14 jul 2017

- 3 - MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA









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A Adriana


1

Durante un período de mi infancia viví con la curiosa convicción de que todas las cosas tenían una doble naturaleza, un doble ser: un ser para cuando se las miraba, otro para cuando no se las miraba.

Con los ojos abiertos, tenía delante una botella. Si los cerraba, la botella se convertía instantáneamente en un duende, lanzado a corretear traviesamente sobre el mantel…

Si luego abría los ojos, toda escena volvía a inmovilizarse, recobrando la cotidiana naturaleza de las cosas visibles: la botella volvía a ser botella y el mantel, mantel.


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2

…, leyendo los hermosos estudios de Levi Bruhl y las fascinantes observaciones de Frobenius sobre la mentalidad primitiva, vine a enterarme de que pueblos enteros habían vivido durante generaciones y generaciones con esa misma concepción del mundo.

Resultaba que nuestra civilización occidental, con su hábito de atenerse objetivamente a lo que se experimenta de las cosas y cifrar en relaciones de causalidad física los cambios del mundo exterior, era en el largo tiempo histórico un pequeño islote de racionalidad que sobrenadaba milenios de culturas mágicas en las cuales el mundo – el mundo en que se creía – nada tenía que ver con el testimonio que nos daba nuestra experiencia.

Culturas en las que el trato del hombre con el universo se fundaba en una suerte de “retrología” hechicera, que encaraba los signos exteriores y perceptibles de las cosas como embozos de una realidad distinta, enigmática y normalmente inaccesible, escondida detrás de ellas.

Hoy, millares de observaciones, de percepciones, de datos recogidos y creídos en nuestra experiencia sensorial de las cosas nos han llevado por inducción a explicar la lluvia como producto de bolsones de baja presión atmosférica que atraen y concentran, en una relación de causa efecto, las nueves dispersas en las áreas de alta presión.

La mentalidad primitiva la explicaba como el llanto de los dioses, entristecidos en sus lejanas e invisibles moradas celestiales.

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Nosotros no esforzamos en controlar las lluvias operando con procedimientos científicos-técnicos sobre el mecanismo causal que las produce.

El hombre primitivo trataba de llegar al mismo resultado alegrando a los dioses, levantándoles altares y sacrificando corderos.

Nosotros, en suma, ajustamos nuestro trato con las cosas a lo que sensorialmente percibimos de ellas, a lo que hay en ellas de visible, palpable, audible, experimentable.

El hombre primitivo, ese “retrólogo”, lo ajustaba a la naturaleza oculta de las cosas, a lo que había en ellas de invisible, inaudible, impalpable, inexperimentable.

Hoy, a la luz de la racionalidad que existe siempre entre los estímulos que recibimos del mundo exterior y nuestras repuestas a ellos, la secuencia estímulo-repuesta en el hombre primitivo nos resulta absurda, ilógica y cómica por su ilogicidad.

3

… mi tío Virginio, un emprendedor industrial italiano con ocasionales inclinaciones aventureras, que dedicó un año de su vida a explorar en las nacientes de Amazonas…

Y en estas correrías, dijo haber estado en una aldea indígena cuyos pobladores tenían un modo muy peculiar de hacer frente a las crecidas de un río.

Cuando el río crecía y amenazaba desbordar su cauce, los indios de la ladea no hacían lo que racionalmente haría cualquiera de nosotros – huir, treparse a los techos o construir defensas físicas contra el desborde.

Lo que hacían era correr con grandes palos a los establos y apalear ferozmente a sus animales, con preferencia los cerdos, que reaccionaban al castigo con estremecedores chillidos.

Era una suerte de tecnología mágica que apuntaba a espantar con el estruendoso lamento de las bestias el espíritu maligno que se había apoderado del río.

Este modo de entrar en tratos con las cosas tiene dos implicaciones importantes.

La primera, señalada por Levi Bruhl, es la imposibilidad de aprender con la experiencia. No es posible, en efecto, que la experiencia cuestione, desmienta o corrija los contenidos de una concepción que empieza por negarle validez.

La segunda es la necesidad de delegar en otros una facultad cognoscitiva que el hombre común no está en condiciones de ejercitar por su propia cuenta.

El conocimiento de la realidad, no pudiendo originarse en ese modo universal y ramplón… que es la experiencia, tiene que emanar de la autoridad que se les reconoce a determinados individuos considerados excepcionales y superiores.

El saber, en esta concepción mágica del universo, no es algo que el hombre común ejercita, sino algo que recibe, una revelación difundida por hechiceros, provistos de poderes extraordinarios que les permiten alcanzar en raros y sublimes momentos de éxtasis, atisbos visuales de ese mundo normalmente invisible.

El santón puede ser un individuo aislado y solitario cuya sabiduría es aceptada como incompartible por la comunidad.


O puede ser el guía de un largo y complejo proceso iniciático recorrido por otros hombres con la esperanza de llegar a ser algún día, también ellos, privilegiados testigos del mundo verdadero.
...

fuente
"MONTONEROS LA SOBERBIA ARMADA" Capítulos 1, 2, 3

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