unido anunció su nuevo ministerio, los funcionarios
insistieron en que todos, jóvenes o viejos, están en riesgo de estar solos.
No
obstante, las investigaciones señalan algo más específico.
En países como
Estados Unidos y el Reino Unido, son los pobres, los desempleados, los
desplazados y las poblaciones migrantes quienes sufren más por soledad y
aislamiento.
Su vida es inestable, al igual que sus relaciones.
Cuando se
sienten solos, son los menos capaces de conseguir apoyo médico o social.
No creo que estemos
viviendo una epidemia de soledad, pero sí que millones de personas sufren por
la falta de conexión social.
Ya sea que cuenten o no con un ministerio para la
soledad, merecen más atención y ayuda de las que les ofrecemos hoy en día.
Fuente
“The New York Times”, 13.02.2018
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